Lolita Bosch San - La familia de mi padre
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- Libro:La familia de mi padre
- Autor:
- Editor:Mondadori
- Genre:
- Año:2014
- Índice:3 / 5
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La familia de mi padre: resumen, descripción y anotación
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La familia de mi padre — leer online gratis el libro completo
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La elaboración de esta obra ha recibido una subvención de la Institució de les Lletres Catalanes para la creación de obras literarias en 2006.
Por la confianza, muchas gracias.
Y muchas gracias también a Raquel Castellà, estuche de una memoria que no es la suya.
Pero este libro es para Álex, que ha vuelto. Para que quede escrito aquí, en esta dedicatoria, un lugar en el que estar con sus padres: Albert y Jenny.
Todo nos parece siempre blanco o negro. Porque nos cuesta mucho entender que algunas cosas puedan ser blancas y negras a la vez. Que hay cosas reales e irreales al mismo tiempo.
Algunas de estas cosas, además, no se pueden decir con palabras. Y, no obstante, resulta fascinante intentarlo.
TIM BURTON
Soy, como hombre de letras, de imaginación escasa, más bien elemental: todo lo he visto o vivido.
JOAN SALVAT-PAPASSEIT
Yo no nací en un lugar sino en una historia. Y cuando me llamaron para decirme que mi padre había muerto estaba a diez mil kilómetros de aquí. En aquel instante la tierra se sacudió y un fuerte terremoto me obligó a dejarlo todo y salir de casa. Corriendo como si quisiera perseguir las palabras de mi madre: «Ha muerto papá».
«Detente», le pedí a mi padre mientras bajaba asustada las escaleras.
Y al llegar a la calle, esperé.
Luego volví a casa sofocada, como si me hubiera sacudido yo, no el mundo, y traté de serenarme. De recuperar las palabras de mi madre y entender lo que me había dicho antes que todo se moviera: que ahora yo, ya no era sólo yo. Era yo sin mi padre.
Y que no tendría tiempo de llegar a su entierro.
Dos días después le hicieron un funeral, lo cremaron y metieron sus cenizas en una urna. Al cabo de un tiempo su viuda alquiló un barco con el fondo de cristal y fue a esparcir el cuerpo volátil de mi padre en las islas Medes, delante del pueblo de L’Estartit.
Y mi padre se quedó ahí flotando, como una nube.
Ese día, yo tampoco estaba.
Tardé todavía un par de años en visitar la tumba natural de mi padre. Una mañana de invierno en que me llevó un amigo de la infancia y le pedí: «No entres al pueblo, vamos a ver las Medes desde la desembocadura del Ter».
La desembocadura del río Ter es un paraje natural habitado por patos salvajes que yo visitaba con frecuencia cuando era pequeña. Iba a pescar o a remontar el río en una barca de madera. Y desde ahí observaba, majestuosas, las islas Medes y la casa en la que veraneaba la familia de mi padre, que a mí me parecía un balcón encima del mar: volar enfrente de las Medes. Un lugar tan parecido a otra nube, que toda la vida he soñado que si de niña hubiese estirado el brazo, desde la cama, las hubiera podido tocar. Sin levantarme.
Y éste es un sueño que desde entonces he tenido a menudo.
Porque a las Medes íbamos mucho y teníamos la sensación que eran un poco nuestras. Las conocíamos bien. Sabíamos dónde bañarnos sin corriente, las rocas en las que los contrabandistas escondían el tabaco durante la guerra y el ruido que hacían los conejos salvajes cuando nos acercábamos a sus madrigueras. Íbamos a nadar cerca de una de sus calas casi todas las mañanas de verano, en una lancha motora que tenía mi tío Remo. Y algunas noches, cuando mis primos pequeños dormían, yo volvía a las Medes con mi abuelo, mi padre, mi tío y mi hermano. A pescar el congrio. Salíamos de casa al anochecer y caminábamos hasta el puerto. Entonces nos cubríamos con unos impermeables amarillos y cargábamos en la lancha de mi tío un cubo, una linterna para deslumbrar al congrio y un salabre para subirlo a la embarcación. Y cuando lo pescábamos y lo dejábamos morir de asfixia, todos nos esforzábamos por no mirar cómo se retorcía hasta la muerte aquel animal que medía más de un metro y tenía cuerpo de serpiente.
Recuerdo haber pescado unos cuantos congrios, aunque no tengo memoria de habérmelos comido nunca.
Esto pienso hoy, una mañana de invierno en que hace un poco de sol y un poco de viento y me he sentado a mirar las islas Medes desde la desembocadura del río Ter mientras trato de estar una vez más con mi padre. Aunque sólo consigo ver la luz de la linterna, escuchar el ruido que hacían los conejos salvajes cuando nos acercábamos y la cola del congrio golpeando desesperadamente el cubo. Y escucho también a mi tío Remo reírse porque mi abuelo, mi padre y mi hermano visten de amarillo.
Y entonces sí: entonces siento, finalmente, aquel temblor a diez mil kilómetros que me obligó por un instante a dejarlo todo.
Este libro es para mi padre, para mi hermano,
Rómulo Bosch.
Aunque mentiré porque
yo no nací en un lugar sino en una historia. Vengo de un pasado hecho con cosas que no se pueden decir y que se han convertido a sí mismas en una ciudad inventada. Este libro es una de ellas. Lo que permanece de la familia de mi padre, su rastro, su estela: el relato casi orgánico con el que comencé a narrar. Porque este libro con aroma de fruta recién arrancada y pescado agonizando en un cubo es en realidad mi primer libro, aunque no lo hubiera escrito antes. De aquí es de donde vengo. Ésta es mi semilla. Una historia constantemente explicada, un impulso. Un lugar escurridizo habitado por personajes casi reales que se mezclan con otros personajes que entre todos hemos inventado. Por esto ahora que he vuelto y me he detenido dando un salto silencioso para plantarme en tierra firme, como una cigüeña cuando aterriza, he revisado el trazo de una herencia extraña, compacta y transparente, y he podido escribir: Yo no nací en un lugar sino en una historia. Vengo de una ciudad imaginada que comienza en el horizonte, desde donde se ve por primera vez la silueta de un puerto que a pesar de que yo no lo sienta como algo cercano, lleva mi apellido: Moll Bosch i Alsina, las escaleras que surgen del mar,
a los pies de un barrio gótico,
en la Ciutat Comtal de Barcelona,
en la costa de Catalunya,
al oeste septentrional del mar Mediterráneo,
en Europa.
Aquí.
Como una escalinata,
en un trozo de puerto de unos trescientos metros de longitud que se llama como mi tatarabuelo después de cambiar tres veces de nombre: Moll de la Muralla, Moll de la Fusta y ahora Moll Bosch i Alsina. Como si las agujas del reloj hubieran llegado a alguna parte y finalmente se hubiesen detenido –sloc.
Después de esto: el año 1900, cuando cambió por primera vez un siglo en nuestra memoria inmediata y fragmentada de hoy.
Y de esto: que nuestros antepasados tuvieran el mismo miedo a que sucediera algo distinto que tendríamos nosotros cien años después.
Y también después de esto otro: cuando comenzaron las obras para ampliar y modernizar el puerto de Barcelona y junto al edificio flotante del Real Club de Regatas, unos carros de caballos barnizados de negro y dorado esperaban a los viajeros para llevarlos a los hoteles más hermosos de la ciudad: el Continental, Hotel Oriente, España.
Después de todo, y muchos años antes de ahora, un puerto se detuvo al cambiar un siglo, a pesar del miedo, enfrente de un edificio flotante, junto a un montón de maderas amontonadas y letras escritas en los barcos con pinturas antiguas que apenas resistían el salitre. Antes el tiempo se inventó un mundo que yo heredé sin conocer. Un mundo que nunca he tenido la sensación que fuera mío, que no he querido y que ni siquiera me había parecido cercano hasta que me percaté de un suceso estrictamente literario que comenzó a jalar de un hilo que al final lleva atada una cartulina en la que estaba escrita la palabra TIEMPO:
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