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Carlos Goñi Zubieta - Educar sin castigar

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pilar guembe - carlos goñi

Educar sin castigar

qué hacer cuando mi hijo se porta mal

Desclée De Brouwer 2013 Pilar Guembe - Carlos Goñi 2013 Editorial - photo 1

Desclée De Brouwer

© 2013, Pilar Guembe - Carlos Goñi

© 2013, Editorial Desclée De Brouwer, S.A.

Henao, 6 – 48009

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ISBN: 978-84-330-3653-7

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A nuestros hijos Adrián y Paula

Presentación:
La letra con cariño entra

“Estoy todo el día castigando, pero ni aun así me hacen caso. Les dejo sin tele, sin la play, sin Internet… y ellos siguen portándose mal. No sé sin qué más castigarlos. Me siento impotente”.

La madre que se quejaba de esa manera estaba desesperada y se sentía fracasada. Había agotado toda la “artillería pesada”, que según ella eran los castigos, y ahora no sabía qué hacer. Según propia confesión, su casa se había convertido en un auténtico infierno donde se hablaba a gritos y no se conseguía nada. Había perdido la autoridad y sus hijos no sólo eran indisciplinados, sino que se comportaban como auténticos tiranos.

Está claro que en tales circunstancias resulta imposible educar. A golpe de castigo no se consigue nada, porque en educación nada se consigue a golpes. El castigo no ha de ser la norma, sino la excepción; no ha de ser ordinario, sino algo extraordinario que viene a sufragar una fisura en nuestro quehacer educativo.

Los castigos, del mismo modo que los premios, no pueden ser el pan de cada día, porque entonces lo que conseguimos es alimentar en nuestros hijos una “mentalidad retributiva”: todo tiene una recompensa o, por el contrario, merece una sanción. De modo que se actúa sólo por conseguir un premio o evitar un castigo. Es la “pedagogía de la foca”, que tan buenos resultados da en el adiestramiento de animales, pero que no sirve para educar. Si el animal pasa por el aro le damos una sardina, de lo contrario, se la negamos. Con un método similar podemos conseguir, a duras penas, que nuestros hijos pasen por el aro, pero no que crezcan como personas.

Claro que debemos reforzar acciones y actitudes, que hemos de ejercer la autoridad que nos corresponde, que tenemos que exigir y corregir –de todo eso vamos a hablar en este libro–, claro que a los padres nos compete llevar las riendas de la educación de nuestros hijos, pero eso no significa que tengamos que blandir el látigo. Porque únicamente se puede educar desde el “amor responsable”, que busca el bien del otro y responde ante ese bien, es decir, que no busca sólo satisfacer un sentimiento legítimo hacia nuestros hijos, sino ayudarles a convertirse en personas libres, responsables y felices.

Esa madre desesperada había adoptado como único método educativo los premios y castigos, se pasaba todo el día castigando, como confiesa ella misma, pero no conseguía nada. Cuando se entra en esa dinámica lo normal es que para conseguir muy poco haya que aumentar muy mucho las sanciones o las recompensas. Se podría decir que, en tales circunstancias, para que los objetivos crezcan de forma aritmética, los premios y castigos deben aumentar de forma geométrica, llegando a absurdos como prometer la luna o castigar “sin todo” para siempre. Al final, el abuso de una metodología equivocada produce efectos contrarios: lejos de crecer, los objetivos se reducen.

Se llega, entonces, a creer en ese disparate pedagógico, que recoge Cervantes como dicho popular bien arraigado en nuestra cultura, y que mantiene que “la letra con sangre entra”. Por desgracia, esa “cruel y estúpida máxima”, como la llamara en el siglo xix la escritora Concepción Arenal, ha estado presente en la educación reglada durante siglos. Baste contemplar el óleo de Francisco de Goya titulado La letra con sangre entra, donde se ve a un maestro castigando las nalgas desnudas de un alumno mientras los demás se aplican a sus tareas y otros dos se duelen del correctivo ya recibido. Por suerte, semejantes tratamientos han sido desterrados de las escuelas; sería, por ello, un despropósito que les diéramos asilo en nuestra casa.

El castigo no es un argumento pedagógico, sino justamente la salida desesperada cuando nos han fallado todos los demás argumentos. “Te quedas sin (lo que sea) porque no has recogido los juguetes”, es en todo caso una falacia ad baculum, un recurso a la fuerza al que echamos mano tras haber fracasado, quizá por nuestra culpa, las estrategias educativas corrientes, como son la adquisición del hábito del orden, la inclusión de recoger los juguetes en la dinámica del juego, las órdenes claras y precisas, el refuerzo positivo, etc.

De todos modos, el castigo nos puede servir de piloto de alarma. Nos advierte de que algo no funciona bien, de que un objetivo no se ha alcanzado, de que falta por reforzar tal o cual actitud o de que hemos fallado en algún punto del proceso. Pero entonces no se castiga propiamente, sino que se educa, se intenta corregir (eso significa castigar en latín) una falta con una actividad alternativa. Por eso, en las páginas que siguen veremos que sólo castiga quien castiga mal: quien lo hace de la manera adecuada está simplemente educando. Y también por eso, diremos que castigar implica castigarse porque no se trata de fastidiar al otro, sino de volver a repetir una fase del procedimiento en el que todos estamos involucrados.

Creemos que una dinámica de premios y castigos nos lleva a un punto muerto, o incluso de retroceso. La única forma de salir adelante pasa por cambiar de metodología. Si algo no funciona, es poco inteligente que continuemos utilizándolo. Probemos otras alternativas, como la motivación positiva, el diálogo, las consecuencias educativas sensatas o las estrategias para ejercer la autoridad; de todas ellas hablaremos en este libro.

Eso no significa que no hayamos de contar con los premios y los castigos; al contrario, debemos conocer muy bien su funcionamiento para llegar a no tener que utilizarlos. De cómo los usemos dependerá nuestro estilo educativo. Esperamos que ese estilo tenga como lema “la letra con cariño entra” y que haga posible educar sin castigar. Para ello, tenemos que seguir adelante.

Estilos educativos

Hay tantas maneras de educar como personas, pues toda educación requiere una relación personal. Se educa a cada hijo de forma diferente, enteramente personalizada, no valen las mismas estrategias para persona distintas. Se puede decir que quien educa del mismo modo a dos hijos, al menos a uno de ellos lo está educando mal. Los padres lo saben muy bien: lo que nos funciona con el mayor no nos sirve con la pequeña, lo que va bien a uno no le va al otro. Todo hijo es hijo único.

No obstante, podemos agrupar las infinitas maneras de educar en cinco estilos educativos, según se interprete esa relación personal. Para obtener los estilos principales, vamos a tener en cuenta dos variables: la protección y la autoridad.

Todo acto educativo cumple dos funciones: velar el desarrollo integral del educando (protección) y orientar ese desarrollo (autoridad). Como padres, hemos de esforzarnos porque cada uno de nuestros hijos llegue a desplegar todas sus potencialidades, a ser lo mejor que puede ser; en cierto modo, les decimos con Pedro Salinas: “Quiero sacar de ti tu mejor tú”. Al igual que un médico o una comadrona, asistimos a ese segundo nacimiento y cortamos por segunda vez el cordón umbilical. Pero también tenemos que intervenir para que el proceso no se desvíe, debemos señalar el norte, darles una carta de navegación para que no se pierdan y estar ahí para corregir el rumbo.

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