P ARA A NDREA G AYOSO .
I NTRODUCCIÓN AL TERCER VOLUMEN
L a Guerra de la Triple Alianza se asemeja a una tragedia griega en la cual tanto el público como los personajes conocen el final antes de que la obra termine. En el fondo, el coro entona su lamento por las adversidades de la vida mientras la atribulada audiencia pondera el significado de los sucesos antes de que los actores abandonen el escenario. Conforme avanza, la acción de la obra se presenta como un acicate para la contemplación. Y cuando las apologías finales son recitadas, las palabras expresan tanto un sentimiento de alivio como una lección acerca de lo necio e inútil que es desafiar la voluntad de los dioses.
Algunos de estos mismos sentimientos y temores debieron perturbar los pensamientos y encadenar los sueños del mariscal López y los líderes aliados cuando la Guerra de la Triple Alianza llegaba a su punto medio. Los acontecimientos de 1866 y 1867 habían quebrado la confianza previa y las expectativas de una rápida victoria. La intervención externa se había vuelto imposible; no habría cañones británicos para forzar la paz como ocurrió con el conflicto cisplatino de 1825-1828. No habría asesinatos que removieran a un tirano petulante. No habría una paz negociada por separado. Ninguna fuerza amiga cambiaría el balance del terror. Y ahora, dadas estas certezas, nada parecía presentarse tan poderosamente a los hombres en el campo de batalla como el hecho de que esta guerra de desgaste solo acabaría cuando todos fueran masacrados. Esto era algo que no podía confortar a nadie.
En el segundo volumen de este estudio, intenté demostrar que la extensa campaña en Paraguay ayudó a expandir un sentido nacionalista más moderno en aquellos países sudamericanos que, paradójicamente, estaban menos interesados en abandonar sus viejas identidades y sus antiguos prejuicios.
En Brasil, para don Pedro II era conveniente que su pueblo se considerara súbdito imperial primero, y solo en un muy distante segundo lugar, brasileño. Para eso, no era necesario perder tiempo en nada parecido a una movilización popular. Ni siquiera Luís Alves de Lima e Silva, marqués de Caxias, el paladín militar en quien los aliados depositaban tantas esperanzas, podía superar un maligno e inconfundible desprecio por sus hombres.
Para ganar, sin embargo, ni Caxias ni el emperador (ni los demás líderes aliados) podían dejarse dominar por sus usuales impulsos. Si pretendían derrotar a los obstinados paraguayos, debían estar abiertos a cualquier innovación, no solamente en términos militares, como el uso de globos de observación, rifles aguja o buques acorazados, sino también en el campo estrictamente político. Pero proceder de esta forma era riesgoso. Suponía muchos posibles peligros para el orden establecido. Oficiales de origen humilde, por ejemplo, podrían tener que ser promovidos a posiciones de mando, y podrían resistirse a ceder el poder una vez que este estuviera en sus manos. Nuevos reclutas tendrían que ser inspirados por una causa nacional, antes que por una imperial, y esto también daba motivos de preocupación. Incluso los esclavos tendrían que ser estimulados a pensar que su situación fundamental podría de alguna manera cambiar una vez que vistieran un uniforme.
Con los paraguayos, la tarea de construir una milicia cohesionada era más simple, ya que se contaba para ello con la base de una cultura de patriarcado rural e intercambio recíproco que provenía del período colonial. Pero, aun allí, el conflicto con la Triple Alianza generó demandas sin precedentes sobre el pueblo paraguayo, y ni siquiera el mariscal Francisco Solano López, con toda su influencia personal y oficial, podía depender exclusivamente de prerrogativas tradicionales. Él también tenía que apelar a las masas, especialmente cuando los reveses en Estero Bellaco, Tuyutí y Curuzú habían demostrado las limitaciones de una defensa convencional, y considerando la desconfianza del mariscal en los miembros de la élite paraguaya, pese a que hasta ese momento se habían mantenido leales.
A no dudarlo, los cañones Lahitte fueron muy utilizados por el ejército paraguayo, lo mismo que los cohetes Congreve y los «torpedos» de río, pero los suministros de armamento moderno se volvían más escasos cada día. Ningún cargamento nuevo podía llegar debido al bloqueo aliado y, a pesar del valiente esfuerzo de los paraguayos de luchar con armas fabricadas localmente en el arsenal de Asunción y en la fundición de Ybycuí, esta producción no podía de ningún modo reemplazar los artículos previamente importados.
El mariscal, por lo tanto, buscaba contrarrestar la superioridad material y numérica del enemigo con incentivos morales. Deliberada y claramente, adoptó una estrategia de guerra que acentuaba un propósito nacional común. De ahora en adelante, toda la «raza» paraguaya se levantaría en armas contra los kamba y, en cada campo de batalla, cada hombre gritaría su indignación al enemigo con una única, estridente voz, y esa voz resonaría en guaraní.
El volumen tres abordará la génesis de esta situación entre mediados de 1867 y marzo de 1870. Delineará los múltiples cambios y ajustes que ocurrieron y cuyos aspectos, mutuamente reforzados, resultaron a la postre, brutalmente trágicos. Cada cambio del lado paraguayo dirigido a crear una relación más fluida entre oficiales y hombres requería alguna nueva adaptación por parte de los aliados, y esto ocurría permanentemente, una y otra vez. Cada vez que los comandantes aliados se lanzaban ciegamente al frente, como lo hicieron en Curupayty, tropezaban contra un muro de intransigentes paraguayos. Una respuesta flexible y determinada a ese hecho no solo era recomendable, era absolutamente necesaria. Y aun así, lo que resultaba generalmente de ello no era una mayor fineza, sino un mayor salvajismo.
Este patrón quedó establecido de la forma más completa y despiadada durante el largo sitio de Humaitá. Los enfrentamientos en este período fueron limitados. Evidentemente, los aliados pensaban que las enfermedades, el hambre y el agotamiento harían el trabajo por ellos. En unas pocas ocasiones hubo considerable derramamiento de sangre en las líneas de contacto militar, pero por lo general el comando aliado se satisfacía con una lenta estrangulación del ejército del mariscal. Era una estrategia clásica de desgaste, con los soldados aliados, más numerosos, mejor entrenados y mejor abastecidos, sofocando sin apuro al enemigo.
El problema era que los paraguayos no se daban por vencidos. Renovaban su unida resistencia como para continuar peleando sin interrupción y sin importar el costo. Esto incluyó el reclutamiento, hasta en los más recónditos caseríos de la república, de niños a quienes dotaban con lanzas de tacuara para enfrentar rifles de repetición y enviaban a pelear, sin titubeos, hasta el amargo final. Como si esto no fuera suficientemente malo, la lógica de la guerra también condujo a periódicas purgas en el frente doméstico, especialmente durante los Tribunales de Sangre de 1868. El objeto siempre era el mismo: mantener al ejército paraguayo peleando.
Este era el trabajo que el mariscal López se impuso, y reflejaba el trabajo que Caxias y los otros comandantes aliados tenían, igualmente, que cumplir. El público en Brasil y Argentina ya estaba cansado del conflicto a principios del primer año y habría aceptado con beneplácito cualquier solución inferior a un triunfo militar si sus generales y líderes civiles le hubieran dado esa opción. Hubo también muchos potenciales mediadores. Charles Ames Washburn continuó ofreciendo los buenos servicios de los Estados Unidos para acordar la paz. Los franceses, los británicos, los peruanos, todos expresaban voluntad de ayudar. Pero ninguno de los líderes beligerantes estuvo dispuesto a apearse de su posición. Todavía se aferraban a la meta de una victoria absoluta, o bien soñaban con salvar su honor mutilado sin considerar el costo para sus respectivos pueblos. Cualquiera que haya sido el caso, no sirvió para nada bueno. El resultado fue la tragedia. Se impuso la peor y más brutal clase de conducta en el frente y se legitimó la indiferencia hacia la vida humana.