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Jaime Bayly - Los amigos que perdí

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Jaime Bayly Los amigos que perdí
  • Libro:
    Los amigos que perdí
  • Autor:
  • Editor:
    Anagrama
  • Genre:
  • Año:
    2000
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Los amigos que perdí: resumen, descripción y anotación

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Manuel es un hombre solitario, que vive cerca de Miami, esperando inútilmente a que suene el teléfono. Pero no suena nunca, porque sus amigos ya no quieren saber nada de él, enojados porque se inspiró en ellos para escribir unas novelas que le hicieron famoso. A modo de disculpa les escribe una larga carta a cada uno: a Melanie, con la que vivió algo más que una sana amistad; a Daniel, que le enseñó a bailar y a visitar prostíbulos; a Manuel, que también soñaba con ser escritor; a Sebastián, el famoso actor con el que vivió una aventura secreta, y al doctor Guerra, pintoresco personaje de la Lima aristocrática. Una novela de perturbadora belleza.

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Capítulo 5

Ilustre doctor Guerra:

No tengo la dicha de contemplar su afilado rostro hace ya algunos años. Me ha privado usted de semejante goce por razones de índole moral, debo suponer. Añorando su gallarda compañía, me he permitido enviar a la mansión que usted ocupa unas notas breves y afectuosas, sugiriéndole tímidamente un encuentro que me dé oportunidad de pedirle disculpas y acaso reverdecer la amistad que nos unió. Sin embargo, doctor, usted me ha respondido con la más cruel de las indiferencias, con un silencio que me duele aquí abajo, en la boca del estómago. Esto me hace pensar que me guarda justificado rencor; que no me ha perdonado aquel libro que perpetré y mancilló injustamente su viril reputación; que no me será dado el privilegio de volver a estrechar su mano; que, en fin, me ha arrojado a las mazmorras de su desprecio. ¿Merezco yo tan brutal castigo? Me llevo la mano al pecho, hago examen de contrición y le digo: sí, doctor, todo castigo que me imponga será insuficiente para expiar mis culpas y reparar el daño moral que le infligí. ¿Estoy arrepentido? Sí, doctor, sí: ¿no ve que estoy llorando? ¿He perdido la esperanza de reunirme con usted algún día? Por lo que más quiero: ¡no! Batallaré infatigablemente, haré de mi orgullo una alfombra, me hincaré de rodillas si fuese necesario, pero no descansaré hasta que usted pueda oír mis sentidas disculpas. Sé que su altísimo sentido del honor le hará imposible perdonarme, doctor, pero al menos tenga piedad y escúcheme cinco minutos, oiga usted. Largos años han pasado desde la última ocasión en que me premió con su compañía. No dudo que, agobiado por sus múltiples ocupaciones, como por ejemplo hacerse lustrar los zapatos en la calle o dejar que el vapor abra bien sus poros en los baños turcos, habrá olvidado aquella tarde en que el destino nos separó, al parecer para siempre. Permítame, doctor, refrescarle la memoria, ya que no puedo refrescarle el rostro, el cual, en honor a la verdad, solía lucir muy fresco cuando éramos amigos. Yo me hallaba en Lima, interrumpiendo brevemente, por razones familiares, mi voluntaria reclusión en un departamento en Washington, donde me había impuesto la tarea de escribir como un demente sobre todas aquellas cosas que excitaban mi imaginación: por ejemplo, usted, apuesto doctor.

Tuve a bien alojarme en un hostal de dudosa reputación ubicado en e l corazón de Miraflores, hostal de tres estrellas que servía principalmente como nido de amor de parejas furtivas, razón por la cual podía oírse con facilidad una constante agitación de catres y colchones, sobre todo al final de la tarde, cuando tan propicia se hacía la siesta. No me sobraba el dinero: casi todos mis ahorros habían sido invertidos en el libro que pronto publicaría contra viento y marea. Debido a esa estrechez económica, que deberíamos atribuir menos a la pereza que al amor al arte, me resigné a que me picasen minuciosamente las feroces pulgas de aquel hostal y supe convivir con las arañas que me miraban sigilosas desde las esquinas de los techos. Perturbé un instante la calma de su mansión llamándole por teléfono. Después de hacerme esperar como correspondía, se puso usted al aparato. Cabe mencionar aquí que habían transcurrido buenos tres años sin que nos viésemos, sin cruzar palabras tan siquiera. Ya nuestra amistad se hallaba resquebrajada. Un trivial incidente en Madrid había desencadenado una explosión de ira de su parte, cubriéndome de invectivas y reproches, y obligándome a empacar y retirarme de su vida. Esa pelea madrileña nos distanció largo tiempo. Lo llamé un par de veces cuando pasé por Lima, pero sus criadas al parecer no pudieron hallarlo entre las muchas recámaras de su fabulosa mansión. Me quedé esperando en el aparato hasta hoy mismo, doctor. Deduje que nuestra pelea en Madrid no había sido olvidada y su ánimo con respecto a mí se mantenía avinagrado. Me apenó, claro está. Unos meses después, nos encontramos accidentalmente en la embajada de los Estados Unidos, que es, en mi modesta opinión, el principal atractivo turístico de nuestro país. Dejo constancia, porque todo hay que decirlo, de que se encontraba usted vestido con una pulcritud y una elegancia encomiables; que su pelo había sido recortado tal vez en exceso; que me alegró sobremanera comprobar que los años no habían dejado huella en su apuesto rostro; también dejo constancia de que me saludó usted con una frialdad que debería estar tipificada como delito menor en nuestro código penal, señor. Apenas me dio la mano y se retiró usted, como si mi presencia le inspirase una violenta repugnancia moral.

Sepa ahora que poco o nada me importó, ilustre doctor: el hecho de que se estuviese hablando inglés a mi alrededor y saberme protegido por el gobierno de Washington, amortiguó bastante el golpe que, a sabiendas, me propinó en aquel encuentro casual. Queda claro, por si no lo recuerda bien, que cuando llamé por teléfono a su mansión años después, alterando la calma conventual de su residencia miraflorina, ya era la nuestra una amistad que se hallaba en entredicho, y, por eso mismo, me encontraba preparado para que se me hiciera un desplante más, como por ejemplo, dejarme esperando en el aparato hasta que cayera la tarde. Pero no: se puso usted al teléfono y me saludó con una cordialidad que yo creía perdida. Se me alborotaron los sentimientos, los recuerdos y hasta las hormonas, oiga, y no porque yo deseara entonces ni nunca procurarme placeres con su distinguida anatomía, sino únicamente porque era usted un amigo que me hacía sentir muy hombre, que rescataba sin saberlo la esencia misma de mi virilidad. Tras un corto intercambio de saludos protocolares, y sin hacer alusión a la vergonzosa riña que protagonizamos en Madrid, se avino usted, sin meditar demasiado, a que nos reuniésemos a almorzar al día siguiente en un lugar a precisar, tomó nota de la dirección del hostal pendenciero donde me hallaba alojado y me comunicó que pasaría a buscarme a la una en punto, poniendo el debido énfasis al decirme en punto, pues era usted, y juraría que sigue siéndolo, un maniático de la puntualidad, como corresponde a un diplomático de carrera y, por añadidura, a un maniático de carrera, si me permite. Jolines, doctor Guerra, qué rojo era su carro: ese auto japonés era color rojo fuego, rojo pasión, rojo primavera torera. Nada más saludarlo en la puerta del hostal y estrechar su invicta mano, paseé mi mirada tratando de adivinar cuál de los carros estacionados en esa calle sería el suyo, tribulación de la que usted me sacó de pronto, señalándome, con excesivo orgullo diría yo, ese carrito apretujado y pundonoroso, cuyas rojizas reverberaciones me obligaron a ponerme enseguida mis anteojos para sol. No quisiera lastimar su orgullo, doctor, pero debo decirle que el rojo es un color perfectamente inconveniente, en particular tratándose de vehículos motorizados, y que el color estridente de su carro japonés era una agresión malsana al concierto civilizado de naciones. Ya instalado en el asiento del copiloto, y a la vista de que usted se disponía a encender el motor, osé preguntarle si había aprendido a manejar bien.

Mi inquietud no era del todo descabellada: hasta la edad madura de treinta años, usted sólo supo movilizarse a pie y en bicicleta, para no mencionar el transporte público, que usaba rara vez y a regañadientes, pero no supo manejar un auto, lo que era visto por sus amigos como una excentricidad más de millonario y por mí, como un verdadero peligro, pues aún no olvido una mañana caribeña en la que usted, contrariando el sentido común, se empeñó en manejar el auto que yo había alquilado y casi acabamos estrellados contra la fachada de un local de comida rápida, luego de que usted hiciera maniobras en verdad indefendibles, episodio que concluyó con usted ofuscado, las mejillas coloradas, gritándome injustamente y echándole la culpa de todo a un caballero de tez aceitunada que casi hunde su Cadillac de colección en nuestras narices. Por eso, señor, y porque ya era padre de familia y no quería dejar viuda y huérfana, le pregunté si ya sabía manejar, no para faltarle al respeto sino para salir ileso de esa andadura. Fue grato escucharle decir que había tomado usted lecciones en el Touring Club del Perú y aprobado con sobresaliente; fue menos grato oír de pronto la voz de la señora Pantoja chillando su desconsuelo en los parlantes de ese automóvil rendidor, lo que provocó en mí una reacción de escalofrío y pavor.

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