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Juan Ramón Rallo - Una revolución liberal para España

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Juan Ramón Rallo Una revolución liberal para España
  • Libro:
    Una revolución liberal para España
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    LIBRANDA PLANETA
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    2014
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Una revolución liberal para España: resumen, descripción y anotación

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Índice

Una Revolución Liberal para España

Introducción
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El extremismo en la defensa de la libertad no es ningún vicio. Y dejadme que os recuerde que la moderación en la defensa de la libertad no es ninguna virtud.

B ARRY M. G OLDWATER

La persona más peligrosa para cualquier gobierno es aquella capaz de pensar sin el corsé de las supersticiones y de los tabús convencionales. Esa persona inevitablemente llega a la conclusión de que su gobierno es deshonesto, insensato e intolerable.

H. L. M ENCKEN

En el año 2011, las economías occidentales llevaban ya cuatro años de crisis económica y los estragos de la misma comenzaban a percibirse en numerosos frentes: centenares de bancos descapitalizados, miles de empresas quebradas, millones de trabajadores desempleados y decenas de millones de familias con patrimonios enormemente menguados como consecuencia de la intensa depreciación de su vivienda. Fue en este caldo de cultivo en el que empezaron a brotar por todo el planeta movimientos populares de protesta agrupados bajo el genérico calificativo de «indignados». Su nota común, precisamente, era la indignación. Pero ¿indignación frente a qué?

Si atendemos al manifiesto que apadrinó a estas masas, el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel, la indignación brotaba contra un sistema económico donde los gobiernos decían ser incapaces de sufragar los servicios básicos del Estado de Bienestar instaurado tras la segunda guerra mundial. El remanso de paz social llegaba a su fin porque se malograban las expectativas de varias generaciones de personas acerca de la ilimitada providencia del sector público: lo inaceptable no era que el Estado se hubiese vuelto anoréxico, ni siquiera que hubiese dejado de crecer, sino que no podía seguir expandiéndose tanto como se había comprometido a hacer.

Al cabo, bajo ningún parámetro cabe considerar que los Estados occidentales se achicaran durante la crisis económica: en todos los países del G-7 (Estados Unidos, Canadá, Japón, Reino Unido, Francia, Alemania e Italia) y también en la llamada «periferia» europea (Portugal, Irlanda, Grecia y España) el Estado era mucho mayor en 2011 que en 2007, tanto en términos absolutos como relativos. En cinco años, el sector público de estos países se había expandido una media del 15 por ciento y en todos los casos superaba el 40 por ciento del PIB; en algunos lugares, como Grecia, Italia o Portugal, se ubicaba en el 50 por ciento y en otros, como Francia, alcanzaba casi el 60 por ciento.

Pero acaso lo más sorprendente no fuera esa suerte de espejismo colectivo que creía ver un proceso de desarme del Estado cuando éste estaba acumulando un mayor poder que en ningún otro momento de la historia, sino que la indignación se dirigía contra un presunto acontecimiento (el achicamiento del sector público) que siglos atrás hubiese sido motivo de celebración y regocijo colectivo entre los ciudadanos. En su momento, los hombres libres no luchaban por agrandar el tamaño y el poder del Estado, sino por reducirlo a su mínima expresión. Lo que los indignados consideraban un fundamentado casus belli contra el conjunto del sistema, habría sido reputado por esos hombres libres de antaño como la más básica de las conquistas sociales. Thomas Jefferson proclamó que «el mal gobierno deriva del mucho gobierno»; Thomas Paine sentenció que «la obligación de un patriota es proteger a su país de su gobierno»; el revolucionario americano Patrick Henry aseveró: «La Constitución no es un instrumento para que el gobierno le ponga límites a la sociedad, sino un instrumento para que la sociedad le ponga límites al gobierno»; el periodista estadounidense John L. O’Sullivan dejó escrito que «el mejor gobierno es el que menos gobierna»; y el escritor David Henry Thoreau llegó a afirmar que «el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto».

Semejante revolución copernicana —desde una indignación dirigida contra un Estado considerado demasiado grande, pese a ser mucho más pequeño que el actual, hasta una indignación dirigida contra un Estado considerado demasiado pequeño, pese a ser mayor que en cualquier otro momento histórico— puede atender a dos circunstancias mucho más interrelacionadas de lo que inicialmente podría parecer. La primera, insuficiente por sí sola, es que los Estados modernos fueron capaces de multiplicar sus dadivosas promesas a la ciudadanía porque, previamente, saquearon a esa misma ciudadanía con un confiscatorio sistema tributario: despojados los ciudadanos de gran parte de sus propiedades, sólo les quedaba encomendarse a esas incumplidas promesas de sobregasto estatal para ver colmadas sus aspiraciones vitales. En este sentido, la indignación tendría un cierto componente de cliente insatisfecho: los ciudadanos aceptaron soportar una presión fiscal superlativa a cambio de unos servicios estatales cuya cantidad y calidad se percibían en progresivo deterioro. Pero, a buen seguro, este hecho sólo puede explicar una parte menor del enfado generalizado de una población que se oponía con igual fiereza a todo proceso privatizador que fuera aparejado a una minoración de la losa tributaria.

La razón de fondo de esa indignación favorable al hiperestado es que la mayor parte de los individuos ha terminado creyendo que un sector público gigantesco resulta imprescindible para disfrutar de una sociedad cada vez más libre y próspera. Con un Estado pequeño —se asume— la mayor parte de la población quedaría pauperizada y desamparada frente a un sistema, el capitalista, profundamente inhumano y antisocial: los ciudadanos piensan que no pueden vivir sin el Estado y en gran medida lo piensan porque desconocen cómo vivir sin el Estado.

He ahí el motivo por el que estas dos posibles explicaciones de la indignación popular estaban más interrelacionadas de lo que en principio parecía: conforme el Estado ha ido creciendo a costa de la sociedad, los individuos han ido olvidando cómo vivir sin el Estado. En nuestra época, la vida de cualquier persona, desde la cuna a la sepultura, se desarrolla absolutamente subordinada al Estado: nace en hospitales públicos, se educa en escuelas públicas, se gana la vida dentro de un entramado de subvenciones, impuestos y regulaciones estatales, se jubila dentro del sistema público de pensiones y, finalmente, vuelve al hospital público para morir. Siendo el Estado tan omnipresente, apenas podemos concebir cómo sería nuestra existencia sin él: nuestra sociedad se ha vuelto Estado-dependiente y cualquier freno a su exponencial crecimiento es observado como un ataque directo contra el bienestar social.

La crisis económica, pese a haber sido cebada por los bancos centrales, unas burocracias estatales engendradas para privilegiar al sistema financiero, no sólo no ha contenido esta voluntariosa servidumbre hacia el sector público, sino que la ha alimentado. En tiempos de zozobra, la Administración es reputada como el garante último del bienestar individual, como el deus ex machina capaz de solventar todo problema, como la mutualidad de último recurso frente a la mayor de las incertidumbres. Lejos de huir del Estado, los individuos se lanzan a sus brazos buscando seguridad y si ese Estado es incapaz de proporcionársela, muestran su faz más indignada por considerar que son víctimas de un fraude político o de una conspiración plutocrática: todo menos quitarse la venda de los ojos y admitir que el Estado no sólo no es omnipotente, sino que todo el poder que pueda poseer deriva de habérselo arrebatado previamente al conjunto de la sociedad.

Más de dos décadas después de que el socialismo real certificara su fracaso con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, la planificación centralizada goza de una excelente salud. Sin duda, la gente podrá haberse desencantado de políticos y burócratas, pero sigue confiando ciegamente en el Estado: su problema con el Estado no reside en su naturaleza coactiva y violenta, sino en que, a su entender, no gestiona su poder absoluto en beneficio de la sociedad. Los indignados siguen buscando al mesiánico Prometeo que les entregue el divino fuego que les permita someter a la maquinaria estatal al bien común.

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