Dan Wells - Partials, la conexión
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Partials, la conexión: resumen, descripción y anotación
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Este libro está dedicado a los que rompen reglas,
a los reb eldes y a los revolucionarios.
A veces la mano que nos da de comer necesita una buena mordida.
L a recién nacida N°485GA18M falleció el 30 de junio de 2076 a las 6:07 de la mañana. Tenía tres días de vida. Desde el Brote, el promedio de vida de un niño humano era de cincuenta y seis horas.
Hasta habían dejado de ponerles nombres.
Kira Walker observaba con impotencia mientras el doctor Skousen examinaba el cuerpecito. Las enfermeras (la mitad de ellas también embarazadas) registraban los detalles de su vida y su muerte, sin rostros, enfundadas en trajes de una sola pieza y máscaras antigás.
La madre miraba, abatida, desde el pasillo. El vidrio atenuaba sus sollozos. Ariel McAdams tenía apenas dieciocho años. Madre de un cadáver.
—Temperatura central: 37 grados al nacimiento —informó una enfermera, mientras revisaba la lectura del termómetro. Su voz se oía metálica a través de la máscara. Kira no sabía su nombre. Otra enfermera apuntaba meticulosamente las cifras en una hoja amarilla—. A los dos días, 36.5 grados —prosiguió la primera—. A las cuatro de la mañana de hoy, 37 grados y a la hora del deceso, 43 grados.
Se movían suavemente por la habitación, como pálidas sombras verdes en una tierra de muertos.
—Déjenme cargarla —sollozó Ariel, con voz quebrada—. Déjenme cargarla.
Las enfermeras la ignoraron. Era el tercer nacimiento de la semana, y la tercera muerte. Era más importante registrar el deceso, aprender de él para evitar, si no el próximo, sí el siguiente, o el centésimo, o el milésimo. Encontrar el modo de ayudar a un niño humano a sobrevivir.
—¿Frecuencia cardíaca? —preguntó otra enfermera.
No puedo seguir haciendo esto , pensó Kira. Quiero ser enfermera, no enterradora…
—¿Frecuencia cardíaca? —volvió a preguntar con insistencia. Era la enfermera Hardy, jefa de maternidad.
Kira puso atención de inmediato; ella estaba a cargo de monitorear la actividad cardíaca.
—Estable hasta las cuatro de esta mañana; entonces pasó de 107 a 133 pulsaciones por minuto. A las cinco, la frecuencia cardíaca era de 149. A las seis, de 154. A las seis y seis minutos, de… 72.
Ariel volvió a gemir.
—Mis cifras lo confirman —dijo otra enfermera.
La enfermera Hardy apuntó los números pero miró a Kira, enojada.
—No te distraigas —la reprendió—. Muchos residentes darían su ojo derecho por ocupar tu puesto.
—Sí, señora.
En el centro de la sala, el doctor Skousen se puso de pie, entregó la bebé a una enfermera y se quitó la máscara antigás. Sus ojos parecían tan muertos como los de la criatura.
—Creo que es todo lo que averiguaremos por ahora. Limpien esto y preparen los análisis de sangre completos.
Salió de la habitación, y en torno de Kira todas las enfermeras prosiguieron con su ajetreo, envolviendo al bebé para su entierro, limpiando los equipos y lavando la sangre derramada. La madre lloraba, sola y olvidada. A Ariel la habían inseminado artificialmente, y no tenía un esposo o novio que la consolara. Kira, obediente, reunió todos los registros para guardarlos y analizarlos, pero no podía dejar de mirar a la muchacha que sollozaba detrás del vidrio.
—No te distraigas, residente —insistió la enfermera Hardy. Ella también se quitó la máscara; tenía el cabello adherido a la frente por el sudor. Kira la miró en silencio. La enfermera le devolvió la mirada y levantó una ceja—. ¿Qué nos dice ese aumento de la temperatura?
—Que el virus alcanzó su nivel de saturación —respondió Kira, recitando de memoria—. Se reprodujo hasta avasallar el sistema respiratorio, y el corazón empezó a forzarse para compensarlo.
La enfermera Hardy asintió, y Kira advirtió por primera vez que tenía los ojos irritados y enrojecidos.
—Uno de estos días, los investigadores van a encontrar un perfil común en estos datos y van a aplicarlo para sintetizar una cura. Y la única manera en que podrán hacerlo es si nosotros… —hizo una pausa y esperó a que Kira completara la oración.
—Estudiamos del mejor modo posible el curso de la enfermedad en cada niño y aprendemos de nuestros errores.
—De los datos que tienes en las manos va a depender que se encuentre una cura —la enfermera Hardy señaló los papeles de Kira—. Si no los registramos, esta criatura habrá muerto en vano.
Kira volvió a asentir y acomodó, aturdida, los papeles en su carpeta.
La jefa de enfermeras se apartó, pero Kira la llamó con unos golpecitos en el hombro. Cuando la mujer se volvió, Kira no se atrevió a mirarla a los ojos.
—Disculpe, señora, pero si los médicos ya terminaron con el cuerpo, ¿Ariel podría cargarla? ¿Solo un minuto?
La enfermera Hardy suspiró, y su semblante adusto y profesional dejó vislumbrar la fatiga.
—Mira, Kira. Sé con qué rapidez cursaste el programa de capacitación. Es evidente que tienes aptitudes para la virología y el análisis del RM, pero la habilidad técnica es apenas la mitad del trabajo. Tienes que estar preparada emocionalmente o la sección maternidad va a devorarte viva. Llevas tres semanas con nosotros; es el décimo niño que ves morir. Para mí es el novecientos ochenta y dos. Recuerdo a cada uno de ellos —hizo una pausa y su silencio se prolongó más de lo que Kira esperaba—; tienes que aprender a superarlo.
Kira miró hacia el pasillo, Ariel seguía llorando y golpeando el grueso vidrio.
—Sé que usted ha perdido a muchos, señora —dijo, y tragó en seco—. Pero para ella es el primero.
La enfermera Hardy miró a Kira un largo rato, con una sombra lejana en la mirada. Por fin, se dio vuelta.
—¿Sandy?
Otra enfermera joven, que estaba llevando el cuerpecito hacia la puerta, levantó la vista.
—Desenvuelve a la bebé —le ordenó la enfermera Hardy—. La madre va a cargarla.
Kira terminó su papeleo como una hora más tarde, justo a tiempo para la asamblea con el Senado. Marcus la esperaba en el vestíbulo y la recibió con un beso. Ella intentó dejar atrás la tensión de la larga noche. Marcus sonrió, y ella respondió con una sonrisa débil. La vida siempre era más fácil cuando estaba él.
Salieron del hospital y Kira parpadeó cuando sus ojos cansados enfrentaron aquel súbito estallido de luz natural. El hospital era como un bastión de tecnología en el centro de la ciudad, tan diferente de las casas ruinosas y las calles cubiertas de maleza que bien podría haber sido una nave espacial. Lo peor del desastre ya se había limpiado, por supuesto, pero incluso once años más tarde quedaban rastros del Brote por doquier: los automóviles abandonados se habían convertido en puestos de venta de pescados y verduras; los patios cubiertos de césped ahora eran huertas y gallineros. Un mundo que había sido tan civilizado —el viejo mundo, anterior al Brote— se había convertido en unas ruinas prestadas para una cultura que estaba apenas un escalón por encima de la Edad de Piedra. Los paneles solares que daban energía eléctrica al hospital eran un lujo con el cual la mayor parte de East Meadow solo podía soñar.
Kira pateó una piedra en el camino.
—Creo que ya no puedo seguir haciendo esto.
—¿Quieres tomar un bicitaxi? —le preguntó Marcus—. El coliseo no está tan lejos.
—No me refería a caminar —respondió ella—, sino a esto: al hospital, los bebés. Mi vida —recordó los ojos de las enfermeras, pálidos, enrojecidos y fatigados, muy fatigados—. ¿Sabes a cuántos bebés he visto morir? —preguntó, en voz baja—. Los he visto personalmente, delante de mí.
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