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El tesoro de Cuauhtémoc
Copyright © 2016
Giacommo J. Seráuz / Gonzalo Javier Suárez Prado
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Para mis padres, Gonzalo y Maria Luisa,
por lo que conocen de esta historia mejor que nadie.
Para mi esposa Ana Ivette,
mi mayor riqueza.
Para mis hijos Gonzalo Daniel, Anette Geraldyne,
Ana Sophia y Fernando Javier,
esperando que puedan encontrar su propio tesoro.
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Giacommo J. Seráuz.
(Gonzalo J. Suárez P.)
Nuestro Sol se ha ocultado
Nuestro Sol se ha escondido
y nos ha dejado en la más completa oscuridad...
Sabemos que volverá a salir para alumbrarnos de nuevo,
pero mientras permanezca allá en el Mictlán
debemos unirnos ocultando en nuestros corazones
todo lo que amamos.
Del testamento de Cuauhtémoc
CAPÍTULO UNO
La sangre que caía de su prepucio perforado abonaba la tierra que muy pronto dejaría de gobernar. El dolor físico de los lóbulos y la piel era nada comparado con el desgarrador dolor moral que le corroía el alma. Era, sin duda, un hombre sufriente.
La noche de ese verano de 1521 en las montañas Oztoctépetl (hoy denominada Sierra de Guadalupe), al norte del Valle de México, era húmeda y fría. Se sentía, además, el viento cortante en rachas repentinas. La pena de este hombre era aún más lastimosa en esas circunstancias.
Un único asistente, parado a la distancia, veía a su Señor, de rodillas, continuar con el ritual al que había asistido a tan remoto paraje. Extrañamente, habían salido solos.
De manera poco común habían escapado al sitio de la ciudad lacustre en que vivían. Ni los guardias aztecas ni los rondines españoles les vieron salir entre los juncos que limitaban México-Tenochtitlan. Pero no buscaba huir, sino completar su ritual.
La espina de maguey, afilada, rasgaba la piel una y otra vez. El calor de la sangre que goteaba contrastaba con el frío ambiente. La lluvia se mezclaba con esa sangre noble poco antes de caer en la esfera hueca de jade.
Antes se había perforado las orejas y la lengua. Faltaba completar el ritual sagrado con sangre extraída de su prepucio.
Cada golpe de la espina de maguey generaba olas de dolor que recorrían el cuerpo. Pero el hombre no se inmutaba. Estaba en un trance de oración y dolor. Vivía un sufrimiento moral extremo, por lo que las lesiones físicas no le incomodaban.
Poco a poco la sangre y lluvia llenaron la cuarta esfera de jade. Material precioso digno para albergar la ofrenda del guerrero. Puso la pequeña tapa que encajaba a la perfección. Visto de lejos parecía la cuenta grande de un collar. De cerca apenas se percibía una ranura y algo de sangre fuera de ella. Este pequeño relicario de piedra verde estaba al ras.
Con un gesto adusto, que contrastaba con el dolor que debía sentir pero no manifestó, se puso de pie e hizo una seña al criado, quien se acercó, reverente y cabizbajo, a su señor. Portaba un pequeño cofre de piedra, acaso mayor que un códice.
En él puso el orante uno de esos libros antiguos, de unas 20 láminas, doblado en biombo. El papel de amate tenía una textura café, finamente trabajada. Al tacto era demasiado suave para venir de un material tan burdo. Encajaba casi perfectamente al tamaño del cofre.
Añadió su corona de oro, y cuatro esferas de jade verde, llenas de su sangre. Una más contenía su semen. Unos granos de cacao y plumas de quetzal completaban la ofrenda. Unas gotas de lluvia y un par de lágrimas, las primeras que le salían, se incorporaron al cofre.
Puso una pieza menor de piedra tallada a manera de tapa. Nuevamente, el trabajo era tan fino que encajaba a la perfección. Quien no supiera que eso era un cofre tendría dificultades para abrirlo.
Lo que era muy evidente era el trabajo en alto relieve por los cuatro costados del cofre de piedra. Predominaba en la tapa el escudo de armas del portador de la pieza.
Un águila que desciende, con las alas plegadas hacia atrás y la cabeza por delante. Se ve que va en una picada grave, herida o moribunda. Es verdaderamente el “águila que cae”.
Continuó Cuauhtémoc en una oración profunda por otra media hora. En tanto, su criado hacia un agujero en la tierra, lo suficientemente grande para poner el cofre en él, no muy lejos de donde el Huey Tlatoani, el Gran Orador o Supremo Hablante, el último emperador azteca, realizaba su ascesis.
El frío arreciaba en tanto que se acercaba el amanecer. Faltaba poco para que los primeros rayos del sol iluminaran la arista de las montañas cercanas.
Súbitamente, de un salto, se incorporó Cuauhtémoc. Fuerte y vigoroso, ocultaba el ayuno de muchos días que le habían impuesto tanto las circunstancias de la guerra como el hecho de saberla perdida.
Poco más de medio año había estado en el poder, desde mediados del invierno, durante la primavera y esa parte del verano. 89 días de ellos, vivió el sitio de México-Tenochtitlan, la capital de su aún vasto imperio.
Recordó cómo, casi dos años antes, acompañó a su tío Moctezuma Xocoyotzin a recibir a un extraño embajador, quien se identificaba como emisario de un rey que venía “de más allá de las grandes aguas”. De cómo durante algunos meses pudieron convivir en paz hasta que mataron a su tío y generaron una revuelta que expulsó a los castellanos de la ciudad.
Trató de recordar a su padre, que como él también había sido Huey Tlatoani, el octavo emperador azteca. Ahuízotl tenía reconocidas dotes de guerrero, diplomático y hasta de economista, pues expandió el Imperio Azteca de mar a mar (Anáhuac, la tierra entre los dos mares) y desde las tierras de las tribus bárbaras del norte hasta Nicanáhuac, “hasta aquí el Anáhuac”, hoy Nicaragua. E incluso llegó a comerciar con el Imperio Inca, si bien de manera muy esporádica y aleatoria.
Pero Ahuízotl murió cuándo su hijo apenas tenía seis años. Pocas son las memorias que le dejó, y la mayoría son de momentos amorosos y juguetones. Nada como para hacerlo un genio de la guerra y la administración pública. En esta noche lo recordaba Cuauhtémoc con afecto y nostalgia, y le hubiera gustado poderle preguntar qué hacer.