Herodoto - Los Nueve Libros De La Historia Libro Ii Euterpe
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LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA
HERODOTO
LIBRO II - EUTERPE
Después de la muerte de Ciro, heredó el reino Cambises, hijo de Ciro y de Casandana, hija de Farnaspes; cuando ésta había muerto, Ciro hizo gran duelo, y ordenó a todos sus súbditos hacer duelo. Hijo de esta mujer y de Ciro, Cambises, contaba como esclavos heredados de su padre a los jonios y a los eolios, y preparaba una expedición contra el Egipto, tomando consigo entre otros súbditos, a los griegos, de quienes era señor.
Antes del reinado de Psamético, creían los egipcios que eran los hombres más antiguos. Pero desde que Psamético comenzó a reinar y quiso saber quiénes eran los más antiguos, desde entonces piensan que los frigios son más antiguos que ellos, y ellos más que todos los demás. Psamético, como en sus averiguaciones no pudo dar con ningún medio de saber cuáles eran los hombres más antiguos, discurrió esta traza. Entregó a un pastor dos niños recién nacidos, de padres vulgares, para que los criase en sus apriscos de la manera siguiente: mandóle que nadie delante de ellos pronunciase palabra alguna, que yaciesen solos en una cabaña solitaria, que a su hora les llevase unas cabras, y después de hartarles de leche les diese los demás cuidados. Esto hacía y encargaba Psamético, deseoso de oír la primera palabra en que los dos niños prorrumpirían, al cesar en sus gritos inarticulados. Y así sucedió. Hacía dos años que el pastor procedía de tal modo, cuando al abrir la puerta y entrar, cayeron a sus pies los dos niños, y tendiéndole las manos, pronunciaron la palabra becos. La primera vez que lo oyó el pastor, guardó silencio, pero como muchas veces al irlos a ver y cuidar, repetían esa palabra, dió aviso a su amo, por cuya orden condujo los niños a su presencia. Al oírlos a su vez el mismo Psamético, indagó qué hombres usan el nombre becos, e indagando halló que así llaman al pan los frigios. De tal modo, y razonando por tal experiencia, admitieron los egipcios que los frigios eran más antiguos que ellos. Que pasase en estos términos yo mismo lo oí en Menfis de boca de los sacerdotes de Hefesto, si bien los griegos, entre otras muchas necedades, cuentan que Psamético mandó cortar la lengua a ciertas mujeres, y ordenó después que los niños se criasen con ellas.
Todo esto decían sobre la crianza de los niños. También oí otras noticias en Menfis conversando con los sacerdotes de Hefesto; y me dirigí a Tebas y a Heliópolis por este mismo asunto, para ver si concordarían con los relatos de Menfis, ya que los sacerdotes de Heliópolis son tenidos por los más eruditos del Egipto. En esos relatos, lo que escuché tocante a los dioses no estoy dispuesto a narrarlo (salvo solamente sus nombres), pues juzgo que acerca de ellos todos los hombres saben lo mismo. Cuanto en este punto mencione, lo haré forzado por el hilo de la narracion.
Tocante a las cosas humanas, decían a una voz que los egipcios habían sido los primeros entre todos los hombres en inventar el año, dividiéndolo en las doce partes correspondientes a las estaciones, y decían que habían inventado esto gobernándose por las estrellas. A mi entender, calculan más sabiamente que los griegos, pues los griegos intercalan cada tercer año un mes por razón de las estaciones, pero los egipcios, calculando treinta días para cada uno de los doce meses, añaden a este número cinco días cada año, y así el ciclo de las estaciones, en su curso, se les presenta siempre en la misma fecha. Decían también que los egipcios habían sido los primeros en introducir los nombres de los doce dioses, y que de ellos los tomaron los griegos; los primeros en asignar a los dioses altares, estatuas y templos, y en tallar figuras en la piedra. Y en cuanto a la mayor parte de tales pretensiones, demostraban con hechos que así había sucedido. Añadían que Min fue el primer hombre que reinó en Egipto; en sus tiempos, el Egipto todo, fuera del nomo de Tebas, era un pantano, y que nada aparecía entonces de cuanto terreno aparece ahora más abajo del lago Meris, distante del mar siete días de navegación, remontando el río.
Y me parece que discurrían bien acerca de su país, ya que es evidente, aun sin haberlo oído antes, con sólo verlo, para quien tenga entendimiento, que el Egipto adonde navegan los griegos es para los egipcios tierra adquirida y don del río, y lo mismo la región que está más arriba de ese lago, hasta tres días de navegación, acerca de la cual nada de eso decían los sacerdotes, pero es semejante. Pues la naturaleza de la tierra del Egipto es ésta: ante todo, cuando todavía estás navegando, distante de tierra un día de singladura, si echas la sonda, sacarás lodo, y hallarás once brazas de profundidad. Lo cual prueba que hasta allí llega el poso del río.
En segundo lugar, la extensión del Egipto a lo largo del mar, es de sesenta esquenos, según nosotros limitamos al Egipto, desde el golfo Plintinetes hasta el lago Serbónide, junto al cual se dilata el monte Casio; a partir de este lago, pues, es de sesenta esquenos. Los que son pobres en tierras, miden el suelo por brazas; los que son menos pobres lo miden por estadios; los que poseen mucha tierra por parasangas, y los que poseen inmensa extensión, por esquenos. La parasanga equivale a treinta estadios, y el esqueno, medida egipcia, a sesenta estadios. Así que la costa del Egipto sería de tres mil seiscientos estadios de largo.
Desde Heliópolis, penetrando en el interior, es el Egipto ancho, del todo llano, bien regado y cenagoso. Para subir desde el mar hasta Heliópolis, hay un camino más o menos del mismo largo que el camino que lleva desde Atenas, comenzando en el altar de los doce dioses, hasta Pisa y el templo de Zeus Olímpico; si se hiciese la cuenta, se hallaría pequeña la diferencia entre estos dos caminos, no más de quince estadios, pues al que va de Atenas a Pisa le faltan cinco estadios para tener mil quinientos, y el que va del mar a Heliópolis llega a este número cabal.
De Heliópolis arriba, es el Egipto angosto. Por un lado se extienden los montes de Arabia, desde el Norte al Mediodía y al viento Noto, avanzando siempre tierra adentro hasta el mar llamado Eritreo; en ellos están las canteras que se abrieron para construir las pirámides de Menfis. Los montes terminan en este punto, y hacen un recodo hacia el lugar que tengo dicho; allí donde son más largos, según averigüé, llevan dos meses de camino de Levante a Poniente y su extremo oriental produce incienso. Así son estos montes. En la parte de Egipto, confinante con la Libia, se extienden otros montes pedregosos, donde están las pirámides; están cubiertos de arena, y se extienden en la misma dirección que la parte de los montes de Arabia que se dirige al Mediodía. Así, pues, a partir de Heliópolis la región no es vasta, para ser del Egipto; y, durante catorce días de navegación río arriba, el Egipto es estrecho, siendo el valle entre los montes referidos una tierra llana. Y allí donde es más estrecho, me pareció tener aproximadamente no más de doscientos estadios desde los montes llamados Arábigos hasta los Líbicos. A partir de allí, el Egipto es otra vez ancho.
Tal es la naturaleza de este país. Desde Heliópolis hasta Tebas hay nueve días de navegación, trayecto de cuatro mil ochocientos sesenta estadios; que son ochenta y un esquenos. Sumando los estadios que tiene el Egipto: la costa, como he demostrado antes, tiene tres mil seiscientos, y ahora indicaré qué distancia hay desde el mar hasta Tebas tierra adentro: seis mil ciento veinte, y desde Tebas hasta la ciudad llamada Elefantina hay mil ochocientos estadios.
La mayor parte de dicho país, según decían los sacerdotes, y según también me parecía, es una tierra adquirida por los egipcios. Porque el valle entre los montes de que he hablado, que se hallan arriba de la ciudad de Menfis, se me figuraba que había sido en algún tiempo un golfo marino, como la comarca de Ilión, la de Teutrania, la de Efeso y la llanura del Meandro, para comparar estas pequeñeces con aquella grandeza, ya que ninguno de los ríos que cegaron estos parajes merece compararse en tamaño con una sola boca del Nilo que tiene cinco. Cierto que hay otros ríos que, sin tener la grandeza del Nilo, han producido grandes efectos; yo puedo dar sus nombres, principalmente, el del río Aqueloo, que corriendo por Acarnania y desembocando en el mar, ha convertido ya en tierra firme la mitad de las islas Equínades.
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