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H. G. Wells - Rusia en las tinieblas

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H. G. Wells Rusia en las tinieblas
  • Libro:
    Rusia en las tinieblas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1920
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Rusia en las tinieblas: resumen, descripción y anotación

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I

PETROGRADO, AGONIZANTE

II

NAUFRAGIO Y SALVAMENTO

III

LA QUINTA ESENCIA DEL BOLCHEVISMO

En los dos precedentes artículos he tratado de dar al lector mi impresión de la - photo 1

En los dos precedentes artículos he tratado de dar al lector mi impresión de la vida rusa, tal como la vi en Petrogrado y Moscou, como un espectáculo de ruina, como el derrumbamiento de un sistema político, social y económico, afín del nuestro, pero más endeble y podrido, que se ha venido a tierra bajo el impulso de seis años de guerra y desgobierno. El desastre principal tuvo lugar en 1917, cuando el zarismo, bestialmente inepto, se hizo a todas luces imposible. Había empobrecido el país, perdido el dominio de su ejército y perdido la confianza del pueblo entero. Su sistema policíaco había degenerado en un régimen de violencia y bandidaje. No era posible que continuase en pie.

Y no había alternativa de gobierno. Durante varias generaciones, las principales energías del zarismo se habían encaminado a destruir toda posibilidad de esta alternativa. Su subsistencia descansaba en el único hecho de que, malo y todo, no había nada que pudiese reemplazarlo. La primera Revolución convirtió, pues, a Rusia en una furiosa querella y una arrebatiña política. Las fuerzas liberales del país, inhabituadas a la acción y la responsabilidad, se enzarzaron en una clamorosa discusión sobre si Rusia iba a ser una monarquía constitucional o una república liberal, una república socialista, etc., etc. Sobre la confusión gesticulaba Kerensky, con posturas del más hermoso liberalismo. A través, relucían unos cuantos aventureros equívocos, «hombres fuertes» —supuestos hombres fuertes—, monjes rusos y Bonapartes eslavos. El poco orden social que quedaba se derrumbó. Durante los últimos meses del 17, el asesinato y el robo eran simples accidentes callejeros en Petrogrado y Moscou, tan comunes como un accidente de automóvil en las calles de Londres, y todavía menos comentados. En el barco de Reval me encontré con un americano que había sido director de la American Harvester Company en Rusia, y que estuvo en Moscou durante este período de caos. Hablaba de los desvalijamientos en pleno día, de cadáveres que permanecían horas y horas en el arroyo —como un ratón muerto podría quedar en una ciudad de Occidente—, mientras la gente seguía circulando por las aceras.

La estatua de Marx a las puertas del Instituto Smolny Sede del Partido - photo 2

La estatua de Marx a las puertas del Instituto Smolny (Sede del Partido Comunista).

A este país enfebrecido y confuso vinieron los representantes de Gran Bretaña y Francia, ciegos a la magnitud del trágico desastre, atentos sólo a la guerra, a sostener en la lucha a los rusos y lanzarlos a una nueva ofensiva contra Alemania. Fero cuando los alemanes dieron una vigorosa embestida hacia Petrogrado, a través de las provincias bálticas y por el mar, el Almirantazgo británico —fuera simplemente cobardía o bien intrigas monárquicas— no pudo ofrecer la menor ayuda efectiva a Rusia. Sobre este punto, las declaraciones del difunto lord Fisher son concluyentes. Y así este infortunado país, mortalmente enfermo y como en delirio, prosiguió tambaleándose hacia una ruina cada vez mayor.

De un extremo a otro de Rusia, y en todo el diseminado mundo de habla rusa, sólo había unos hombres que tuviesen ideas generales comunes sobre lo que se debía de hacer, una fe común y una común voluntad, y éstos, eran los comunistas. Mientras todo el resto de Rusia estaba en apatía, como los campesinos, o en un gárrulo desorden o entregado a la violencia y al miedo, los comunistas creían y se hallaban dispuestos a entrar en acción. Numéricamente, eran y son una pequeñísima parte de la población rusa. En el momento actual, ni un uno por ciento de Rusia es comunista; el partido organizado seguramente no cuenta más de 600 000 y, probablemente, no pasan de 150 000 los miembros militantes. Sin embargo, como en aquellos días terribles era la única organización que daba a los hombres una común idea de acción, fórmulas comunes y mutua confianza, pudo apoderarse de la dirección del destrozado imperio y conservarla. Fue, y es, la única solidaridad administrativa posible en Rusia. Los aventureros ambiguos que afligieron y afligen a Rusia, con el apoyo de las potencias occidentales, Denikin, Koltchak, Wrangel y congéneres, no tienen un solo principio director, y no ofrecen la menor seguridad en que pueda apoyarse la confianza del pueblo. Esencialmente, son bandoleros. El partido comunista, por muchas críticas que puedan hacérsele, encarna una idea, y puede confiarse permanezca fiel a esa idea. Es, pues, algo de mayor moralidad que todo cuanto se ha alzado hasta ahora en contra. Por lo pronto, se aseguró el apoyo pasivo de la masa campesina, permitiéndoles la ocupación de las tierras y haciendo la paz con Alemania. Después de un número pavoroso de fusilamientos, restauró el orden en las grandes ciudades. Durante algún tiempo, todo el que era encontrado con armas, sin autorización para ello, era fusilado. Este sistema era excesivo y cruento, pero fue eficaz. Para conservar su fuerza, este Gobierno comunista organizó Comisiones Extraordinarias, con poderes prácticamente ilimitados, y acabó con toda oposición por medio de un Terror Rojo. Mucho de lo que hizo este Terror Rojo fue una crueldad y un horror, dirigido, como estaba, en gran parte por hombres dé una mentalidad estrecha, y muchos de sus funcionarios obraban inspirados por un odio social y el miedo a la contrarrevolución; pero, si era fanático, al menos era honrado. Aparte de las atrocidades individuales, mataba por una razón y para un fin. Sus ejecuciones no eran como aquellas estúpidas matanzas sin objeto del régimen de Denikin, que, según me han contado, no respetaba siquiera la Cruz Roja bolchevique. Y hoy, a mi juicio, el Gobierno sovietista se asienta en Moscou tan sólidamente como cualquier otro Gobierno de Europa, y las calles rusas son tan seguras como cualquier calle europea.

No sólo se restauró y cimentó el orden, sino que —gracias en buena parte al genio del ex pacifista Trotsky— el Ejército ruso volvió a ser una fuerza combativa eficiente, éxito extraordinario que es fuerza reconocer. Yo no vi mucho por mí mismo del Ejército rojo, no siendo esto lo que había ido a ver a Rusia; pero Mr. Vanderliep, el distinguido financiero americano, a quien encontré en Moscou ocupado en importantes negociaciones con Lenin, había presenciado una revista de varios regimientos, y estaba entusiasmado de su marcialidad y disciplina. Mi hijo y yo vimos bastantes pelotones de quintos en marcha hacia el frente, y nuestra impresión es que el espíritu militar de aquellos hombres era tan bueno como el de los reclutas de Londres en 1917-18.

Ahora bien: ¿quiénes son esos bolcheviques que se han apoderado a tal punto de Rusia? Según la más insensata sección de la Prensa inglesa, son los agentes de un misterioso complot racial, una sociedad secreta, en la que judíos, jesuitas, francmasones y alemanes aparecen barajados del modo más extravagante. En realidad, nada era menos secreto que las ideas y objetivos y métodos de los bolcheviques, ni nada menos semejante a una sociedad secreta que su organización. Pero en Inglaterra cultivamos un estilo peculiar ele pensamiento, tan impermeable a toda idea general, que se necesita acudir a la imagen de una conspiración para explicar las más simples reacciones del espíritu humano. Basta, por ejemplo, que un jornalero de Essex alborote porque encuentre que el precio de los zapatos de sus chicos ha subido fuera de toda proporción con el alza de su salario semanal y declare que él y sus compañeros están siendo vilmente explotados, para que el Times

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