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Löic Wacquant - Castigar a los pobres, el gobierno neoliberal de la inseguridad social (Loïc Waqcuant)

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Löic Wacquant Castigar a los pobres, el gobierno neoliberal de la inseguridad social (Loïc Waqcuant)
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    Castigar a los pobres, el gobierno neoliberal de la inseguridad social (Loïc Waqcuant)
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Castigar a los pobres, el gobierno neoliberal de la inseguridad social (Loïc Waqcuant): resumen, descripción y anotación

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CASTIGAR A LOS POBRES El gobierno neoliberal de la inseguridad social - photo 1
CASTIGAR A LOS POBRES

El gobierno neoliberal de la inseguridad social

Loíc Wacquant

Revisión técnica de la traducción: Cecilia NI. Pascual y Diego P. Roldán

gedisa

C2 editorial

® Loi'c Wacquant, 2009 Traducción: Margarita Polo

Traducción integral del inglés del Capítulo 7: Diego P. Roldán y Cecilia M. Pascual Revisión técnica: Diego P. Roldán y Cecilia Pascual

Primera edición: abril de 2010, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

Avda. del Tibidabo, 12, 3.°

08022 Barcelona (España)

Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05

correo electrónico:

ISBN: 84-9784-155-9 Depósito legal: B.

Impreso por Romanyá Valls Verdaguer, 1 - Capellades (Barcelona)

Impreso en España Printed in Spain

Queda prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada de esta versión castellana de la obra.

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el articulo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

A la mémoire de tata Odile et tonton André, pour m’avoir donné mes palmes de vie

índice

Prólogo: Estados Unidos como laboratorio

7. Moralismo y panoptismo punitivo: al acecho de los

Prólogo
Estados Unidos como laboratorio del futuro neoliberal

La sociedad actual, que alimenta la hostilidad entre cada individuo y todos los demás, produce una guerra social de todos contra todos que, inevitablemente, en casos individuales, sobre todo entre personas no educadas, adopta una forma brutal, bárbara, violenta: la forma del crimen. Para protegerse contra el crimen, contra los actos directos de violencia, la sociedad necesita un sistema administrativo amplio, complejo, y cuerpos judiciales que requieren una inmensa fuerza de trabajo.

Friedrich Engels, discurso en Elberfeld, 8 de febrero de 1845

Castigar es reprobar, es acusar. Por ello, la principal forma de castigo siempre ha sido señalar al culpable, mantenerlo a distancia, aislarlo, crear un vacío a su alrededor, separarlo de los ciudadanos que respetan la ley [...] No obstante, el castigo es sólo un signo material a través del cual se comunica un estado interior: es una expresión, un lenguaje a través del cual la conciencia pública de la sociedad [...] expresa el sentimiento que el acto reprobado inspira entre sus miembros.

Émile Durkheim, «Academic Penality», 12.a conferencia, 1902

La agitación pública en torno a la «seguridad» (sécurité, Sicherheit, security) penal que súbitamente ha surgido a finales del siglo XX en la escena política de los países de la Unión Europea, con Francia a la cabeza, después de haber inundado el espacio público en Estados Unidos, veinte años antes, presenta varias características que la asemejan mucho al género pornográfico, tal como sus analistas feministas lo han descrito.1 Una breve descripción de sus principales personajes y de sus orígenes puede ayudarnos a discernir el cambiante perfil de la transformación del Estado en la era de la desregulación económica y la inseguridad social, que es el tópico empírico de este libro, así como establecer los parámetros del programa analítico que éste persigue.

Figuras y mecanismos de la pornografía penal

En primer lugar, dicho gesto se ha pensado y ejecutado no tanto por él en sí mismo, sino con el objetivo expreso de ser exhibido y visto, escrutado, devorado con los ojos: la prioridad absoluta es montar un espectáculo, en el sentido estricto del término. Por eso las palabras y los actos antidelito deben ser metódicamente puestos en escena, exagerados, dramatizados e incluso ritualizados. Esto explica por qué, al igual que los enredos carnales que abundan en las películas pornográficas, son extraordinariamente repetitivos, mecánicos, uniformes y, por ende, eminentemente predecibles.

De modo que las autoridades encargadas de mantener el orden en los diferentes gobiernos que se suceden unos a otros en determinado país o en distintos países en un momento dado combinan, con el mismo ritmo staccato y sólo con algunas pocas variaciones menores, los mismos personajes obligados con los mismos partenaires\ descienden a patrullar y exaltar las virtudes de las medidas anticrimen en los metros o en las estaciones subterráneas; visitan, en procesión, la comisaría de un vecindario de mala reputación; se cuelan en la foto de ganador después de haber capturado un cargamento de drogas inusualmente grande; lanzan viriles improperios a los delincuentes, que deberían «mantener un perfil bajo» en todo momento; e insultan ante la opinión pública a los delincuentes reincidentes, los mendigos agresivos, los refugiados que andan a la deriva, los inmigrantes que aguardan ser expulsados, las prostitutas callejeras y otros desechos sociales que se amontonan en las calles de las metrópolis de principios de siglo, para indignación de los ciudadanos «que respetan la ley». En todos lados se escuchan los mismos elogios a la devoción y la competencia de las fuerzas del orden, el mismo lamento por la escandalosa indulgencia de los jueces, la misma afirmación apresurada de los sacrosantos «derechos de las víctimas de los delitos», los mismos vehementes anuncios que prometen «disminuir el índice de criminalidad en un 10% al año» (promesa que ningún político se atreve a formular en relación con el índice de desempleo), restaurar el poder del Estado en «zonas prohibidas» y fortalecer la capacidad del sistema carcelario por un coste de miles de millones de euros.

Como resultado, el torbellino de la ley y el orden es, a la criminalidad, lo que la pornografía es a las relaciones amorosas: un espejo que deforma la realidad hasta extremos grotescos y que extrae artificialmente las conductas delictivas del tejido de las relaciones sociales donde se asientan y cobran sentido, deliberadamente soslaya sus causas y significado y reduce su tratamiento a una serie de tomas de posición obvias, a menudo acrobáticas, a veces propiamente irreales, que pertenecen más al culto de la actuación ideal que a la atención pragmática a la realidad. En pocas palabras, el nuevo gesto de la ley y el orden transmuta la lucha contra el delito en un teatro burocrático periodístico titilante que simultáneamente reprime y alimenta las fantasías de orden del electorado, reafirma la autoridad del Estado a través de su lenguaje y sus gestos viriles y hace de la cárcel la verdadera protección contra los desórdenes que, cuando se producen fuera de su submundo, son acusados de amenazar las bases de la sociedad.

¿De ahí viene la curiosa manera de pensar y actuar acerca de la «seguridad» que, entre las «funciones básicas del Estado» identificadas por Max Weber -elaboración de legislación, mantenimiento del orden público, defensa armada contra la agresión externa y administración de las «necesidades sociales, culturales, en educación e higiene» de sus miem bros-,2 otorga una prioridad sin precedentes a sus funciones de policía y justicia, y despliega con gran fanfarria la capacidad de las autoridades para que categorías y territorios indóciles se atengan a la norma común? ¿Y por qué ese enfoque punitivo, que apunta contra la delincuencia callejera y los distritos urbanos en decadencia, que pretende disminuir poco a poco los delitos penales a través de la total activación del aparato penal, ha ganado el apoyo no sólo de la derecha sino también, y con sorprendente ahínco, de los políticos de izquierdas en el gobierno, de un extremo a otro del continente europeo? Este libro se propone responder a estas preguntas, describiendo una de las mayores transformaciones políticas de los últimos cincuenta años, pero que prácticamente aún no ha sido observada por los científicos políticos o los sociólogos especializados en lo que convencionalmente se llama, debido a la histéresis intelectual, la «crisis del Estado de bienestar», como la irrupción del Estado penal en Estados Unidos y sus repercusiones prácticas e ideológicas en las otras sociedades sometidas a las «reformas» impulsadas por el neoliberalismo En la última década, el gran experimento norteamericano de la «guerra contra al crimen» se ha impuesto como la inevitable referencia para todos los gobiernos del Primer Mundo, es decir, la fuente teórica y la inspiración práctica para el endurecimiento general de las penas, lo cual se ha traducido, en todos los países avanzados, en un aumento espectacular de la población privada de libertad."' En Estados Unidos, país donde «la imaginación está a la orden del día», según el informe oficial de un experto en seguridad del gobierno francés, la innovación penal ha demostrado que «es posible lograr reducir la delincuencia real y la sensación de inseguridad subjetiva» si se cuenta con una policía eficiente y políticas judiciales y correccionales destinadas a las categorías marginales atrapadas en las grietas del nuevo paisaje económico.3 En Estados Uni dos, renunciando a toda «complacencia sociológica», se dice que la criminología ha demostrado que la causa del delito es la irresponsabilidad personal y la inmoralidad del delincuente, y que la implacabilidad al sancionar las «incivilidades» y desórdenes de bajo nivel que las acompañan es la mejor manera de contener los delitos violentos. En las metrópolis estadounidenses la policía ha demostrado ser capaz de «revertir el crimen epidémico» (el título de la autobiografía, que fue un best-seller, del jefe de policía de la ciudad de Nueva York es Turnaround,),

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