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José María Íñigo - El códice secreto de Platón

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José María Íñigo El códice secreto de Platón
  • Libro:
    El códice secreto de Platón
  • Autor:
  • Editor:
    LA ESFERA DE LOS LIBROS, S.L.
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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El códice secreto de Platón: resumen, descripción y anotación

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Índice

A Pilar, mi mujer,
y a mis cuatro hijos: Daniel, Eduardo, Chema y Piluca,
por ser como son y haberme dado siempre su apoyo y comprensión.

E n el año 47 a.C., durante el asalto a la ciudad de Alejandría de las fuerzas leales a Tolomeo y contrarias a su hermana Cleopatra, y en presencia de Julio César, la gran biblioteca sufrió un terrible incendio en el que se quemaron miles de sus volúmenes; obras únicas e irrepetibles, el mayor compendio del saber antiguo jamás reunido. Libros de Aristóteles, de Demócrito y Protágoras, de Aristarco, de Parménides y Heráclito, de Pitágoras, de Diógenes… Y con ellos se perdió un conocimiento inimaginable, fruto de siglos de estudio; los saberes concebidos por las mentes más brillantes de la Antigüedad.

A lo largo de la historia, por orden de emperadores romanos o califas musulmanes, otras destrucciones diezmaron de nuevo los fondos de la biblioteca. Y las obras que pudieron salvarse cayeron pronto en el olvido, sepultadas bajo el humus del fanatismo religioso en la Edad Media. Pero es el más pútrido de los humus el que mejor puede alimentar al fuerte roble y hacerlo crecer vigoroso. La Escolástica conservó, protegidos y ocultos, algunos de aquellos textos mediante copias de superlativa ejecución: los códices iluminados, que devolverían al mundo, llegado el momento, una parte de su sabiduría perdida.

Entre los libros que se creyeron desaparecidos se hallaba uno muy extraño y enigmático, que contenía en sus últimas páginas un fragmento de escritura diferente a ninguna de las conocidas. Un libro del filósofo griego Platón, olvidado en el devenir de los siglos…

1666

Barcelona

Lo que empezó siendo una fina columna de humo negro, que ascendía en el cielo nocturno, acabó convirtiéndose en un incendio pavoroso. Era casi verano, un día especialmente cálido de finales de primavera. Las piedras de los muros exteriores del convento de Santa María aún estaban calientes por el sol cuando se desató el fuego. Ahora, en la límpida noche cuajada de estrellas, con la luna alta y esplendorosa sobre el horizonte, unas terribles llamas ascendían ferozmente y se deshacían en el aire como el abrasador aliento de un dragón, tiñendo el disco lunar de un mortecino color pardo.

Afuera, centenares de hombres y mujeres presenciaban aterrados el espectáculo. La mayoría de los monjes habían logrado escapar de aquel infierno y asistían también, impotentes, a la destrucción de su casa. Cuando por fin llegaron los soldados del rey, poco podía ya hacerse con simples cubos de agua traídos de una cercana fuente. Todos estaban absortos, embobados, contemplando la destrucción. De pronto, sin embargo, unos lamentos llamaron la atención de los presentes. Al principio sonaron lejanos y ensordecidos, pero cada vez pudieron oírse con mayor claridad sobre el fragor del incendio, sobre el crujir de las maderas interiores y la explosión de los cristales de las ventanas.

Súbitamente, la puerta metálica de uno de los miradores enrejados de la fachada principal se abrió. Una bocanada de denso humo fue lanzada al exterior y, apareciendo en ella como una imagen espectral salida del infierno, la figura de un viejo fraile se dibujó como una sombra oscura ante las llamas que pugnaban por devorar el edificio. Todos los presentes se conmovieron, horrorizados, y algunos incluso retrocedieron un paso creyendo estar ante una aparición.

—¡Dios del cielo! —vociferó una mujerzuela desde el balcón de una casa de lenocinio cercana.

El anciano monje, ataviado con el hábito negro, usual en la orden de San Benito, se apretó contra las rejas que lo separaban de la vida.

—¡Confesión, confesión! —gritó.

El primero en reaccionar fue el capitán de los soldados, que ordenó pasar una cadena por detrás de los barrotes y atarla al tiro de uno de sus caballos. Tuvo que repetir la orden, encolerizado ante la estupefacción de los hombres.

El fraile, entretanto, ajeno a los esfuerzos por salvarlo, se había arrodillado y oraba fervientemente, con un rosario entre sus manos. Algunos afuera lo imitaban, persignándose y rezando de hinojos.

—¡Es el hermano Félix! —exclamó el abad al reconocerlo; y fue hacia él con intención de administrarle el último sacramento.

—Aún no —le detuvo el capitán—. Con la ayuda de Dios podremos arrancar la verja del muro y sacarlo de ahí.

El poderoso percherón tiraba con todas sus fuerzas, pero ni el metal ni la piedra cedían un ápice. Dos soldados golpeaban a la bestia con sus fustas de un modo cada vez más vehemente. Preso de una extraña excitación, el capitán mismo tomó el grueso báculo del abad y se puso a dar bastonazos en el lomo al pobre animal hasta que este cayó muerto.

Dentro del convento las llamas ganaban terreno y estaban ya muy cerca del viejo fraile. El hermano Félix profirió un alarido, incapaz de soportar el pánico, a pesar de que le imploraba al Señor que le diera la entereza necesaria para sobrellevar aquel tormento. Ante él, el abad se dispuso a darle la extremaunción. Estaban tan cerca el uno del otro que el hermano superior pudo agarrar la mano del viejo y apretarla con ternura. Pero mediaba entre ellos un abismo: la distancia que separa la vida de la muerte.

Un poco antes de que el abad se apartase, incapaz de soportar por más tiempo el ardor que irradiaban las llamas, justo en el momento en que daba la absolución al hermano Félix, este extrajo un paquete de entre sus ropas y se lo entregó a su superior. Por un breve instante, desapareció de su rostro toda impresión de miedo.

—Tomad esto, hermano mío. Y guardadlo con sabiduría. No hay tiempo para más. Tened cuidado. Hay fuerzas muy poderosas que persiguen el secreto que contiene.

—¿Qué…? —acertó únicamente a decir el abad, desconcertado.

Poco después, ante la mirada de todos, incluido el abad, el hermano Félix caía envuelto por el fuego sin que su boca emitiera la más leve queja.

En menos de una hora, el tejado del monasterio se derrumbaba arrastrando a los capiteles y parte de los muros exteriores. Nada pudo hacerse para evitar la catástrofe. No sería hasta la mañana siguiente cuando el fuego quedara extinguido en su totalidad, dejando al convento de Santa María y todas las obras de arte contenidas en él, así como los libros de su magnífica biblioteca, completamente destruidos.

Pero antes de todo eso, confundido entre el resto de frailes, el abad lloraba desconsoladamente mientras aferraba el paquete que le diera poco antes su desdichado hermano en Cristo. Ignoraba lo que contenía, aunque no era ajeno a los rumores sobre un cierto códice misterioso. Un antiguo libro por cuyo secreto los hombres estarían dispuestos a morir o matar.

PRIMERA PARTE
1936

Las embajadas de Alemania e Italia han sido incautadas por la República. José Antonio Primo de Rivera acaba de ser fusilado en la cárcel de Alicante. El Gobierno nacional de Burgos decide aumentar sus esfuerzos en el frente de Madrid.

Salamanca, 27 de noviembre, viernes

La tarde era lluviosa. El cielo, cubierto de nubes tan carentes de color como el gris del cemento de los edificios, e igualmente homogéneo, filtraba solo una escasa porción de los fríos rayos solares. Estaba siendo un otoño desapacible; más de lo habitual para el mes de noviembre. Los árboles se mostraban ya pelados y sarmentosos, como ancianos decrépitos a punto de inclinarse para morir. En las calles desiertas se percibía, acrecentado por la tristeza del clima, un profundo abatimiento causado por la guerra, denso como el olor penetrante del humo de las calderas.

El Citroën 7-A de color negro mate, con cubrefaros para evitar reflejos en la noche que pudieran guiar a los aviones de bombardeo, se detuvo ante la fachada del edificio principal de la universidad. El conductor, un hombre alto y delgado con uniforme militar, descendió bajo la fina pero incesante lluvia y abrió la puerta trasera derecha. Enseguida, desde el interior del coche apareció la figura de otro hombre, vestido de paisano, con abrigo de excelente paño marrón y elegante sombrero de fieltro. El conductor desplegó un paraguas y cubrió con él al segundo hombre. Cuando este hubo abandonado el vehículo, se lo entregó y volvió a cerrar la puerta. En posición de firme, mojándose impasible, esperó hasta que lo vio desaparecer por la entrada del paraninfo y solo entonces regresó a su puesto en el interior del automóvil.

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