Andrés Burgo - La final de nuestras vidas
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- Libro:La final de nuestras vidas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2019
- Índice:3 / 5
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La final de nuestras vidas: resumen, descripción y anotación
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La eternidad
Cuando el Pity Martínez se largó a correr, todos los hinchas de River —los miles que estábamos en el Bernabéu y los millones que seguían el partido en Argentina y el resto del mundo— ya habíamos perdido el eje.
No soy de los que lloran por su equipo, ni por triunfos ni por derrotas, pero algunos minutos antes, después de haber gritado nuestro gol de todos los tiempos, el de Juanfer Quintero, como si se tratara de un exorcismo —y en cierta forma lo era—, una fuerza espasmódica había empezado a sacudirme, como si dos corazones bombearan dentro de mí: moqueaba lágrimas, giraba en el lugar, respiraba agitado. Desde los 4 minutos del segundo tiempo suplementario, y por primera vez en la serie más larga del mundo, habíamos quedado muy cerca de ganarle a Boca la Copa Libertadores, tan increíblemente cerca que, lo advierto ahora, ya de regreso en Buenos Aires, mientras comienzo a escribir esta crónica apresurada y visceral, sentí que estábamos por parir un tipo de felicidad que desconocíamos.
Una felicidad atemporal, sin fecha de vencimiento.
En la cuarta bandeja del fondo norte del estadio del Real Madrid, detrás de los bombos que agitaban los chicos y chicas de las filiales de Madrid, Barcelona, Málaga y Valencia, había intentado recobrar cierta calma en algún momento de los 13 minutos que pasaron entre el zurdazo ácrono de Quintero y la aceleración de velocista keniata del Pity Martínez. Creo que había quedado en blanco durante algunos segundos: ya de madrugada, festejando en una taberna de Tirso de Molina, le preguntaría a uno de los amigos que había viajado desde Buenos Aires, Nico, si el gol del colombiano más influyente en mi vida (perdón, García Márquez) había sido en el primer tiempo del alargue o en el segundo.
Cuando al fin pude respirar hondo, reacomodarme y levantar la cabeza hacia el tablero electrónico, vi que el reloj señalaba 118 minutos de un partido que, además, llevaba 40 días de previa, la misma duración de un Mundial de 32 equipos (en cierta forma, River y Boca jugaron un Mundial de dos países). Calculé que el árbitro uruguayo adicionaría algún minuto y le grité a Poko, colega y compañero de tribuna en el Bernabéu, otro de los miles que habían viajado a Madrid a último momento: «¡Tres minutos, faltan tres minutos! ¡Hay que aguantar, carajo!».
Lo soporté de la única manera que era posible: como un holograma de mí mismo. Ya en el entretiempo, sobrepasado por la tensión de un partido que valía cientos de partidos, había pensado en ir a caminar por los pasillos del Bernabéu. Me quedé, pero a medias: cada vez que Boca se acercaba al arco de Franco Armani me ponía en cuclillas, hecho un ovillo. Lo había hecho por primera vez sobre el final del segundo tiempo reglamentario, cuando el árbitro cobró indirecto a favor de Boca en nuestra área, por una supuesta jugada peligrosa de Javier Pinola. Entonces no tuve resto para mirar cómo terminaba el tiro libre y preferí agacharme, ocultarme entre las piernas de los hinchas de River y prestarles más atención a mis oídos que a mis ojos: rogué que no escuchara un grito de gol desde la tribuna de enfrente. En cada córner o centro de Boca del alargue volví a hacer lo mismo, o sea que dejé de ver el espectáculo para el que había pagado una pequeña fortuna, hasta que Poko me dijo de repente, cuando el partido ya debía terminar, «¡Palo, pegó en el palo, tenemos el culo de campeón!». Mi reacción fue no tener reacción, como si me hubiesen dicho algo en árabe o en chino: no entendía nada.
Pero el asedio continuaba. «Córner», agregó el Chino Tortolini, otro de los amigos, excompañero de la Centenario, ahora viviendo en Barcelona. Me levanté, pispeé qué ocurría allá abajo, en el arco más cercano a nosotros, vi los preparativos del tiro de esquina, volví a agacharme, supliqué de nuevo que la tribuna de Boca se mantuviera en silencio a la distancia, no entendí por qué el córner se demoraba tanto, pasaron 35 segundos que me parecieron 35 días y escuché que alguien al lado festejó «¡Vamos, carajo!». Interpreté que debía ser un rechazo nuestro —en efecto, el puñetazo de Armani como si tuviera que desinflar una piñata—, así que me erguí y vi que, ya con la pelota fuera del área, Juanfer Quintero habilitaba al Pity Martínez.
Una final tan larga debía terminar con una corrida larguísima. La ventaja de quienes estábamos en el estadio fue que advertimos que Pity se proyectaba al vacío, sin rivales por delante. Sé de amigos frente al televisor que recién confirmaron que Boca se había quedado sin guardianes protectores cuando Martínez ingresó al área, un segundo antes de patear al 3 a 1.
En lo simbólico, todos los hinchas de River, los miles que estábamos en el Bernabéu y los millones que seguían el partido en Argentina y el resto del mundo, corrimos junto al Pity, escoltándolo contra el esfuerzo final de Carlos Izquierdoz. En la práctica, su guardia pretoriano era Pinola, uno de nosotros, una figura que en este caso es literal: un joven Javier, de 13 años, estuvo en las tribunas del Monumental la noche de 1996 en la que le ganamos al América de Cali y fuimos campeones de la Copa por segunda vez.
Cada uno le dará al sprint de Martínez su propio significado: para algunos, cada zancada que daba nos acercaba a una suerte de justicia divina, al punto final de la malaria que sufrimos entre 2000 y 2011, con las cuatro Libertadores de Boca y nuestro descenso, e incluso podríamos agregarle la racha maldita en el superclásico desde 1991, cuando pasamos a quedar por debajo en el historial. Los más grandes también habrán expulsado los demonios de otro 9 de diciembre, el de 1962, cuando uno de los nuestros, Delém, erró un penal que nos podría haber dado un título en la Bombonera.
Para el 9 de diciembre de 2019, algún productor debería estrenar un documental en el que los hinchas reconstruyamos cómo vivimos la carrera del Pity, esos 75 metros recorridos en nueve segundos y dos toques de zurda, uno de control y otro de definición. Mi aporte sería que, antes de caer en una avalancha de platea —como la mitad del Bernabéu—, alguien a mi lado se anticipó al gol y comenzó a gritar «¡Dale, campeón, dale campeón!» a medida que Martínez avanzaba en territorio comanche y a cada paso suyo purgábamos para siempre nuestras heridas del pasado.
Como el Pity, la gente se volvió loca, y tenía todo el derecho del mundo. No solo acabábamos de ganar el partido de los siglos por todos los siglos: Boca acababa de perder el partido de los siglos por todos los siglos. Entonces comenzó el festejo en Madrid, en el Obelisco, en el Monumental, en el resto de Argentina y en el lugar del mundo donde hubiera un hincha de River que, como los buenos vinos, cuanto más añejo será mejor.
Sabíamos que River era nuestra alegría diaria, pero no imaginábamos que podía hacernos tan felices.
La rivalidad
Más de 100 años antes de la corrida del Pity Martínez, es notable cómo River y Boca parecieron haber nacido para configurar un clásico, y ni siquiera entre los jugadores, sino entre los hinchas. La rivalidad comenzó en la calle y recién después se trasladó al campo de juego, como si el fútbol solo fuera un catalizador.
En 1911, el diario La Mañana lanzó una encuesta a sus lectores sobre qué club tenía —según la terminología de la época— más seguidores. Apenas se habían enfrentado un par de veces en la cancha, amistosos perdidos de los que ni siquiera se pudieron reconstruir las formaciones de los equipos (el primero, en 1906, fue empate), pero ya se olfateaban, se miraban de costado.
Eran clubes vecinos, del barrio de La Boca, con estadios precarios en la Dársena Sud (más o menos cerca de donde ahora está el Casino Flotante) y sin campañas especialmente destacadas: River había ascendido a Primera, aunque todavía no le peleaba el título a Alumni, el gran campeón de entonces, y Boca aún reptaba en Segunda. Y eran, además, instituciones muy jóvenes, fundadas hacía menos de 10 años, tal vez con influencia genovesa compartida: a los hinchas de Boca les decían «los zeneizes», «los genoveses», porque Génova, en su dialecto de origen, se escribe Zena, aunque no está claro que River haya comenzado a jugar de rojo y blanco por la bandera de esa región italiana. De los 600 clubes-equipos que fundaron los jóvenes criollos de aquella época, hijos de las nuevas olas de inmigrantes, la mayoría jugó un puñado de partidos antes de desaparecer en la historia, pero River y Boca sobrevivieron, se hicieron fuertes y pronto se convertirían en leyenda (y en superrivales).
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