Robert Castel - La inseguridad social
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- Libro:La inseguridad social
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2003
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La inseguridad social: resumen, descripción y anotación
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LA SEGURIDAD CIVIL EN EL ESTADO DE DERECHO
Afirmábamos que hay configuraciones históricas diferentes de la inseguridad. Las hay «premodernas». Cuando dominan los lazos entretejidos alrededor de la familia, del linaje y de los grupos de proximidad, y cuando el individuo está definido por el lugar que ocupa en un orden jerárquico, la seguridad está garantizada en lo esencial por la pertenencia directa a una comunidad y depende de la fuerza de estas inserciones comunitarias. Entonces se puede hablar de protecciones de proximidad. Por ejemplo, a propósito del tipo de comunidades campesinas que han dominado el Occidente medieval, Georges Duby habla de «sociedades enmarcadas, seguras, provistas». Paralelamente, en la ciudad, la pertenencia a cuerpos de oficios (guildas, cofradías, corporaciones) inscribe a sus miembros en sistemas fuertes simultáneamente de obligaciones y de protecciones que garantizan su seguridad al precio de su dependencia en relación con el grupo de pertenencia. Son las mismas sociedades que están continuamente expuestas a las devastaciones de la guerra y a los riesgos de escasez, hambrunas y epidemias. Pero se trata de agresiones que amenazan a la comunidad desde afuera y, en última instancia, pueden llegar a aniquilarla. Por sí mismas, sin embargo, como dice Duby, son «seguras»: protegen a sus miembros sobre la base de redes estrechas de dependencias e interdependencias.
En esas sociedades —cuya descripción necesariamente debemos simplificar aquí— también existe de manera evidente inseguridad interna. Pero esta es introducida por los individuos y los grupos que están fuera de los sistemas de dependencias-protecciones comunitarias. En las sociedades preindustriales europeas, este peligro se cristalizó en la figura del vagabundo, es decir, del individuo desafiliado por excelencia, a la vez fuera de la inscripción territorial y fuera del trabajo. La cuestión del vagabundeo fue la gran preocupación social de aquellas comunidades, movilizó una cantidad extraordinaria de medidas de carácter dominantemente represivo para intentar erradicar —por otra parte, en vano— esa amenaza de subversión interna y de inseguridad cotidiana que supuestamente representaban los vagabundos. Si se quisiera escribir una historia de la inseguridad y de la lucha contra la inseguridad en las sociedades preindustriales, el personaje principal sería el vagabundo, siempre percibido como potencialmente amenazador, y sus variantes abiertamente peligrosas, como el salteador, el bandido, el outlaw —todos ellos individuos sin amarras que representan un riesgo de agresión física y disociación social, porque existen y actúan por fuera de todo sistema de regulaciones colectivas.
Con el advenimiento de la modernidad, el status del individuo cambia radicalmente. Éste es reconocido por sí mismo, al margen de su inscripción en colectivos. Pero no por ello está seguro de su independencia, muy por el contrario. Seguramente es Thomas Hobbes quien ha brindado la primera pintura, estremecedora y fascinante, de lo que realmente sería una sociedad de individuos. Testigo a través de las guerras de religión en Francia y de la guerra civil inglesa de la desestabilización de un orden social fundado en las pertenencias colectivas y legitimado por las creencias tradicionales, lleva al extremo la dinámica de la individualización hasta el punto en que ésta dejaría a los individuos enteramente librados a sí mismos. Una sociedad de individuos no sería ya, hablando con propiedad, una sociedad sino un estado de naturaleza, es decir, un estado sin ley, sin derecho, sin constitución política y sin instituciones sociales, presa de una competencia desenfrenada de los individuos entre sí, y de la guerra de todos contra todos.
Por ello sería una sociedad de inseguridad total. Liberados de toda regulación colectiva, los individuos viven bajo el signo de la amenaza permanente porque no poseen en sí mismos el poder de proteger y de protegerse. Ni siquiera la ley del más fuerte puede estabilizar la situación porque David podría matar a Goliat y porque el fuerte podrá siempre ser aniquilado, aunque más no fuere por uno más débil que tendría el coraje de asesinarlo durante el sueño. En consecuencia, es concebible que la necesidad de estar protegido pueda ser el imperativo categórico que habría que asumir a cualquier precio para poder vivir en sociedad. Esta sociedad será fundamentalmente una sociedad de seguridad porque la seguridad es la condición primera y absolutamente necesaria para que los individuos, desligados de las obligaciones-protecciones tradicionales, puedan «hacer sociedad».
Se sabe que Hobbes ha visto en la existencia de un Estado absoluto el único medio de garantizar esta seguridad de las personas y de los bienes, y por ello mismo suele tener mala prensa. Pero quizá haya que tener algo del coraje intelectual de Hobbes para suspender por un instante el horror legítimo que puede suscitar el despotismo del Leviatán y para comprender que ésta no es sino la respuesta última, pero necesaria, a la exigencia de protección total surgida de una necesidad de seguridad que tiene profundas raíces antropológicas. «El poder, dice Hobbes, si es extremo es bueno porque es útil para la protección; y es en la protección donde reside la seguridad.» Max Weber dirá también, de una manera más matizada que no ha suscitado controversias, que el Estado debe tener el monopolio del ejercicio de la violencia. Pero, sobre todo, el análisis de Hobbes tiene una contrapartida, con frecuencia menos subrayada. Al movilizar todos los medios necesarios para gobernar a los hombres, es decir, al monopolizar todos los poderes políticos, el Estado absoluto libera a los individuos del miedo y les permite existir libremente en la esfera privada. El horrendo Leviatán es también ese poder tutelar que le permite al individuo existir como él lo considere deseable y pensar lo que quiera en su fuero interno, que dispone el respeto de las creencias religiosas antagónicas (lo cual no es poco en períodos de fanatismo religioso) y la capacidad para todos de emprender aquello que les parezca más adecuado, y de gozar en paz de los frutos de su industria. El precio que hay que pagar no es exiguo, ya que se trata de renunciar totalmente a intervenir en los asuntos públicos y de conformarse con padecer el poder político. Pero sus efectos no son tampoco despreciables, ya que es la condición de existencia de una sociedad civil y de la paz civil, de las cuales sólo un Estado absoluto puede ser el garante. A la sombra del Estado protector, el hombre moderno podrá cultivar libremente su subjetividad, lanzarse a la conquista de la naturaleza, transformarla mediante su trabajo y asentar su independencia sobre sus propiedades. Hobbes afirma incluso la necesidad de un rol de protección social del Estado para los individuos en estado de necesidad:
Dado que hay muchos hombres que, a causa de circunstancias inevitables, se vuelven incapaces de subvenir a sus necesidades por medio de su trabajo, no deben ser abandonados a la caridad privada. Corresponde a las leyes de la República asistirlos, en toda la medida requerida por las necesidades de la naturaleza.
No estoy haciendo la apología de Thomas Hobbes, pero pienso que él definió un esquema muy sólido para comprender los problemas profundos de la cuestión de las protecciones en las sociedades modernas. Estar protegido no es un estado «natural». Es una situación construida, porque la inseguridad no es un imponderable que adviene de manera más o menos accidental, sino una dimensión consustancial a la coexistencia de los individuos en una sociedad moderna. Esta coexistencia con el prójimo es sin ninguna duda una oportunidad, aunque más no sea porque es necesaria para formar una sociedad. Pero, pese a todos los que celebran ingenuamente los méritos de la sociedad civil, es también una amenaza, si al menos no hay una «mano invisible» para armonizar
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