Introducción
MÁS ALLÁ DEL ROCK & ROLL
¿Qué son Pink Floyd? ¿Una banda de rock? ¿Una confluencia de talentos coincidiendo y alejándose alternativamente? ¿Un espectáculo ambulante? ¿Unos genios brillantes y poco comprendidos? ¿Unos gurús de la contracultura? ¿Unos drogadictos con suerte? ¿Una anomalía del rock & roll? Como casi siempre, la verdad está en todas y en ninguna de esas definiciones. Lo que es indudablemente cierto es que fueron una de las más asombrosas bandas del rock & roll y marcaron una época de nuestra cultura. «Si alguien intentara un asalto visual y auditivo similar sería un desastre; los Floyd tienen abiertas las fronteras más amplias de la música pop». La frase no es mía, ni de ningún apasionado fan, sino de un periódico tan serio y sesudo como el Financial Times. En su día sirvió para la crítica de uno de sus conciertos, pero sirve perfectamente para definir toda su trayectoria. Porque si algo han hecho Pink Floyd es romper barreras, ir más allá del rock & roll. Mientras los grupos de finales de los 60 se sumergieron en la dinámica de paz y amor, los Pink Floyd decidieron zambullirse en el lado más hostil, más oscuro del rock.
Vendieron millones de discos pero nunca se plegaron a la comercialización y su nombre figura con letras de oro en el Olimpo de la música, pero siempre transitaron por el lado más underground, incluso cuando eran unas estrellas que gastaban dinero a espuertas en yates, guitarras de colección, coches antiguos o residencias dignas de la rancia aristocracia británica. Con unas permanentes relaciones de amor-odio con la prensa, nunca dejaron de estar en el ojo del huracán, bien por sus enfrentamientos personales, sus disputas legales, sus problemas con las drogas o su militancia social y política, algo que nunca dejaron de lado, aunque muchos les hayan reprochado que fuesen solidarios desde el escenario mientras vivían como príncipes, algo que, ya puestos, es extensible a todas las estrellas del rock & roll que han protagonizado los megaconciertos solidarios que han marcado el final del siglo XX y el principio del XXI.
La banda explotó a mediados de los 60, en los glamurosos días del Swinging London, el movimiento de la moda contracultural británica por el que transitaron los primeros Beatles, Rolling Stones, Animals, Who, Kinks y otros grandes mitos de lo que los norteamericanos conocieron como la British Invasion, que barrió de un plumazo la vieja concepción del rock & roll que solo una década antes crearon Elvis Presley, Chuck Berry, Buddy Holly o Bo Diddley, por citar solo a cuatro eminentes evidencias.
Los Floyd vivieron los días de fascinación por las drogas alucinógenas y lograron vivir para contarlo y para cantarlo, al menos la mayoría, porque Syd Barrett, el genial diamante loco que inspiró los primeros días de la banda, aunque no murió físicamente, sí sucumbió a aquella vorágine de psicodelia, dejando tras de sí una estela imborrable que ha acompañado a la banda hasta el día de hoy. Conocieron el calor de los garitos más cutres y la fría soledad de los grandes estadios. Convirtieron sus discos en obras de arte, obras maestras de un nuevo tipo de cultura popular en el que los géneros y las técnicas se mezclaban, y en el que la música, la imagen, el mensaje y la percepción extrasensorial componían un espectáculo único. Las canciones de Pink Floyd tienen vida propia de una forma casi literal, cada vez que las interpretan tienen algo distinto, algo nuevo, fruto de la creatividad del momento. Es prácticamente imposible encontrar a alguien con una mínima curiosidad musical, un ápice de curiosidad cultural, que no conozca a la banda o haya escuchado alguno de sus temas.
Nunca hicieron canciones comerciales o con formato para radio y aun así son uno de los grupos más populares y conocidos mundialmente. ¿Quién no ha oído hablar del Muro, o de Algie, el cerdo rosa volador, o del lado oscuro de la Luna? Sus aficionados son legión y cada uno tiene su propia visión de sus vidas y su propia lectura de sus obras. Para unos, Pink Floyd dejaron de existir cuando desapareció Syd Barrett, para otros, los auténticos Pink Floyd fueron los de la era Waters y para todos, serán siempre un mito sumergido en la leyenda y la controversia. Tanto juntos como por separado, los miembros de la banda han tenido una característica común: su preocupación social y su vertiente humanitaria. Eran tan egoístas en sus relaciones interpersonales, como generosos en sus contribuciones solidarias.
Sus cifras hablan por sí solas, aunque no ayudan a definirlos, porque los Floyd son, por naturaleza, indefinibles. Uno de sus discos aguantó 740 semanas en la lista americana Billboard, otro vendió 340.000 copias en 5 días solo en Gran Bretaña; hubo años en que ganaron más de 50 millones de dólares y giras en las que perdieron más de 20. Pero esto solo nos indica que fueron grandes entre los grandes. Pero, ¿eran geniales? ¿eran pomposos? ¿eran nihilistas? Este libro no tiene todas las respuestas, ni siquiera lo pretende. Este libro es básicamente una guía para acercarse al complejo y laberíntico universo de Pink Floyd y con ese objetivo la hemos estructurado en apartados muy concretos para que el neófito pueda conocer a la banda sin perderse en intrincados vericuetos, al tiempo que el aficionado seguidor tenga a mano una herramienta de consulta ágil y eficaz. Su única pretensión es hacer un relato ameno y documentado de los hechos y los días de una banda que protagonizó algunos momentos más revolucionarios del rock & roll y la cultura popular del siglo XX. Queda a tu juicio, lector, si lo consigue o no. Yo me sigo quedando con la duda de qué quería decir Roger Waters con aquello de: «Soy el hombre que desde afuera mira lo de dentro».
La historia oficial cuenta que Pink Floyd nació el 5 de junio de 1964, cuando a Syd Barrett se le ocurrió unir los nombres de dos viejos músicos de blues para rebautizar definitivamente a un serie de bandas que se habían sucedido sin mayor éxito y en las que el núcleo duro estaba integrado por Roger Waters, Nick Mason y Rick Wright, junto al propio Syd, por supuesto. Quizá la fecha del bautismo de la banda sea una convención, pero eso carece de importancia, lo significativo es que los cuatro soñaban con convertirse en estrellas del rock y lo lograron, superando, para bien y para mal, sus propias expectativas. ¿Pero quién eran y de dónde venían aquellos veinteañeros llamados a revolucionar la historia de la música rock?
Roger Keith Barrett nació el 6 de enero de 1946 en el seno de una numerosa familia de clase media alta de Cambridge. Él y sus cuatro hermanos gozaban de la acomodada vida que proporcionaba la profesión de su padre, Arthur Max Barrett, un eminente doctor de la Universidad de Cambridge que murió de un cáncer cuando él se disponía a cumplir los 16 años, lo que marcó profundamente su vida y su futura personalidad desequilibrada. Su madre, Winifred, siempre alentó su innato espíritu artístico, aunque él en principio se inclinaba más por las artes plásticas y por la literatura, que por la música. Aun así, Barrett aprendió a tocar el piano y más tarde se pasó progresivamente al ukelele, el banjo y la guitarra acústica. A los 15 años, consiguió su primera guitarra eléctrica, que curiosamente le enseñó a manejar con destreza su amigo David Gilmour, su futuro sustituto en la banda y con quién en sus años universitarios realizaría un viaje por el sur de Europa. También conocía desde niño a Roger Waters, cuya madre fue profesora de Syd. Por aquellos días la casa de Barrett, con una madre muy permisiva, era el punto de encuentro donde sus amigos del instituto se reunían para charlar, fumar y, sobre todo, escuchar música, lo que le convirtió en una figura popular a pesar de su carácter un tanto introvertido. Comenzó a tocar de forma muy improvisada y se fabricó su propio amplificador. Escuchaba mucha y muy variada música, desde bluesmen como Jimmy Reed a rockeros como Chuck Berry, pasando por Bob Dylan, a quién dedicó su canción «Bob Dylan Blues», después de verle actuar en directo cuando tenía 18 años. Su nombre viene de esta época, cuando comenzaba a frecuentar un local de su barrio, el Riverside Jazz Club, en el que prácticamente vivía un batería que se llamaba Sid Barrett, y la coincidencia del apellido llevó a la parroquia del local a apodar al neófito con la variante ‘Syd’. Tuvo su bautismo musical en un grupo de amigos, Geoff Mott and the Mottoes, en el que tocaba la guitarra junto a Nobby Clarken, con Geoff Mott a la voz, Tony Sainty al bajo y Clive Wellham a la batería. A esa formación siguió en 1963 Those Without, con Alan ‘Barney’ Barnes, guitarrista y Steve Pyle, batería, y en 1964 The Hollering Blues, integrada por Ken Waterson, cantante, de nuevo Barnes y Pyle, que también eran amigos de Gilmour, y Peter Glass. Ambas fueron bandas de corta vida y escasa notoriedad, que practicaban un rhythm & blues de segunda generación con excesivos alardes de improvisación y que de algún modo preconizaban lo que sería su impronta en su banda definitiva.