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H. G. Wells - Una historia de los tiempos venideros

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Una historia de los tiempos venideros: resumen, descripción y anotación

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H. G. Wells

Una historia de los tiempos venideros

Título original: A Story of the Days to Come

H. G. Wells, 1899

Traducción: Luis Navarro


Una historia de los Tiempos venideros

Dentro de un millar de años, poco más o menos, la sociedad estará dividida en tres clases: los grandes ricos, que tendrán en sus manos el monopolio de todas las industrias y que habitarán los posos superiores de los altos edificios, para estar más cerca de sus vehículos volantes y del aire puro; los empleados, funcionarios, médicos, hombres de leyes, clase intermedia que ocupará la parte central de esos edificios; y en el piso bajo, los obreros y obreras, miserable población de siervos de fábricas y de canteras, alimentados y vestidos administrativamente, clase en la cual habrá perdurado, junto con el lenguaje grosero de los siglos antiguos, el amor al boxeo que fue en aquellos tiempos la característica de los ingleses. En este medio singular se encuentran dos jóvenes que, cediendo a influencias atávicas, se entregan al amor sin preocuparse de la fortuna, y después de haber disipado su escaso haber, se hallan reducidos a la vida se forzado impuesta entonces a todos los que para no morirse de hambre, deben procurarse recursos en el trabajo. Un viejo egoísta, que pretendía a la joven Elisabeth, y que para apoderarse de ella, había ensayado el hipnotismo y la persecución, se arrepiente en el momento de morir, y le entrega su fortuna, lo que permite a la joven pareja abandonar los horrores del fondo y subir a la superficie, tomando un bonito departamento del piso diecinueve, con terrado y balcón. Éste es, a grandes rasgos, el argumento de la «Historia de los tiempos futuros», que constituye la primera parte de este volumen, y en la cual el celebrado autor de «Los primeros hombres en la luna» estudia y resuelve, científicamente, siempre con los inimitables recursos de su imaginación y de su fantasía, algunos de los graves problemas sociológicos que agitan en estos momentos a la humanidad. La segunda parte de este volumen la forman cinco cuentos e historietas, elegidos entre los más curiosos e interesantes que ha dado a luz este escritor realmente original: «El tesoro de la selva», «Los piratas del mar», «El Cono», relatos intensamente dramáticos, sobre todo el último, cuyo horrible desenlace provoca un escalofrío de horror; «En el abismo», singular descubrimiento de una humanidad que habita en las profundidades del mar insondable, y «El caso Plattner», demostración científica, humorística, de la probabilidad de que exista a nuestro alrededor y viva con nosotros el mundo de los espíritus de nuestros antepasados, y descripción impresionante de este mundo extraordinario e invisible.


I
La cura de amor.

El excelente Mr. Morris era un inglés que vivió en la época de la buena reina Victoria. Era, un hombre próspero y muy sensato; leía el Times e iba a la iglesia. Al llegar a la edad madura, se fijó en su rostro una expresión de desdén tranquilo y satisfecho por todo lo que no era como él. Era Mr. Morris una de esas personas que hacen con una inevitable regularidad todo lo que está bien, lo que es formal y racional.

Llevaba siempre vestidos correctos y decentes, justo medio entre, lo elegante y lo mezquino. Contribuía regularmente a las obras caritativas de buen tono, transacción juiciosa entre la ostentación y la tacañería, y nunca dejaba de hacerse cortar los cabellos de un largo que denotara una exacta decencia.

Todo cuanto era correcto y decente que poseyera un hombre de su posición, lo poseía él, y lodo lo que no era ni correcto ni decente para un hombre de su posición, no lo poseía.

Entre esas posesiones correctas y decentes, el tal Mr.

Morris tenía una esposa y varios hijos. Naturalmente, la esposa que tenía era del género decente, y los hijos eran del género decente, y en número decente: nada de fantástico o de aturdido en ninguno de ellos, en cuanto Mr. Morris alcanzaba a ver. Llevaban vestidos perfectamente correctos, ni elegantes, ni higiénicos, ni raídos, sino justamente como la decencia los exigía. Vivían en una casa bonita y decente, de arquitectura Victoriana, al estilo de reina Ana, que ostentaba en el frontis falsos cabriolés de yeso pintados color de chocolate; en el interior, tableros imitación encina esculpida, de Lincrusta Walton; un terrado de barro cocido que imitaba la piedra, y falsos vitreaux en la puerta principal. Sus hijos fueron a escuelas buenas y sólidas, Y abrazaron respetables profesiones; Sus hijas, no obstante una o dos veleidades fantásticas, se unieron en matrimonio con partidos adecuados, personas de orden, avejentadas y «con esperanzas». Y cuando le llegó el momento decente y oportuno, Mr. Morris murió. Su tumba fue de mármol, sin inscripciones laudatorias ni insulseces artísticas, tranquilamente imponente, porque esa era la moda de aquella época.

Sufrió diversos cambios, según la costumbre en tales casos, y mucho tiempo antes de que esta historia comenzara, sus mismos huesos estaban reducidos a polvo y esparcidos a los cuatro vientos. Sus hijos, sus nietos, sus biznietos y los hijos de éstos, no eran ya, ellos también, otra cosa que polvo y cenizas, las cuales habían sido igualmente desparramadas.

Era cosa que él no habría podido nunca imaginarse, el que llegaría el día en que hasta los restos de sus tataranietos fueran esparcidos a los cuatro vientos. Si alguien hubiera emitido semejante idea en su presencia, él habría sentido una grave ofuscación, pues era una de esas dignas personas que Do tienen interés alguno por el porvenir de la humanidad. A decir verdad, tenía serias dudas en cuanto a que tocara a la humanidad un porvenir cualquiera después de que él hubiera muerto.

Le parecía completamente imposible y absolutamente desnudo de interés el imaginarse que hubiera algo después de su muerte. Sin embargo, así era, y cuando hasta los hijos de sus biznietos estuvieron muertos, podridos —y olvidados—, cuando la casa de falsas vigas hubo sufrido la suerte de todas las cosas ficticias, cuando el Times no apareció más, cuando el sombrero de copa pasó a ser una antigüedad ridícula, y la piedra tumular, modesta e imponente, que había sido consagrada a Mr. Morris, había sido quemada para hacer cal y argamasa, y cuando todo lo que Mr. Morris había juzgado importante y real se había desecado y estaba muerto, el mundo existía aún y había en él personas que miraban el porvenir, o más bien dicho, todo lo que no era su persona o su propiedad, con tanta indiferencia como lo había mirado Mr.

Morris Cosa extraña de observar, y que habría causado a Mr. Morris un gran enojo si alguien se lo hubiera predicho: por todo el mundo vivía esparcida una incertidumbre de personas que respiraban la vida y por cuyas venas corría la sangre de Mr. Morris, así como, un día por venir, la vida que está hoy concentrada en el lector de la presente historia, podrá estar igualmente esparcida por todos los extremos de este mundo y mezclada en millares de razas extranjeras, más allá de todo pensamiento y de todo rastro.

Entre los descendientes de este Mr. Morris había uno tan sensato y de espíritu tan claro como su antepasado. Tenía exactamente la misma armazón sólida y corta del antiguo hombre del siglo XIX, cuyo nombre de Morris, llevaba aun —pero con esta ortografía: Mwres—; tenía en el rostro la misma expresión medio desdeñosa. Era también un personaje próspero para su época, lleno de aversión hacia lo nuevo, y para todas las cuestiones concernientes a lo porvenir y al mejoramiento de las clases inferiores, como lo había sido su antepasado Mr. Morris. No leía el Times (para decir, la verdad, ignoraba que alguna vez hubiera habido un Times ); esta institución había naufragado en alguna parte, en los abismos de los años transcurridos. Pero el fonógrafo que le hablaba por la mañana, mientras se vestía, reproducía la voz de alguna reencarnación de Blowitz que se entrometía en los asuntos del mundo. Esa máquina fonográfica tenía las dimensiones y la forma de un reloj holandés, y en la parte delantera unos indicadores barométricos movidos por electricidad, un reloj y un calendario eléctricos, un memento automático para las citas, y en el sitio de la esfera se abría la boca de una trompeta. Cuando tenía noticias, la trompeta graznaba como un pavo: «¡galú! ¡galú!» después de lo cual voceaba su mensaje, como una trompeta puede vocear.

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