Erica Jong
Miedo A Los Cincuenta
Título original: Fear of Fifty
Traducción: Mariano Antolín Rato
A mi hija, Molly
– ahora te toca a ti.
Gracias especiales a mis intrépidas editoras: Gladys Justin Carr, vicepresidenta y editora asociada de HarperCollins, y Tracy Devine, de HarperCollins de Nueva York; y a Carmen Callil y Alison Samuel, de Chatto amp; Windus de Londres. Gracias también a Ed Víctor, Joni Evans, Ken Burrows y Mari Schatz, mis primeras lectoras, sección de aplausos y pateos, y editoras extraoficiales. En mi primer libro, me molestaron las supresiones y sugerencias. En éste, el decimosexto, estoy profundamente agradecida. Sin embargo, como con mi vida, los defectos son sólo míos.
La cita de «For Sheridan», de Robert Lowell, procede de su colección Day by Day y se reproduce con permiso de Faber amp; Faber Ltd.; la de «In Memory of Sigmund Freud», de W. H. Auden, procede de sus Collected Poems, editados por Edward Mendelson, también con permiso de Faber amp; Faber Ltd.
Nunca actúes después del número de los perros
«Uno sabe que anda de capa caída cuando se interpreta a sí mismo en la versión cinematográfica de su vida», solía advertirme mi padre cuando yo tenía nueve años. Entonces no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
Él había dejado el mundo del espectáculo para dedicarse con éxito a los negocios de tchotchke, y aunque compraba y vendía cerámica y muñecas antiguas falsas, todas sus metáforas procedían de la otra profesión que había dejado cuando tenía veinte años y pico.
«Nunca actúes después del número de los perros» era su otra expresión favorita. Yo tampoco sabía nunca lo que quería decir. O cómo aplicarlo a mi vida. Pero resultó que la vida me iba a enseñar esas dos lecciones.
– Deberías dejarlo, mamá -dice mi hija-. Eres una escritora de los años setenta -mi hija emplea «años setenta» como sinónimo de «la edad de piedra»-. Los chicos de mi clase dicen que escribes pornografía… ¿Es verdad?
Le explico a Molly que a las mujeres que fuerzan los límites las tratan con algo menos que respeto, y le doy Miedo a volar para que lo lea. Va sentada absorbida por el libro en un tren de Venecia a Arezzo el verano de su decimotercer cumpleaños. Cada pocos minutos levanta la vista hacia mí y pregunta:
– Oye, mamá, ¿esto pasó de verdad? -o-: ¿Quién era en realidad este tío?
Le cuento la verdad. Del modo más divertido que sé. Hacia las cien páginas del libro, pierde interés y agarra El guardián entre el centeno.
Un año después, durante una gira de promoción de The Devil at Large («El diablo anda suelto»), mi libro sobre Henry Miller, Molly confía a Wilder Penfíeld III, del Toronto Sunday Sun:
Yo sigo la política de no leer los libros de mi madre porque la verdad es que me asustan. ¡Leí cien páginas de Miedo a volar y me puse tan nerviosa! he preguntaba sin parar: «¿Hiciste esto de verdad?» Estaba muy desconcertada. Tuve que dejar de leer.
Molly sonríe de satisfacción cuando toman notas de todas sus opiniones. Se muere por hacer un solo sobre «Los maridos de mi madre» -«hace mutis por la derecha del escenario, marido número 1, entra por la izquierda del escenario, marido número 2, etcétera»-, pero yo le lanzo una mirada fulminante y le doy una patada por debajo de la mesa.
A los catorce años, Molly ya sabe que yo soy su material, igual que sabe que a veces ella ha sido el mío. Si tiene que cargar con una madre escritora, se tomará la venganza con palabras.
Molly nunca está perdida con las palabras.
Nadie podría hacerla actuar después del número de los perros.
Conque aquí estoy yo con cincuenta años, colgada entre las generaciones. He quedado reducida a una especie de eslabón perdido en la cadena evolutiva. Tengo todos esos consejos de mi padre y todos esos solos de mi hija. En cierto modo hago que tenga sentido todo eso.
Así es como nació este libro.
Él cumple cincuenta años. Ella no.
A los cincuenta años, lo que menos deseaba era una celebración pública. Tres días antes de mi cumpleaños me largué a un balneario en las Berkshire con mi hija, entonces de trece años, Molly; dormía en la misma cama que ella, nos reíamos antes de dormir, hacía ejercicio físico el día entero (como si fuera una persona activa, y no sedentaria), aprendía recetas vegetarianas, hacía que me quitaran las espinillas, me daban masajes en la carne fofa, tensaba los músculos, y pensaba en la segunda mitad de mi vida.
Estos pensamientos alternaban entre el terror y la aceptación. Cumplir cincuenta años, pensaba, es como volar: horas de aburrimiento puntuadas por momentos de intenso terror.
Cuando, la tarde del día de mi cumpleaños, llegó mi marido (que comparte el mismo día de nacimiento pero es un año mayor), tuve que adaptarme a la interrupción de mi mundo de mujer. Le gustó la comida pero hizo bromas sobre las tonterías holísticas. Su crítico y satírico ojo masculino no echó a perder del todo mi recogimiento, pero en cierto modo lo empañó. Yo estaba haciendo ejercicios interiores en forma de ejercicios exteriores, y la presencia de él hizo que ese interior funcionara con más dificultad.
A los hombres de verdad no les gustan los balnearios.
El año anterior, cuando él cumplió los cincuenta, yo le había organizado una fiesta. Mandé invitaciones que decían:
ÉL CUMPLE CINCUENTA AÑOS.
ELLA NO.
VEN A QUE LO CELEBREMOS.
Yo todavía no era capaz de encarar los cincuenta años, conque sabía que no quería que él hiciera lo mismo en mi cincuenta cumpleaños. Tampoco quería hacer lo que había hecho Gloria Steinem: celebrar un baile benéfico, reunir dinero para las mujeres, y aparecer esplendorosa con un vestido de noche, con los hombros brillando de purpurina, como brillaban los encantadores hombros de Gloria, y decir:
– Este es el aspecto que se tiene a los cincuenta años.
¿Quién podría dejar de admirar una declaración tan valiente de las mujeres mayores? Pero yo dudaba entre el deseo de cambiar la fecha en mi entrada en el Quién es quién y el deseo de trasladarme a Vermont y dedicarme a la horticultura orgánica con pantalones atados con una cuerda y alpargatas.
Necesitaba algo privado, de mujer, y contemplativo, para hacer cara a esos sentimientos en conflicto. Un balneario era perfecto. Y mi hija era la compañera perfecta; y eso a pesar de que sus salidas de tono de adolescente no excluían a nadie, y a su madre la que menos. Con todo, hay algo en una mujer que cumple los cincuenta años que es cosa de mujer, de madre -cosa de hija-, y que no se comparte con el mundo masculino, ni siquiera con los representantes de ese mundo a los que se ama y quiere.
Mi marido y yo siempre hemos celebrado mucho nuestros cumpleaños, en parte porque son el mismo día y porque, como nos hemos conocido en la edad madura, después de que se hubieran ido a pique muchas relaciones, consideramos un tesoro la sincronía de nuestros nacimientos durante la II Guerra Mundial, un mundo de cupones de racionamiento y miedo a las invasiones del Eje que sólo recordamos vagamente gracias a las historias familiares. Un año llevamos a nuestras hijas a Venecia -mi ciudad mágica-; otro año celebramos un gran festejo en nuestro nuevo apartamento de Nueva York -adquirido conjuntamente-, el signo definitivo de nuestro compromiso en un mundo donde los matrimonios mueren como chinches.
Pero cincuenta años son algo diferente para una mujer que para un hombre. Cincuenta años suponen un paso más radical al otro lado de la vida, y esto era algo que no podíamos compartir. Dejémosle que se burle de las cuestiones relacionadas con la
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