AUTOBIOGRAFÍA
Mi infancia es una calle y otra calle y otra calle y otra calle. Calles que te definen y calles que te confinan; ni rastro de carretera, autovía o autopista alguna. Más allá se esconde el bálsamo de la campiña para los días sin horas en que amainan tormentas y tormentos y nos dan la oportunidad de andar entre quienes viven rodeados de espacio y ven nuestra aparición como un suplicio. Hasta ese momento, vivimos en el desamparado y apuñalador Mánchester victoriano, donde todo está dondequiera que lo dejasen caer hace cien años. Las calles seguras están ligeramente iluminadas, las otras sin alumbrado, pero ambas representan un peligro que te habrás buscado tú solito si rondas por ahí cuando se echen las cortinas a la hora del té. Caminamos por el centro de la calle dejando atrás lugares pavorosos, levantando la vista para mirar el papel pintado de tonos negros parduzcos y morados hecho jirones, triste vestigio de casas deshabitadas, sustituida ahora su seguridad por la inquietud. Los chavales del barrio saquean viviendas vacías, y yo, pequeño y con los ojos como platos, voy con ellos, hago equilibrios sobre travesaños que quedan a la vista y correteo por sótanos húmedos y negros, cavidades subterráneas donde el asesinato, el sexo y la autodestrucción rezuman por grietas de piedras sacadas de nuestro campo y paredes de ladrillos vacilantes tras las que algunos bebés abortados encontraron una pacífica muerte en lugar de una vida cruel. Tras demolerlas a medias, el ayuntamiento deja que las casas se acaben de desmoronar lentamente por su cuenta y se conviertan en pequeños solares de escombros donde los niños encontrarán metros y metros de nuevas emociones sin alumbrado. Los campos son lugares que salen en los libros y los libros tienen su lugar en las bibliotecas. Nosotros, sin embargo, estamos aquí fuera, en el ahora, sin freno y sin gobierno porque la generación victoriana de Mánchester, tras vidas y vidas de apuros, ya ha tosido su último estertor y en estos callejones inundados despuntan aquí y allá briznas de hierba de color amarillo verdoso entre los adoquines tan resquebrajados por la presión como quienes los pisan. Aquí, tras las carcasas de tiendas desvencijadas, con ese aroma nauseabundo a excrementos animales ante el que nadie puede hacer otra cosa que taparse la nariz y apretar el paso mientras se aleja. Estos callejones, en su día tan diligentemente barridos, baldeados y frotados hasta la muerte con piedra pómez por los pobres y honrados, hoy no tienen futuro porque ahora éste es su futuro, este instante en el que se agota el tiempo. Igual que nosotros, estas calles quedan abandonadas a su duro destino. Los pájaros se abstienen del gorjeo en el Mánchester industrial de postguerra, donde los años sesenta no serán felices y donde los locales son todo lo opuesto a sofisticados. Más crispado y menos cortés que cualquier otro lugar de la Tierra, Mánchester es el estertor último del viejo ardor, el sitio donde tuvimos el corazón en un puño, prohibido como nos está ser románticos. La piedra oscura de las casas en hileras está negra de hollín, la casa es una metáfora del alma porque más allá de la casa no hay nada y las comunicaciones son escasas para seguir la pista a alguien en el caso de que se marche y la deje vacía. Cierras de un portazo a tu espalda y muy bien podrías esfumarte para siempre o que no se te vuelva a ver jamás, ay tú, irrastreable. El simple proceso de vivir acapara el tiempo y la energía de todos y cada uno de nosotros. Los viejos rumian con amargura y los chavales ya saben buena parte de la verdad. Incomprensiblemente, mientras nosotros nos pudrimos, hay por ahí casinos y altos niveles de vida, viajes en primera clase y dinero para hartarse. Aquí, nadie que conozcamos aparece registrado en el censo electoral y un trayecto en coche es tan poco habitual como los viajes en el tiempo. La cárcel es una eventualidad aceptada y no hay duda de que te convierte en un criminal. Recibir multas, avisos de impagos y esquivar las balas de la vida es lo que se conoce aquí comosupervivencia. Todo se reduce al cuándo. Y somos, a todo esto, carne finamente cortada a medida: irlandeses con buena percha que peinan los tugurios de Moss Side y Hulme, regiones no especialmente espantosas en la década de los sesenta, pero sí tocadas de una muerte natural por lento deterioro. La familia es grande y siempre suscita admiración; por lo que se refiere a las muchas chicas, lo que llama la atención es su pulcritud y callado glamur, que congrega a todas horas los andares fingidamente despreocupados de los muchachos del lugar. Naturalmente, y considerando el enorme tamaño de mi cabeza, el parto casi mata a mi madre, pero pronto soy yo y no ella quien se encuentra en la lista de pacientes en estado crítico del Pendlebury Hospital de Salford. Soy incapaz de tragar y me paso meses hospitalizado, con el estómago rajado y la garganta abierta; advierten a mis padres que es poco probable que sobreviva. Casi invisible bajo una masa de zurcidos entrecruzados, me aferro a la corta vida que tan pronto me estrangula. Una vez me dan el alta del hospital han de detener cuatro veces a mi hermana Jackie, dos años mayor que yo, cuando intenta matarme, sin que se averigüe si se trata de un caso de rivalidad o de clarividencia. No somos vulgares ricachones, pero aquí estamos, con un alquiler nada barato en Queen’s Square, tras los muros del Loreto Convent, con su vidriera rota en lo alto por si a los de aquí abajo se nos ocurren ideas raras. La familia es joven, bien avenida y, salvo mi hermana y yo, todos han nacido en Irlanda. El linaje se remonta a Naas, donde Farrell Dwyer y Annie Brisk engendraron a Thomas Farrell Dwyer, que en algún sitio se encontró con Annie Farrell. En plena lucha contra la profesoral insulsez de la odiosa pobreza, católicos irlandeses como somos, sabemos muy bien cuánto desagrada a Dios la felicidad bulliciosa, así que la culpa queda bien patente en todo lo que decimos, pero aun así decimos y hacemos todo. Mis padres vienen del barrio de Crumlin, en Dublín; vívian en calles vecinas rodeados por grandes familias menesterosas. Son los dos tremendamente apuestos y son ellos quienes primero navegan hasta Mánchester, seguidos por hordas crecientes, y la rama materna de la familia, que nos cría a mi hermana y a mí, no tarda en ocupar tres casas en Queen’s Square. Rara vez vemos a la familia de nuestro padre, pero también ellos están diseminados por Mánchester, con prevalencia de chicos en lugar de chicas, numerosísimos y ansiosos de jarana. El cotorreo irlandés es lírico, por contraposición al neutro asombro de Mánchester. Encerrados entre cuatro paredes sin agua caliente, nos apiñamos alrededor del fuego, elemento más apropiado a nuestro temperamento. Los rudos vecinos autóctonos que nos rodean dan la bienvenida a esta enorme pandilla de irlandeses que ruge y arrasa con los sesenta unidos por la música pop y por una sospechosa ausencia de dinero (algo que, de hecho, no es que otros tengan, en principio). Indescriptibles vicisitudes dan a entender que nada raro escondemos en ese sentido y nos vamos arrastrando fatigosamente los tobillos hundidos en aguanieve, medio derretida, medio congelada, dándole vueltas a «My Boy Lollipop», de Millie Small. El colegio se yergue acechante y despiadado en el centro de Hulme como el último representante del viejo orden, una gigantesca sombra negra de moralidad vetusta desde 1842 que provoca una aprensión deliberada en las caritas de ojos pasmados que contienen con prudencia las lágrimas cuando los dejan al pie de esas escaleras conectadas a pasillos retumbantes de paredes encaladas, de carbólico, deportivas y ceras que calcinan los sentidos y exigen que todo pensamiento alegre se extinga. Este mausoleo deprimente llamado Saint Wilfrid tiene la capacidad de hacerte infeliz y éste es el único mensaje capaz de dar. Candados, llaves y escaleras de piedra interminables al fondo de vestíbulos sin luz que conducen a guardarropas donde pueden sucederte cosas horribles. Hay suelos donde jamás se pone un pie y sótanos intactos en habitaciones desamadas por antepasados convencidos de que la sabiduría ha de guardarse aislada en un fanático autoaborrecimiento. Saint Wilfrid es un asilo, por decirlo así, para los patéticos pobres de Hulme y, pese a que en 1913 se anunció su demolición, ahí sigue cincuenta años después, arrastrándonos a nosotros, niños pequeños, con él, sumergiéndonos en sus cuartos de pesadumbre. Los niños entran tambaleándose empapados por la lluvia y así se quedan todo el día: los zapatos mojados y las ropas mojadas humedecen el aire porque eso es lo que toca. También nuestros profesores han sido abandonados allí, como nosotros, en la parroquia de Saint Wilfrid. No hay dinero que ganar y no hay recursos, del mismo modo que no hay colores ni risas. A estos niños se los forma y contamina sin particular esmero. Muchos rezagados apestan y se desmayan por falta de alimento, pero no cabe esperar paciencia ni sentido común algunos en la intensa agonía de los profesores.