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Bruno Cardeñosa - Triple A

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Bruno Cardeñosa Triple A

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BRUNO CARDEÑOSA CHAO Orense 1972 es periodista escritor y reportero de - photo 1

BRUNO CARDEÑOSA CHAO (Orense, 1972) es periodista, escritor y reportero de radio, prensa y televisión. Cursó estudios de periodismo en la Universidad del Pais Vasco (Vizcaya). Desde el 27 de octubre de 2007 presenta y dirige el espacio radiofónico de Onda Cero, La Rosa de los Vientos (tras el fallecimiento de su director y creador Juan Antonio Cebrián), y desde el 19 de septiembre de 2007 es director de la revista Historia de Iberia Vieja (editada por América Ibérica).

Antes de hacerse cargo de la presentación del programa, formaba parte desde 1999 del equipo de colaboradores, interviniendo en la Tertulia Zona Cero, presentando una sección propia y haciéndose cargo del programa durante el mes de agosto durante varios años.

También fue copresentador, primero junto a Ana Cumplido, y después junto a Manuel Carballal, del programa radiofónico Mundo Misterioso (1997-1999); redactor de la revista Enigmas y colaboró en el programa Channel n.º 4 de la cadena de televisión Cuatro. Con anterioridad había sido redactor de la revista Año Cero y redactor jefe de Más allá.

Hoy hace justo cuatro meses que acabé de escribir W de Wikileaks. Fueron dos meses y medio intensos. Intenté estallar y buscar también que el lector estallara con lo que escribía. «Me he cabreado mucho», me decía uno de ellos. Y continuaba: «Así que muchas gracias». Y es que mi objetivo era mostrar una realidad incómoda que se había hecho hueco de forma imprevista gracias al sueño cumplido de un personaje singular. Ésa era una realidad repleta de mentiras y falsedades, en la que desde el poder se nos engaña sin miramientos y sin torcer el gesto. Una realidad en la que la locura de las guerras se multiplica a base de mentiras, en la que los más poderosos ejercen la hipocresía con naturalidad hiriente, en la que los peores crímenes se cometen con guante blanco, en donde los dictadores recibían el apoyo de los que se dicen demócratas, en la que, más que nunca, la libertad, la verdadera libertad, está amenazada a cambio de ofrecernos una falsa felicidad teñida de ocio —un ocio vacío—; a cambio de vivir en la ignorancia.

La aparición de los documentos de Wikileaks levantó las faldas de quienes dirigen nuestras vidas. Y aunque con una mano delante y otra detrás —no por dinero, sino por tranquilidad— los grandes medios de comunicación se subieron durante un tiempo al carro de la rebeldía y la protesta, abriendo en millones de ciudadanos de todo el mundo una pequeña puerta a la esperanza, que entendieron, como nadie, los habitantes de algunos países árabes que se estaban rebelando contra aquellos que, bajo la falsa apariencia del paternalismo, ejercían en sus países el dominio más absoluto.

Cuando escribía las últimas líneas de W de Wikileaks —el primero que se publicó en España sobre el asunto— aquel 11 de enero, los ciudadanos de Túnez se habían levantado en masa contra su líder, Ben Alí, en el poder desde hacía décadas gracias a mantener a sus ciudadanos de espaldas a una realidad que, tras los barrotes, se mostraba cruel. Además, se sospechaba que llegarían nuevas revelaciones sobre las maniobras de los grandes bancos que habían provocado la gigantesca crisis económica en la que vivimos atrapados. También se esperaban nuevos ataques contra el fundador de Wikileaks, Julian Assange.

Y me preguntaba en la última palabra escrita…

«¿Continuará?».

Días después, los ciudadanos de Túnez echaban del poder y del país —de forma pacífica— a Ben Alí e iniciaban un largo y tortuoso camino hacia una democracia que ellos ansían más que quienes, aparentemente, vivimos en un régimen de libertad. Y no tardó ni un minuto en iniciarse el contagio. El siguiente país en levantarse fue Egipto. Al igual que había ocurrido en Túnez, los ciudadanos consiguieron que el presidente Hosni Mubarak desapareciera del mapa. Al mismo tiempo, otros países musulmanes como Bahrein o Yemen empezaban a mostrar los mismos síntomas. Pronto se conocería aquello como la «primavera árabe».

Desde Occidente empezó a hablarse del efecto contagio hacia otros países que también podían vivir revoluciones semejantes. Siguiendo el retrato robot de aquellos movimientos, Jordania y Marruecos podrían ser los siguientes en asistir a algo que ya se creía como parte del pasado. En cambio, y por motivos que más adelante explicaré, se levantó la población de Siria. Y también la de Libia…

Desde los más poderosos despachos oficiales, ambos levantamientos resultaban menos incómodos porque los dictadores que gobernaban no eran tan proclives a los países más ricos. Gracias a ello, la respuesta del poder fue rotunda: bombardear Libia para colaborar con los rebeldes que se enfrentaban a su dictador. De esta forma se enviaba un mensaje contra futuros alzamientos ciudadanos, porque en Libia empezaron a morir inocentes y culpables, proclives al dictador y víctimas del mismo. No querían el apoyo de los aviones de la OTAN cargados de bombas que se transforman en escombros y sangre, pero desde las instituciones internacionales se nos hizo ver que sí. Otra vez, la enorme hipocresía de quienes mandan más que nadie intentaba reorganizarse y, así evitar que las revoluciones se extendieran a otros países gobernados por amigos.

Lo que no nos decían es que la primera de esas revoluciones no ocurrió en Túnez —aunque los primeros en levantarse en los países árabes fueron los «súbditos» de Yemen— sino en un país rico y próspero no mucho tiempo atrás. Un país cercano. Muy cercano. Un país que durante la última década se nos había presentado como el mejor ejemplo de cómo el poder del dinero generaba sociedades ricas y felices. Pero esa felicidad y esa riqueza se quebró cuando los grandes bancos de ese país —Islandia, para más señas— se vinieron abajo y quedó al descubierto que los grandes progresos se habían efectuado gracias a esquivar la verdad y la legalidad. Poco después aparecieron los documentos secretos que evidenciaban las maniobras de los banqueros antaño presentados como modelo para el mundo entero. Y los ciudadanos —pacíficamente— se levantaron contra sus mandatarios, echaron al gobierno e iniciaron una serie de maniobras en las que el poder se traspasó desde lo alto de la pirámide social a lo más bajo.

Ciudadanos comunes se encargarían de redactar una nueva Constitución y nuevas leyes. En realidad, el miedo al contagio, en Washington y Londres, así como en las otras grandes capitales, era más un miedo a que esos levantamientos se produjeran en esas ciudades que en los países árabes gobernados por sátrapas que podían seguir siendo sátrapas a cambio de entregarnos petróleo y riquezas naturales para mantener nuestra hipotética felicidad.

El contagio de una revolución como la de Islandia podría poner en jaque el mundo actual con sus mecanismos económicos y políticos. El terremoto que provocó la revelación de documentos bancarios fue la gota que colmó el vaso, convirtiéndose en la chispa definitiva que generó un cambio que ha sido tan importante como ignorado.

Pocos días antes de comenzar este nuevo trabajo, el enemigo número uno del mundo, el terrorista Osama Bin Laden, fue ejecutado en Pakistán, un país que, como ya expuse, ha sido utilizado por Washington para alimentar extremismos y tensión en una zona del mundo que conviene que siempre permanezca inestable.

La ejecución del líder de Al Qaeda llegaba siete días después de la revelación de casi mil documentos secretos sobre cada uno de los presos de la cárcel de Guantánamo. En dichos documentos se demostraba cómo en ese limbo legal había cientos de inocentes y cómo los verdaderos implicados en el terrorismo son una rareza. Eso sí —además de dejar al descubierto que allí se practican las torturas físicas y psíquicas más terribles—, uno de esos documentos revelaban que en Estados Unidos tenían la pista definitiva sobre dónde se encontraba Bin Laden desde, al menos, el 2008. Sólo tres años después, y únicamente tras la aparición de ese informe secreto, se decidió actuar.

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