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Juan Ramón Rallo - Contra la renta básica

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Juan Ramón Rallo Contra la renta básica

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Índice

La alternativa liberal a la renta básica

El atractivo del liberalismo debe basarse en su superior ética y moralidad, no solamente en su mayor eficiencia para proporcionar bienes materiales. Y acaso más importante: los liberales deben ser capaces de identificar qué cosas concretas desea la gente (y que actualmente son provistas por el Estado) para explicar de qué modo estarían disponibles en el mercado bajo un sistema social y económico de corte liberal.

J ONATHAN R. M ACEY

Una vez demostrada la insostenibilidad ética de la redistribución de la renta en general y de la renta básica en particular, cabría pensar que ambas políticas estatales serán rechazadas por todo agente racional. Sin embargo, parece evidente que la mayoría de las defensas filosóficas de la renta básica (o a la redistribución de la renta, más en general) sólo son una racionalización ética a posteriori de un legítimo interés humano mucho más profundo: el deseo de tener garantizadas las necesidades básicas. Recordemos que, según Abraham Maslow, las necesidades humanas se organizaban en una pirámide con distintos niveles: necesidades básicas (alimentación, descanso y homeostasis); necesidades de seguridad (propiedad privada, seguridad física o salud), necesidades sociales (amistad, pareja o vínculos comunitarios), necesidades de reconocimiento (autoestima, confianza o éxito) y necesidades de autorrealización (hallar sentido a la vida desarrollando los potenciales propios como ser humano).

El liberalismo proporciona una alternativa en tres niveles a la renta básica

Es decir, el ser humano se preocupa, ante todo y sobre todo, de cubrir sus necesidades básicas y de seguridad antes que de insertarse en la sociedad. Sólo una vez cubiertos esos dos primeros niveles, cada persona busca un encaje cooperativo dentro de la sociedad. Se trata, en sí mismo, de un comportamiento poco ético a fuer de antisocial (las personas tienden a comportarse éticamente sólo cuando sus intereses primarios se hallan satisfechos) pero, en cualquier caso, de un comportamiento bastante humano: si la cooperación social de carácter voluntario que propugna el liberalismo fuera incapaz de cubrir las necesidades humanas esenciales, entonces el liberalismo sería una herramienta disfuncional para estructurar éticamente las bases de esa cooperación social amplia.

O dicho de otra forma: si la única alternativa que supiera ofrecer el liberalismo a la muy humana búsqueda de una garantía generalizada para las necesidades humanas esenciales que se propone asegurar con la renta básica fuera una ética del sacrificio («muy probablemente tus necesidades básicas no queden satisfechas, pero tienes que sacrificarte por el bien del resto de la sociedad»), entonces es dudoso que todas las prolijas argumentaciones anteriores, tratando de mostrar la falta de un sólido soporte ético para la renta básica, no resultaran demasiado convincentes. Mala utopía propuesta política sería el liberalismo si no pudiera ofrecer una convincente alternativa al riesgo de inanición personal.

Nuestro propósito en esta última parte del libro es precisamente la de mostrar por qué la aceptación de los principios de convivencia que establece el liberalismo (el acatamiento de la ética del respeto) sí permite dar respuesta a las razonables aspiraciones de garantía de las necesidades básicas del ser humano.

La alternativa que proporciona el liberalismo a la renta básica se articula a lo largo de tres niveles ordenados jerárquicamente de mayor a menor importancia, siendo además unos subsidiarios de los otros: el primer y más importante escalón estaría vinculado a las garantías individuales (renta patrimonial derivada del ahorro propio y contratación de seguros); el segundo a las garantías sociales voluntarias (relaciones familiares, mutualidades y filantropía); y el último a la garantía social obligatoria (rentas mínimas de inserción). Procedemos a desarrollar cada una de ellas.

La garantía individual Si los planes de acción son individuales la - photo 1

La garantía individual

Si los planes de acción son individuales, la responsabilidad fundamental por impulsarlos también deberá serlo: actuar endosándoles a otros la responsabilidad de los propios actos no sólo es injusto, sino que engendra unos incentivos tremendamente perversos. En este sentido, si un individuo desea tener garantizada la satisfacción de sus necesidades básicas y de seguridad, la carga principal para lograrlo le corresponderá a él mismo. Una sociedad asentada sobre principios de convivencia liberales le ofrece a cada persona esencialmente dos herramientas para ello: el ahorro y los seguros.

El ahorro consiste en apartar periódicamente una porción de nuestros ingresos corrientes para acumular un fondo al que poder recurrir en aquellos momentos en los que estos ingresos corrientes se reducen anormalmente o incluso desaparecen. La lógica es justo la de acumular trigo durante los años de vacas gordas para desacumularlo durante los años de vacas flacas; es prudente no consumir la totalidad de nuestros ingresos presentes ya que habrá momentos futuros en los que, con un mayor o menor grado de previsibilidad, careceremos de ingresos corrientes y, pese a ello, querremos seguir consumiendo. Ejemplos de estas situaciones en las que podemos carecer de ingresos corrientes a menos que hayamos ahorrado pueden ser: la ancianidad (carecemos de fuerzas o intelecto para seguir trabajando por culpa de la edad); la enfermedad o los accidentes (carecemos temporal o permanentemente de salud para trabajar); o el desempleo (no estamos transitoriamente ocupados en ninguna actividad que nos genere ingresos). El ahorro de la renta pasada, en suma, es el colchón al que recurrir durante todos esos momentos de adversidad.

Sin embargo, si una economía de mercado únicamente nos proporcionara un mecanismo para transformar un euro acumulado hoy en un euro desacumulado mañana, su capacidad potencial para garantizar a largo plazo la satisfacción de las necesidades básicas de los individuos sería más bien reducida. Por ejemplo, pensemos en el caso típico de la jubilación: si una persona quiere jubilarse a los sesenta y cinco años y espera vivir durante treinta años sin ingresos derivados del trabajo, necesitaría haber trabajado ininterrumpidamente durante cuarenta años (desde los veinticinco años) y haber ahorrado el 75 por ciento de su renta para poder lograrlo. Por fortuna, el mayor potencial de las economías de mercado no es la posibilidad de acumular en un fondo cerrado los ingresos presentes, sino la de rentabilizar ese fondo.

Y es que, como ya expusimos cuando criticamos al subconsumismo, el ahorro individual puede ser destinado a la inversión en bienes de capital que contribuyan a producir bienes y servicios en el futuro. De este modo, el ahorro no se queda estérilmente inmovilizado debajo del colchón, sino que contribuye a generar nuevos ingresos que, a su vez, pueden ser ahorrados e reinvertidos para generar otros nuevos ingresos. Es lo que se conoce como interés compuesto: intereses que generan intereses de manera exponencial (capital que se inmoviliza en inversiones cuyas rentas se reinvierten en nuevas inversiones).

Por ejemplo, un individuo que ahorrara 4.400 euros anuales durante treinta y cinco años y los reinvirtiera a una tasa de retorno media del 5,2 por ciento anual, tendría al finalizar esos treinta y cinco años un patrimonio de 491.000 euros. Esos más de 490.000 euros le permitirían vivir durante treinta años con una renta de 16.400 euros anuales o, invirtiendo ese patrimonio en activos menos volátiles que proporcionen una rentabilidad media del 3 por ciento anual, podría cobrar 14.750 euros anuales sin necesidad de consumir su fondo de ahorros. Acaso se considere que los supuestos de partida son absolutamente irreales: el ciudadano medio es incapaz de ahorrar 4.400 euros anuales y de rentabilizarlos al 5,3 por ciento durante treinta y cinco años. Pero 4.400 euros es la cotización por pensiones que pagan a la Seguridad Social española aquellos salarios brutos de 15.500 euros (el salario más frecuente en España) y el 5,3 por ciento es el rendimiento medio de los mercados bursátiles globales en los últimos ciento quince años (Rallo, 2014a, capítulo II.12).

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