© Jorge Orlando Melo, 2021
© Editorial Planeta Colombiana S.A., 2021
Calle 73 n.º 7-60, Bogotá
www.planetadelibros.com.co
Diseño de cubierta: Departamento de Diseño Grupo Planeta
Primera edición: septiembre de 2021
ISBN 13: 978-958-42-9644-3
ISBN 10: 958-42-9643-4
Desarrollo E-pub
Digitrans Media Services LLP
INDIA
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
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A Katherine,
a cuyo apoyo y a cuyas críticas
debe este libro su energía
y coherencia.
JOM
Introducción
La violencia es uno de los elementos centrales de la historia del país y, al menos desde los años ochenta del siglo XX, algunos académicos y analistas han tendido a pensar que ha sido siempre un rasgo central de la vida colombiana.
Un elemento de la violencia que no ha recibido una atención sistemática es el de su justificación. Mientras que ha habido largos debates sobre las posibles causas de la misma, se ha dejado algo de lado el hecho de que, desde la Conquista hasta hoy, en muchos momentos los ciudadanos o los dirigentes del país han tratado de demostrar que es justa, conveniente o necesaria. Aunque no puede demostrarse que la existencia de argumentos a favor de la violencia la haya hecho más frecuente, es razonable pensar que cuando hay motivos fundamentales de conflicto (opresión política o racial, orden social muy injusto y desigual, pobreza, desacuerdos de fondo sobre la forma de organizar el país), los ciudadanos aceptan con mayor facilidad usar la violencia si encuentran buenos argumentos para ello.
La violencia del otro, el abuso del Estado, el proyecto de una sociedad justa necesitan convertirse en un argumento, en una justificación —en la mente o el espíritu de las personas— para actuar: si hay injusticia social, esta debe ser percibida así y debe haber un argumento que muestre que es imposible resolver la inequidad o la miseria, que no hay forma de superarlas sin usar la violencia, porque la sociedad impide las formas de cambio pacíficas, y que es probable que una lucha armada lleve a un cambio social favorable. Es preciso que las causas entren a hacer parte de los valores culturales, de las percepciones sociales, de los proyectos políticos, para que actúen realmente en las formas de violencia más sistemáticas, para que se conviertan en motivos. Es necesario que las personas lleguen a la conclusión de que para lograr sus metas, en un momento concreto, hay que usar la violencia, que es conveniente y razonable hacerlo, porque existen posibilidades de éxito, y que estos actos de violencia no choquen profundamente con sus convicciones morales y se vean como justificados, en parte porque se ejercen contra grupos de personas que han demostrado su barbarie o su crueldad: la definición de imágenes socialmente aceptadas del enemigo es un elemento esencial en el proceso que lleva a que se considere legítimo el uso de la violencia. Y las causas —esos factores económicos, sociales, culturales o institucionales que varían continuamente con la experiencia histórica— no se imponen directamente, sino que es preciso que los sujetos históricos las tengan en cuenta, las valoren y respondan a ellas, que entren a su cabeza.
Este libro es, ante todo, un ensayo político, más que una investigación histórica. No pretende ofrecer una visión integral de esas justificaciones, sino que se concentra en las que pueden tener más importancia en la situación actual: Colombia ha estado buscando una serie de convenios y reformas que permitan superar la violencia reciente, y los últimos acuerdos de paz ofrecen oportunidades notables para hacerlo. Parte de los argumentos, sin embargo, se apoyan en visiones tradicionales de la sociedad que permitieron en otras épocas defender el recurso a la violencia, y que vuelven a usarse hoy.
Los argumentos a favor de la violencia hacen parte, en cada momento, de lo que puede llamarse la cultura política de la población. Son el resultado de debates, discusiones y conflictos. Pero es una cultura que se forma en el proceso histórico, que es cambiante y se modifica en el tiempo. Probablemente, una de las formas más rutinarias de analizar la violencia fue atribuirla a la existencia de rasgos propios de la población colombiana, que a veces eran vistos como genéticos (los colombianos teníamos en la sangre una tendencia mayor a la violencia que otros pueblos) o, a veces, como el resultado de una “cultura” atemporal e invariable. Como no creo que los genes nuestros sean diferentes de los de otros pueblos, ni que haya rasgos culturales inmodificables, me parece interesante ver cómo ha variado en el tiempo la justificación de la violencia: qué elementos, desarrollados en un momento dado, en un contexto específico, se siguen alegando o son reivindicados y reasumidos posteriormente. Me interesa, ante todo, la justificación de la violencia política; es decir, la que se refiere a las acciones del Estado y a los esfuerzos civiles por influir en él.
Durante la Conquista, los españoles justificaron el derecho a imponer su autoridad sobre los indios, a someterlos y convertirlos en sus siervos; al lado de esto se afirmó el derecho a esclavizar a los africanos. En estos años, además, se legitimó el uso de la violencia contra los grupos rebeldes y los esclavos que se fugaban. Finalmente, se desarrolló una estrategia de castigo a los delincuentes y los insurrectos, con un componente educativo: se buscaba producir el rechazo al ejercicio de la insurrección y el delito mediante castigos particularmente crueles; la idea era producir “terror” en las personas para que no se rebelaran o no usaran la violencia contra otros.
Durante el proceso de independencia de Colombia, la violencia política fue justificada por los patriotas con base en argumentos que provenían de la tradición española (el derecho a la rebelión) y de las nuevas ideas ilustradas (el derecho a crear una república independiente, basada en la voluntad de los ciudadanos). El derecho a la insurrección justa volvió a ser alegado a lo largo del siglo XIX, en los enfrentamientos entre los dos partidos tradicionales de Colombia: el Liberal y el Conservador; esta rebelión era válida cuando buscaba frenar la imposición de un modelo de sociedad que ponía en riesgo las formas aceptadas de convivencia republicana o cuando alteraba radicalmente las “reglas de juego”, para impedir a uno de los contendientes el triunfo pacífico en las contiendas electorales. Estos factores se mantuvieron vivos hasta La Violencia, de mediados del siglo XX, que en muchos aspectos revivió los puntos centrales del conflicto del siglo XIX.
La violencia reciente, la que dominó entre 1950 y 2016, se apoyó sobre todo en la idea de que el país se caracterizaba por ser una sociedad injusta, oligárquica, que mantenía oprimida a la mayoría de la población —por medio de la fuerza o de un sistema que impedía el ejercicio real de la democracia, pues la que existía era una apariencia engañosa—, y que, por lo tanto, se justificaba una rebelión contra el orden tradicional para reemplazarlo por uno más justo. Este argumento fue la base para la expansión de las guerrillas, que establecieron el marco de la violencia política entre 1949 y 2016. Por su parte, el Estado elaboró diversas formas de legitimación de la violencia contra los grupos rebeldes; su principal argumento fue que la insurrección guerrillera era el resultado de una conspiración internacional; esto buscaba dibujar a los rebeldes como enemigos de la tradición nacional y de la patria.