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José Manuel Surroca - El documento 303

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José Manuel Surroca El documento 303

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EL

DOCUMENTO 303

José Manuel Surroca Laguardia

Capítulo I.

Huesca.

Monasterio de San Pedro el Viejo.

Lunes, 10 de mayo de 1137

El fuerte calor se dejaba notar incluso estando a la sombra en el fresco y austero claustro de San Pedro el Viejo. Contra lo que solía ser habitual, mayo se estaba presentando bastante caluroso. En un rincón, junto a una mesa sobre la que había colocadas una jarra, dos copas y una bandeja de cristal con dulces, los dos hombres hablaban calmosamente en voz baja de forma que desde cierta distancia era imposible saber de lo que trataban. El mayor de ellos, contaba ya con 62 años y su acompañante, bastante más joven, tenía 24. Los dos contertulios eran el Rey de Aragón, Ramiro II y Ramón Berenguer, IV Conde de Barcelona. Un poco apartados de los dos nobles, y a salvo de los rayos de sol, dos frailes paseaban tranquilamente por el corredor del claustro. Se trataba de Fray Ponce de Ripoll y Fray Juan de Huesca, ambos escribanos, el primero del Conde catalán y el segundo del rey de Aragón, siendo ambos jóvenes y sus edades de 25 y 34 años respectivamente. En esa íntima, secreta y tranquila reunión, se estaban colocando los primeros fundamentos de la futura Corona de Aragón.

Ramiro II, se encontraba en un difícil y complicado trance. El rey monje, como así lo llamaban despectivamente los nobles aragoneses, vio toda su vida agitada y trastocada, debido al testamento de su hermano Alfonso I, quien había dejado el reino a las Órdenes militares, y ante la negativa de los nobles aragoneses a reconocer semejante testamento, había sido prácticamente obligado a dejar sus hábitos para hacerse cargo del reino respondiendo a la llamada de la sangre. Lejos quedaban para él, los tiempos de calma y sosiego en el monasterio de San Poncio de Thomiéres, cerca de Narbona.

Elegido rey a la fuerza, tomó el nombre de Ramiro II y para cumplir con su estirpe, hubo de tomar esposa, Agnes de Poitou, quien en aquellos calurosos días de mayo, ya se había recluido en el convento de Fontevrault, en la Aquitania francesa, y tras haber engendrado a Petronila, ahora debía resolver el problema de la continuidad de la dinastía, y por tanto, el destino del reino.

Para ello, y dadas las enormes tensiones a las que tenía que hacer frente, no sólo del interior del reino sino también del exterior, no había dudado en reunirse en secreto, bajo la discreción de los muros del Monasterio de San Pedro el Viejo, su querido monasterio, con Ramón Berenguer, el joven Conde al que había conocido dos años antes cuando pasó varias semanas en Besalú y Gerona, como su huésped, reflexionando sobre los múltiples problemas que debía resolver ante su obligada asunción del trono del reino.

Ramón Berenguer, a pesar de su juventud, le había causado a Ramiro una gran impresión. Bien parecido, afable, inteligente y muy religioso, veía en él la solución idónea para el proyecto concebido en su mente, atendiendo principalmente a dos factores fundamentales: el político, es decir, la gobernabilidad del reino aportando un regente dotado de grandes cualidades, y la humana, dotando a su hija de un marido cariñoso y afable. Y sobre ambos depositaría el futuro del Reino.

En aquella reposada reunión se estaban ultimando las condiciones por las que el joven Conde accedía a desposarse con Petronila una vez que ésta hubiera alcanzado la edad canónica de 14 años, pero accediendo al gobierno del reino a título de regente desde el momento de su firma.

Depositados sobre la mesa, los dos documentos que rubricaban los pactos sobre los que ambos estaban ya de acuerdo. Atrás quedaban los innumerables viajes de Gaufrido, el Obispo de Zaragoza al Arzobispo de Tarragona, Olegario, tratando de acordar las líneas maestras de los acuerdos, cuyos flecos finales acordarían los dos magnatarios.

En uno de ellos, el titulado “ Capitulaciones matrimoniales de Doña Petronila ”, se establecían las condiciones en las que se daba solución al problema jurídico planteado. El derecho aragonés establecía que las mujeres no podían gobernar el reino, pero sí que podían transmitir los derechos dinásticos y la potesta regia , de forma que desde el momento de la firma y aceptación de aquellas capitulaciones, Ramón Berenguer ejercería las labores plenas de rey, aunque sin poder titularse así, tratamiento que reservaba para sí Ramiro, hasta que falleciese. Si llegado este momento, y fallecida Petronila sin descendencia, quedando vivo Ramón Berenguer, éste heredaría el reino en plenitud, por lo que ya podría gobernar con el título de Rey. Si hubiera descendencia masculina, este infante, llegado el momento, recibiría el título de Rey de Aragón, heredando el Reino y el Condado de Barcelona.

En el otro documento, en el que figuraba el título de “ Capitulaciones del Conde Ramón Berenguer IV de Barcelona ”, se establecían las contrapartidas que el Conde se comprometía a ejecutar en cuanto las circunstancias lo permitieran.

-Don Ramiro, quiero haceros una petición–dijo el Conde.

-Decidme buen Conde.

-Tengo razones para rogaros que este segundo documento permanezca en secreto por razones obvias, dada la naturaleza de lo que en él se encierra, y desearía que su contenido, no la existencia del mismo, se diera a conocer justo cuando yo falleciera, pues sería en ese momento y no en otro cuando podría hacerse un exacto balance de mi compromiso.

Así lo entendió también Ramiro II, y todo quedó listo para ser firmado y que los escribanos pusieran sus sellos y signos, al igual que Ramiro II y Ramón Berenguer. La fecha de la firma solemne la fijaron para el 11 de agosto en Barbastro, ciudad muy querida para Ramiro y de la que había sido Obispo.

Tras terminar la reunión Ramiro llamó a su lado a Fray Juan de Huesca, el escribano que había confeccionado el documento que contenía las capitulaciones del conde.

-Hermano Juan, un favor deseo pedirte, pero es de tal naturaleza que debes de oírlo, hacerlo y olvidarlo-le dijo con un susurro de voz.

Fray Juan esbozó una sonrisa. Estaba a punto de saber que Ramiro le había leído el pensamiento.

-Vos diréis, mi señor.

-Quiero que esta noche hagas una copia de las Capitulaciones del Conde. Y guárdalo donde no lo sepa nadie. Ni yo mismo.

-Así se hará sin falta.

Fray Juan y Ramiro contaban ya con bastantes años de amistad y conocimiento mutuo por convivir ambos en el monasterio de San Pedro el Viejo desde 1124 cuando Ramiro regresó de Thomiéres, en Francia. Para entonces, fray Juan llevaba ya 4 años en el monasterio, aprendiendo las labores propias de un escribano. Al igual que los nobles aragoneses, en un principio no entendió la razón de entregar el reino a Ramón Berenguer sin ningún tipo de contrapartida. Máxime, cuando en las Capitulaciones de Petronila, se especificaba que si moría ésta sin descendencia, Ramón Berenguer ejercería a título de Rey, una vez muerto Ramiro, y el reino le pertenecería a él y a sus sucesores. Sólo cuando fue requerido para redactar el documento de las Capitulaciones del Conde, le pareció que el reino saldría fortalecido, siempre y cuando, claro está, no se diese la circunstancia de fallecer todos los actores del drama, a excepción del Conde, en cuyo caso, éste agrandaría sus dominios a cambio de nada.

Dos días más tarde, Ramón Berenguer regresaba directamente a Barcelona desde Huesca. Reunió a su Consejo privado, entre los que se encontraba su Senescal Guillem Ramón de Montcada, su Capellán Guillermo, y varios nobles más.

Sobre la mesa, estaban depositados los dos documentos que mandó leer a su escribano, Ponce de Ripoll. Todos escucharon en silencio la lectura de los mismos. Ramón, sentado en su sitial, mantenía la cabeza baja, con las manos recogidas en actitud orante y los codos apoyados sobre los reposabrazos de su sillón, escuchando atentamente, no tanto al que leía, sino los comentarios dichos en voz baja por los miembros de su consejo.

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