© Ariel Ávila, 2020
© Editorial Planeta Colombiana S. A.
Calle 73 n.° 7-60, Bogotá
www.planetadelibros.com.co
Primera edición: mayo de 2020
ISBN 13: 978-958-42-8848-6
ISBN 10: 958-42-7820-7
Impresión: xxxxxxx
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
A los miles de líderes y lideresas sociales que entregaron sus vidas por un mejor país. Escribiendo estas páginas recordé un hecho que marcó este baño de sangre: cuando apenas comenzaba mi trabajo de investigador, asesinaron a Ana Fabricia Córdoba. A ella la violencia la persiguió de manera implacable. A su memoria.
INTRODUCCIÓN
Las cifras oficiales de la Defensoría del Pueblo indican que cada dos días es asesinado un líder social en Colombia; al sumar amenazas, atentados, desapariciones forzadas y otro tipo de ataques, se podría decir que diariamente se cometen dos victimizaciones. Entre 2016 y 2019 fueron asesinados alrededor de seiscientos líderes sociales. Departamentos como Cauca, Antioquia y Valle del Cauca han sufrido un verdadero baño de sangre. Se podría decir que se está masacrando la democracia colombiana.
La particularidad de este fenómeno es que la mortandad parece invisible. Si bien es clara la sensibilidad que despiertan los casos, pareciera que la mayoría de la población ve la victimización como una tragedia de alguien ajeno a nuestra sociedad, es decir, muchos lamentan los homicidios, pero piensan que al final no los afectan. Incluso, la mayoría de los colombianos creen que la democracia no tiene problemas y que, aunque hay corrupción, los problemas en general son ‘normales’. De hecho, buena parte de los ciudadanos creen que los problemas reales están en Venezuela o en naciones abiertamente dictatoriales. No aquí. Me atrevo a decir que la principal conclusión del libro es que la victimización a un líder social es una herida profunda para la democracia. Es como si la estuviéramos matando.
El presente libro intenta responder tres preguntas. Por un lado, las cuestiones obvias: quién está matando los líderes sociales y por qué. Pero hay una inquietud adicional: qué pasa en las zonas o territorios donde estos líderes fueron asesinados o amedrentados. Los hallazgos son increíbles.
En general se puede decir que la destrucción de los liderazgos y de los movimientos sociales está llevando a la creación en Colombia de autoritarismos subnacionales, unos enclaves autoritarios donde no hay oposición, nadie hace control político y en general se da una situación de homogeneización política en la que el disenso es castigado con la muerte o el desplazamiento.
Estas formas de gobierno son controladas por clanes políticos, algunos con abiertos vínculos ilegales y otros con la imagen ya lavada, según la zona. Lo cierto es que la victimización a líderes lleva a la instauración de esos enclaves. Dichos sistemas de facto funcionan bajo la modalidad de autoritarismos competitivos porque participan en las elecciones y aparentan respetar el sistema democrático, pero en el fondo no existe oposición ni control político y en consecuencia las elecciones no son equitativas.
Otra idea interesante es que la violencia procesa la dinámica política. Durante las elecciones de 2019 se produjo un aumento importante de hechos violentos contra candidatos. Igualmente, en muchos casos se detectó que los líderes afectados eran aquellos que presentaban denuncias o simplemente enviaban derechos de petición para obtener información sobre contratación o inversión pública. A nivel local se ven como personas que cuestionan la estructura de poder dominante y automáticamente son víctimas de agresiones. Estas disputas son palpables en los niveles municipal, departamental y nacional, pero también se registraron numerosos episodios de violencia por el poder en niveles micro, como en las Juntas de Acción Comunal.
Así, la utilización de la violencia se convirtió en una costumbre para tramitar disputas políticas. A esta práctica se suma la disponibilidad de un mercado criminal bastante amplio en Colombia. Es lo que se podría denominar el reciclaje de una guerra. Producto de las décadas de conflicto armado y de la economía de guerra, en muchos lugares de Colombia existe un “ejército de reserva criminal”, es decir, mercenarios que venden servicios de seguridad al mejor postor. Un alcalde, un político, un empresario, un compañero de una Junta de Acción Comunal o cualquier ciudadano puede contratar sicarios y mandar a asesinar líderes sociales.
Luego de la revisión de datos, el análisis geográfico, versiones de organizaciones sociales y autoridades, es posible llegar a cinco grandes conclusiones.
La principal es que el que mata no es el mismo y en eso el Gobierno tiene razón, pero la sistematicidad pareciera estar desde el perfil de la víctima. No mata el mismo, pero matan a los mismos. Los perfiles de los asesinados son muy parecidos. Esto plantea una diferencia sustancial entre autores materiales de los asesinatos, en su mayoría sicarios, y los determinadores o autores intelectuales. Pareciera que el Estado colombiano se concentra en los primeros para negar la sistematicidad. A los sicarios los contratan actores legales e ilegales y muchas veces no saben quién les pagó.
De fondo, esta conclusión resuelve el debate eterno entre la sistematicidad y la no sistematicidad de las agresiones. De hecho, hay una notable concentración geográfica en la victimización a líderes sociales. Los peores índices están registrados en los departamentos de Antioquia, Valle del Cauca y Cauca. Es decir, matan perfiles similares y en los mismos sitios. Por tanto, decir que este fenómeno es aleatorio e imposible de prevenir resulta a todas luces falso. Hay un argumento adicional, como se verá en el primer capítulo: estas concentraciones son muy parecidas a las que se dieron durante la época de la guerra sucia contra la Unión Patriótica. Durante más de treinta años se ha asesinado en las mismas zonas y es como si no hubiera pasado nada.
La segunda conclusión es que, al revisar los datos históricos, pareciera que la actual victimización a líderes sociales es una fase dentro de muchas otras en una historia larga de destrucción de la democracia. El primer estadio de esta situación se da con la violencia generalizada, donde ocurren muchos homicidios, masacres y desplazamientos forzados. Esta ola de violencia es corta y no dura más de unos cuantos años, hasta cuando se produce la homogeneización política, pues miles de personas salen de un territorio y en la zona sólo queda un grupo poblacional sometido a una estructura armada ilegal. Esto provoca modificaciones en el censo electoral, en la propiedad agraria y en el aparato productivo de la región. Los mejores ejemplos de esta situación son la costa caribe hace veinte años o en la actualidad el Bajo Cauca antioqueño.
Luego viene un segundo escenario, el de la violencia selectiva, que llama la atención porque los niveles de violencia generalizada descienden, pero la mayoría de los disensos han sido doblegados. Parecen territorios pacificados, pero en el fondo, las estructuras políticas beneficiadas de la ola de violencia avanzan en un proceso de consolidación y blanqueo de imagen que puede tardar varios años. El mejor ejemplo de este tipo de territorios es la región del Urabá, tanto antioqueño como chocoano.
Un tercer escenario se da cuando ya existe el autoritarismo: no hay oposición, los niveles de violencia generalizada y selectiva son muy bajos y la clase política beneficiada por la homogeneización está libre de apremios judiciales. El mejor ejemplo de este fenómeno es lo que actualmente sucede en la costa caribe colombiana.
Página siguiente