Este es un libro sobre el partido de fútbol más legendario de la historia: el del 22 de junio de 1986, en el Mundial de México, cuando la selección argentina enfrentó a Inglaterra y le ganó con dos goles de Maradona, uno convertido con la mano, el otro inscripto en el firmamento de las obras de arte. Andrés Burgo reconstruye aquí cada minuto de aquel partido y de aquel día, desde el momento en que los jugadores argentinos despertaron como integrantes de una selección en la que nadie confiaba —habían clasificado con una performance agónica— hasta la noche en la que ya se habían transformado en la guardia pretoriana de un dios —Maradona— a quien ese partido ungió como ser mitológico. Retrato de época, de años en los que no existían sponsors (Bilardo tuvo que enviar a sus asistentes a recorrer mercados de la ciudad de México para conseguir camisetas azules de tela aireada el mismo día del partido), postal de un tiempo en el que un grupo de jugadores cargó sobre sus espaldas una rivalidad que excedía las fronteras del estadio, el relato avanza poniendo en duda todas las etapas de construcción del mito: ¿la frase «la mano de Dios» la inventó Maradona? ¿Alguien recuerda que los canales de televisión argentinos no enviaron un solo relator a México y que todo el Mundial se relató desde Buenos Aires? Con el viento oscuro de la guerra de Malvinas como telón de fondo, este libro cuenta el revés de aquella trama: la parte real de la leyenda.
Andrés Burgo
El partido
Argentina-Inglaterra 1986
ePub r1.0
lenny 01.08.16
Título original: El partido
Andrés Burgo, 2016
Retoque de cubierta: lenny
Editor digital: lenny
ePub base r1.2
A Estefi, la chica con la que empecé a soñar en 1986, cuando tenía 11 años.
ANDRÉS BURGO. Es periodista especializado en deportes. Tiene 41 años. Escribió Ser de River en las buenas y en las malas (2011). También fue coautor de otros dos libros: El último Maradona. Cuando a Diego le cortaron las piernas (2014), con Alejandro Wall; y Diego dijo. Las mejores mil frases de la carrera del 10 (2006), con Marcelo Gantman. Escribió en diversos diarios y revistas de la Argentina y Latinoamérica. En los últimos años trabajó en TyC Sports y Vorterix, en donde fue encargado de la sección «Burgo sin ese».
PRIMERA PARTE
ANTES
1
En un párrafo perdido de un diario amarillento, conservado en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, hiberna una frase del personaje más secundario de la selección argentina de fútbol que ganó el Mundial de México en 1986.
«Nos contó Mariani, el ayudante de Carlos Bilardo, que Maradona ese día, el domingo 22, se levantó más temprano que nunca y que su buen humor lo desparramó por todos los rincones de la habitación», dice la frase, publicada por el diario La Nación en un recuadro del martes 24 de junio de 1986, dos días después del partido del 22 de junio contra Inglaterra, el domingo en que Maradona hizo dos goles que lo convirtieron en un semidiós.
De ese pequeño texto, tan marginal que no tiene firma y está atribuido a «nuestros enviados especiales a México», un apellido me llamó la atención. «Mariani», decía esa página a punto de deshilacharse, encuadernada en el tomo que aglutina las ediciones de La Nación de junio de 1986.
«Mariani, ¿qué Mariani?», me pregunté. Deduje más o menos rápido que podía ser Roberto Mariani, un nombre que, de todos modos, registraba con vaguedad. Creía recordar que había sido un técnico transitorio de Vélez a comienzos de la década de 1990, cuando el equipo de Liniers amagaba pero no salía campeón, y de San Lorenzo algunos años más tarde. En los dos casos identificaba a Mariani como una salida de emergencia, durante un puñado de partidos, a la espera de que los dirigentes arreglaran con entrenadores de mayor pedigrí. También creía recordarlo más como un especialista en divisiones inferiores que de Primera, pero su presencia en el staff del cuerpo técnico del Mundial 86 era un dato que desconocía.
Para enumerar al mediocampo del Racing que salió campeón en 2014 tengo que esforzarme. Si me preguntan quién jugaba a la derecha de Ezequiel Videla y tuviera que responder en un segundo, no sabría a quién mencionar. En cambio, del fútbol de 1986, el año en que yo tuve 11 años, recuerdo todo.
Sé quién era el arquero de Deportivo Mandiyú en el Nacional B (Oscar Manis) y por cuánto le ganó Huracán a un equipo sanjuanino llamado Unión de Villa Krause (9 a 2, como visitante). De finales de 1985 incluso puedo detallar cómo terminó la final de Primera C: Armenio 4-Almagro 2 en cancha de Defensores de Belgrano, expulsado un tal Méndez, arquero de Almagro.
El Mundial de México 1986, el mío, aún no terminó: lo sigo jugando en la memoria. No me olvidé del 10 de Marruecos (Aziz Bouderbala), ni del árbitro de España 1-Brasil 0 (un australiano de apellido Bambridge) ni de resultados baladíes (Paraguay 1-Irak 0). Cada dos o tres meses evoco títulos de la revista El Gráfico: «El apogeo del fútbol» para el partidazo Bélgica 4-Unión Soviética 3 o «Es un placer reportear a Platini» para una entrevista al 10 de Francia. A la camiseta que Dinamarca usó en ese Mundial la sigo eligiendo como la más hermosa de la historia. Héroes, el documental oficial de la FIFA de México 86 (la más argentina de las películas de fútbol, paradójicamente realizada por ingleses: el director Tony Maylam, el productor Drummond Challis y el musicalizador Rick Wakeman, todos británicos, se encargaron de la edición, en Londres, algunas semanas después del Mundial), es una de las películas que más vi en mi vida. De los futbolistas argentinos de esa Copa del Mundo —y de los de Italia 90, cuando ya tenía 15 años— recuerdo hasta su segundo nombre. Ricardo Omar Giusti, Héctor Adolfo Enrique, Jorge Luis Burruchaga. Así como Nick Hornby escribió en Fiebre en las gradas (Anagrama, 1992) que en la exacerbación de su fanatismo por el Arsenal de Londres sabía cómo se llamaban las esposas de los jugadores, en una época yo también conocía a las mujeres de mis ídolos del 86: Nancy la de Ruggeri, Mariana la de Borghi. Ni hablar de Maradona: su vida y obra en México la hice mía. Incluso de los ayudantes del técnico, Carlos Bilardo, sabía más que de Belgrano, Sarmiento o San Martín. Memoricé pelos y señales de su colaborador principal, Carlos Pachamé; del preparador físico, el Profe Echevarría; del masajista, Roberto Molina; y de los utileros, Tito Benros y Galíndez. En algún punto eran mis superhéroes.
¿Pero entonces quién era Mariani, ese hombre vinculado a la selección, a mi gloria infantil? Si ni siquiera figuraba en el póster de la selección campeona del mundo que El Gráfico había publicado en 1986 y que durante varios años estuvo colgado en mi habitación. Hasta los utileros estaban, pero no Mariani.
La duda me sacudió al abrigo de las luces tenues de la hemeroteca, en una sala ajena al ruido exterior de Buenos Aires, mientras me zambullía en la investigación para escribir una crónica —esta crónica— de un partido jugado a 7.500 kilómetros y casi tres décadas de distancia, el Argentina 2-Inglaterra 1 del mediodía del 22 de junio de 1986, en el estadio Azteca del DF, por los cuartos de final. No dejaba de ser extraño: la hemeroteca es un lugar tan opuesto al rito futbolero que para entrar hay que descender, en silencio, hasta el subsuelo de la Biblioteca Nacional, mientras en cambio, para ver fútbol, trepamos por las escaleras con el paso tenso hasta ocupar las tribunas.