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Loïc Wacquant - Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador

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Loïc Wacquant Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador
  • Libro:
    Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador
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    ePubLibre
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    2000
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Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador: resumen, descripción y anotación

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LOÏC WACQUANT Montpellier 1960 Es un sociólogo especializado en sociología - photo 1

LOÏC WACQUANT (Montpellier, 1960). Es un sociólogo especializado en sociología urbana. Discípulo de Pierre Bourdieu. En su amplia obra se ocupa de la desigualdad y la marginación urbana, de la dominación etnorracial, así como de la relación funcional y estructural entre el Estado penal contemporáneo y el giro neoliberal; entiende la prisión como una «institución política» dirigida a poblaciones pobres y estigmatizadas.

Su interés en estos temas nace de su experiencia en el gueto negro como estudiante licenciado en la Universidad de Chicago a mediados de la década de los ochenta. En relación a esta experiencia, comenta en The New York Times en 2003: «nunca he visto tanta desolación. Recuerdo haber pensado: es como Beirut. O como Dresde después de la guerra. Fue una conmoción».

Sus publicaciones aparecen regularmente en revistas de sociología, antropología o filosofía. Se describe como un investigador interdisciplinario dentro de un proyecto por una ciencia social unificada que dialogue con otras disciplinas como la arquitectura, la geografía o la psicología. Afirma la necesidad de una «crítica despiadada de todas las cosas existentes» con el objetivo de «… poner continuamente en tela de juicio las evidencias y los marcos mismos del debate cívico, para abrir la posibilidad de pensar el mundo en vez de ser pensados por él, de desmontar y de comprender sus engranajes y, por tanto, la posibilidad de re-apropiárnoslo tanto intelectual como materialmente.»

LA CALLE Y EL RING

Del mismo modo que no se podría comprender lo que es una religión instituida como el catolicismo sin estudiar con detalle la estructura y el funcionamiento de la organización que le da cuerpo —en este caso la Iglesia romana—, tampoco se puede dilucidar la importancia y el arraigo del boxeo en la sociedad norteamericana contemporánea —o, al menos, en las franjas inferiores de la esfera social de donde emana, para acabar librándose, una y otra vez, de una extinción periódicamente anunciada como inminente e inevitable—, sin examinar la trama de relaciones sociales y simbólicas que se tejen en el interior y alrededor del gimnasio, núcleo y motor oculto del universo pugilístico.

Un gym (según el término consagrado en los países de lengua inglesa) es una institución compleja y polisémica, sobrecargada de funciones y representaciones que no se ofrecen inmediatamente al observador, ni siquiera al buen conocedor del lugar. En apariencia, sin embargo, ¿qué hay más común y corriente que una sala de boxeo? No hay duda de que aún se puede aplicar, palabra por palabra, la siguiente descripción de George Plimpton del famoso Gym de Stillman de Nueva York, en los años cincuenta, a cualquier sala de la Norteamérica urbana de hoy; así de sólidos resultan los hechos que ordenan la disposición de este lugar: «Por una escalera oscura se accedía a una lúgubre sala, muy similar a la bodega de un antiguo galeón. Antes incluso de que los ojos se acostumbraran a la penumbra, se distinguían los ruidos: el slap-slap de las cuerdas cada vez que alguien saltaba con fuerza sobre el entarimado, el sonido apagado del cuero al golpear las bolsas, que se balanceaban y entrechocaban colgando de sus cadenas, el crepitar de los punching-balls, el rechinar sordo de las botas sobre la lona del ring (había dos rings), los resoplidos de los boxeadores al respirar por la nariz y, cada tres minutos, el sonido estridente de la campana. La atmósfera tenía algo de crepúsculo en una jungla fétida».

El gym, como vamos a ver, es la forja en la que nace el púgil, el taller donde se fabrica ese cuerpo-arma y escudo que él lanza al ataque en el ring, el crisol donde se pulen las habilidades técnicas y los saberes estratégicos cuyo delicado ensamblaje hace al combatiente completo; el horno, en definitiva, donde se mantienen la llama del deseo pugilístico y la creencia colectiva en lo bien fundado de los valores autóctonos, sin la cual nadie se arriesgaría a estar entre las cuerdas durante mucho tiempo. Pero el gimnasio no es sólo eso, y su misión técnica reconocida —transmitir una competencia deportiva— no debe ocultar las funciones extrapugilísticas que cumple para quienes llegan allí a comulgar con este culto plebeyo de la virilidad que es el Noble Arte. Ante todo, el gym aísla de la calle y desempeña la función de escudo contra la inseguridad del gueto y las presiones de la vida cotidiana. A modo de santuario, ofrece un espacio protegido, cerrado, reservado, donde uno puede sustraerse a las miserias de una existencia vulgar y a la mala fortuna que la cultura y la economía de la calle reservan a los jóvenes nacidos y encerrados en el espacio vergonzoso y abandonado de todos que es el gueto negro. El gym es, además, una escuela de moralidad en el sentido de Durkheim, es decir, una máquina de fabricar el espíritu de la disciplina, la vinculación al grupo, el respeto tanto por los demás como por uno mismo y la autonomía de la voluntad, aspectos indispensables para el desarrollo de la vocación pugilística. Por último, el gimnasio es el vector de una desbanalización de la vida cotidiana al convertir la rutina y la remodelación corporal en el medio de acceder a un universo distintivo en el que se entremezclan aventura, honor masculino y prestigio. El carácter monástico, casi penitencial, del «programa de vida» pugilístico transforma al individuo en su propio campo de batalla y lo invita a descubrirse o, más bien, a crearse a sí mismo. Y la pertenencia al gym es la marca tangible de haber sido aceptado en una cofradía viril que permite despojarse del anonimato de la masa y, en consecuencia, granjearse la admiración y el reconocimiento de la sociedad local.

Para percibir estas diferentes facetas del gym y detectar la protección y beneficios que procura a quienes se ponen bajo su égida, es necesario y suficiente seguir a los oscuros infantes del Noble Arte en el cumplimiento de sus tareas diarias, adoptando su riguroso régimen, indisociablemente corporal y moral, que define su estado y sella su identidad. Eso es lo que yo hice durante tres años en un gimnasio del gueto negro de Chicago, donde me inicié en los rudimentos del oficio y donde, a partir de la amistad con los entrenadores y boxeadores del lugar, pude observar in vivo la génesis social y el desarrollo de la carrera pugilística.

Como reflexión sobre una experiencia de aprendizaje que aún no ha concluido, la primera parte de la presente obra persigue un triple objetivo. En primer lugar, recabar datos etnográficos precisos y detallados mediante la observación directa y participante, referentes a un universo social poco conocido, pese a lo extendidas que están las representaciones que suelen hacerse de él. Sobre esta base documental se extraerán después algunos de los principios que organizan este complejo de actividades específicas que es el boxeo tal como se practica hoy día en el gueto negro norteamericano, poniendo claramente a la luz la regulación de la violencia que efectúa el gimnasio a través de la relación bífida, hecha de afinidad y antagonismo mezclados, que vincula la calle y el ring. Por último, añadiremos una reflexión sobre la iniciación a una práctica en la que el cuerpo es al mismo tiempo arma, bala y blanco. Es decir, nuestro objetivo no es ni inculpar ni disculpar a este deporte conocido por ser el más «bárbaro» de todos, elogiado y condenado por igual, cargado de vergüenza y reverenciado.

Anticipando las primeras enseñanzas de esta iniciación, podemos adelantar que el aprendizaje de lo que podríamos llamar el hábito pugilístico se funda en una doble antinomia. La primera consiste en que el boxeo es una actividad que parece situada en la frontera entre naturaleza y cultura, en el límite mismo de la práctica, y que, sin embargo, requiere una gestión casi racional del cuerpo y del tiempo, una gestión, de hecho, extraordinariamente compleja, si no sabia, cuya transmisión se efectúa de modo práctico, sin pasar por la mediación de una teoría, sobre la base de una pedagogía implícita en su mayor parte y poco codificada. De aquí nace la segunda contradicción, al menos aparentemente: el boxeo es un deporte individual, sin duda uno de los más individuales, puesto que pone físicamente en juego —y en peligro— el cuerpo de un único contrincante, cuyo aprendizaje adecuado es, sin embargo, profundamente colectivo, especialmente por lo que supone de creencia en el juego que, como todo juego de lenguaje, según Ludwig Wittgenstein, se origina y se mantiene únicamente por el grupo que lo define, siguiendo un proceso circular. Dicho de otro modo, las capacidades que tornan completo al púgil son, como toda «técnica del cuerpo», según Mauss, «obra de la

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