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Luis Rojas Marcos - La Fuerza del Optimismo

Aquí puedes leer online Luis Rojas Marcos - La Fuerza del Optimismo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2007, Editor: Punto de Lectura, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Luis Rojas Marcos La Fuerza del Optimismo
  • Libro:
    La Fuerza del Optimismo
  • Autor:
  • Editor:
    Punto de Lectura
  • Genre:
  • Año:
    2007
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La Fuerza del Optimismo: resumen, descripción y anotación

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Aprender a sentir y pensar en positivo es una inversión sumamente rentable para vencer en la batalla contra el pesimismo y desarrollar al máximo las posibilidades de vivir sanos y felices. En el diálogo con el lector que constituye este libro, el psiquiatra Luis Rojas Marcos repasa la historia del pensamiento positivo; detalla los ingredientes que distinguen la disposición optimista de la pesimista; explora las fuerzas que forjan nuestro temperamento -el equipaje genético, los rasgos del carácter y los valores culturales-; identifica los venenos más dañinos para el optimismo -la indefensión crónica y la depresión-, describe estrategias de probada eficacia para fomentar una disposición optimista realista y examina la influencia del optimismo en las relaciones con otras personas, en la salud y en el trabajo. Y finaliza con un análisis de la cualidad más valiosa de nuestro optimismo: su enorme y probada utilidad a la hora de hacer frente a la adversidad en la vida. El optimismo que se describe en este libro no es un ejercicio mental o intelectual, sino una fuerza que nos ayuda a conquistar metas, a resistir la desgracia, a vencer la enfermedad, a relacionarnos con los demás. Ameno, con la sencillez expositiva que sólo es posible cuando se posee un profundo y riguroso conocimiento, Luis Rojas Marcos nos ofrece una obra mayor que nos ayuda a afrontar la vida con ilusión y esperanza.

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Aprender a sentir y pensar en positivo es una inversión sumamente rentable para vencer en la batalla contra el pesimismo y desarrollar al máximo las posibilidades de vivir sanos y felices. En el diálogo con el lector que constituye este libro, el psiquiatra Luis Rojas Marcos repasa la historia del pensamiento positivo; detalla los ingredientes que distinguen la disposición optimista de la pesimista; explora las fuerzas que forjan nuestro temperamento -el equipaje genético, los rasgos del carácter y los valores culturales-; identifica los venenos más dañinos para el optimismo -la indefensión crónica y la depresión-, describe estrategias de probada eficacia para fomentar una disposición optimista realista y examina la influencia del optimismo en las relaciones con otras personas, en la salud y en el trabajo. Y finaliza con un análisis de la cualidad más valiosa de nuestro optimismo: su enorme y probada utilidad a la hora de hacer frente a la adversidad en la vida. El optimismo que se describe en este libro no es un ejercicio mental o intelectual, sino una fuerza que nos ayuda a conquistar metas, a resistir la desgracia, a vencer la enfermedad, a relacionarnos con los demás. Ameno, con la sencillez expositiva que sólo es posible cuando se posee un profundo y riguroso conocimiento, Luis Rojas Marcos nos ofrece una obra mayor que nos ayuda a afrontar la vida con ilusión y esperanza.


Luis Rojas Marcos
La fuerza del optimismo
© 2005, Luis Rojas Marcos
© 2005, Santillana Ediciones Generales, S. L.
© 2007, para esta edición, RBA Coleccionábles, S. A.
Diseño de la cubierta: Maru Godas
ISBN: 978-84-473-5364-4
Depósito legal: NA-1270-2007
Impresión y encuademación: RODESA
Impreso en España - Printed in Spain
Dedico este libro a los hombres y mujeres abiertos a la idea de que la dicha y la desdicha no dependen tanto de los avatares de la vida como del significado que les damos.
1
En busca del optimismo
«El firmamento no es menos azul porque las nubes nos lo oculten o los ciegos no lo vean».
Antiguo proverbio danés
Visita sorpresa al hospital Coler Memorial
«En nuestra vida no hay un día sin importancia».
Alexander Woollgott, Mientras Roma arde, 1934
Una mañana nublada de febrero de 1996 paseaba yo nerviosamente, arriba y abajo, por mi despacho de la Corporación de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York, que dirigía desde hacía sólo seis meses. Las finanzas municipales eran realmente precarias y llevaba unos días muy preocupado por la posibilidad de que tuviéramos que cerrar varios ambulatorios en algunas zonas pobres de la ciudad. Para colmo, George, un colega y buen amigo de muchos años, había sufrido la noche anterior un accidente de automóvil en una autopista de Los Angeles y estaba ingresado en la unidad de cuidados intensivos de un hospital californiano.
Me imaginaba lo peor. Los presentimientos más negros inundaban mi mente y me impedían concentrarme en el trabajo. Decidí cancelar las citas que tenía esa mañana.
Para distraerme y aliviar el desasosiego se me ocurrió hacer una visita sorpresa a uno de los hospitales de la Corporación. Sé por experiencia que las apariciones imprevistas del jefe suelen provocar unas buenas dosis de actividad e improvisación saludables entre los directivos, además de que el personal y los pacientes las agradecen y aprovechan para airear espontáneamente sus quejas y satisfacciones.
Sin pensarlo mucho más, me dirigí al hospital Coler Memorial, ubicado en la pequeña isla Roosevelt, en la bifurcación Este del río Hudson que separa los barrios de Manhattan y Queens. Este espacioso sanatorio fue construido en 1949 y bautizado con el nombre del primer director de Bienestar Social de Nueva York. Con mil y pico camas, el Coler Memorial es uno de los mayores hospitales públicos de Estados Unidos dedicado al cuidado y rehabilitación de pacientes crónicos, en su mayoría afligidos por enfermedades degenerativas neurológicas o lesiones cerebrales graves provocadas por problemas vasculares o por accidentes.
Una vez en el centro fui directamente al despacho de Sam Lehrfeld, director ejecutivo desde hacía más de una década. Sam es un hombre de cincuenta y tantos años, algo regordete, con cara amplia y grandes ojos azules de expresión alegre. Aparte de ser un gran gestor sanitario, es conocido por su cordialidad, su afición a la gastronomía, su sentido del humor y la incombustible energía positiva que mantiene contra viento y marea. Verdaderamente, Sam posee el temperamento idóneo para liderar una institución dedicada a enfermos muy incapacitados y a menudo incurables.
Al verme se sorprendió por unos segundos pero enseguida se le iluminó el semblante y me invitó a que desayunáramos juntos en la cafetería del hospital. Por cierto, el Coler Memorial, con su menú multiétnico, goza de tan buena reputación culinaria que empresas del vecindario suelen encargar a su cocina la comida para sus fiestas y recepciones, algo insólito en la industria hospitalaria. Una vez terminada la colación, le dije a Sam que quería darme una vuelta por la segunda planta, recién renovada, en la que se encontraban internados pacientes tetrapléjicos, paralizados de barbilla para abajo, que requieren atenciones continuadas y respiración asistida. Aunque Sam insistió en acompañarme, le convencí de que prefería ir solo.
El olorcillo a desinfectante típico de los hospitales me invadió nada más entrar en la unidad. El sonido rítmico de las bombas neumáticas de los respiradores artificiales que día y noche inyectan y extraen el aire de los pulmones de pacientes que han perdido la capacidad de respirar por sí mismos resonaba en el ambiente. Me identifiqué ante la enfermera encargada y le expliqué que quería saludar a algún paciente. Acto seguido entré al azar en una de las habitaciones.
Un hombre de aspecto joven yacía medio recostado en una cama, respirando trabajosamente. Inmóvil de brazos y piernas, tenía la cabeza sujeta por unos soportes forrados de gasa y los ojos muy abiertos y fijos en las imágenes de una película que se proyectaba en la pantalla de un pequeño televisor colgado frente a él. Noté que tenía una traqueotomía -abertura que se hace artificialmente en la tráquea para facilitar la respiración- cubierta con un tapón. Al lado de la mesilla de noche había un respirador automático en punto muerto.
Cuando oyó mis «buenos días», giró los ojos hacia mí, me echó una mirada penetrante y sonrió levemente. Me presenté y le dije que, si no tenía inconveniente, me gustaría saber cuál era el motivo de su hospitalización y su opinión sobre los cuidados que recibía del personal. Hablando con dificultad en un lenguaje entrecortado, con tono grave y áspero pero comprensible, me dijo que se llamaba Robert, tenía 46 años, era ingeniero de profesión y llevaba algo más de cinco años ingresado a causa del grave accidente de trabajo que había sufrido mientras inspeccionaba una obra. Me explicó que se lesionó seriamente la médula espinal a nivel cervical y, como consecuencia, había quedado totalmente paralítico. Robert estaba casado y tema un hijo de diez años y una hija de ocho. En cuanto a su evaluación del hospital, elogió el trato que recibía y se mostró especialmente animado al contarme que en los últimos tres meses había conseguido, con mucho esfuerzo, respirar por su cuenta durante casi dos horas al día.
Robert me comentó que era consciente de la alta probabilidad que terna de permanecer paralizado durante el resto de sus días. Sin embargo, no dudó en añadir que en el pasado había superado retos duros, como la muerte de su padre, con quien estaba emocionalmente muy unido, cuando él sólo contaba 15 años, y las consiguientes dificultades económicas. Por otra parte, se sentía muy animado porque había logrado ir controlando poco a poco su programa cotidiano en el hospital. Estos logros le hadan pensar que quizá en el futuro también vencería su invalidez, por lo menos hasta el punto de poder vivir en casa con su familia. Le pregunté cómo era su día a día en el hospital y me contestó que bastante mejor de lo que en un principio había anticipado. Se había hecho «adicto» -me dijo- a varias series de televisión, y siempre esperaba con buen apetito la hora de la comida; disfrutaba de las buenas relaciones de amistad que había desarrollado con algunas enfermeras y fisioterapeutas del centro y, sobre todo, se sentía feliz cuando le visitaban sus hijos y su mujer.
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