Akal / Anverso
Jesús Alonso Burgos
Teoría e historia del hombre artificial
De autómatas, cyborgs, clones y otras criaturas
Siguiendo una antigua tradición literaria, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), la famosa novela de la escritora romántica inglesa Mary Shelley, recrea una idea que los sueños individuales de los hombres y los mitos colectivos siempre habían vindicado: la posibilidad de dar vida a un ser humano desde la materia inerte como Dios dio vida a Adán desde el barro. Sin embargo, por primera vez en la historia, la novela de Mary Shelley no remitía a los viejos mitos de creación (Adán, Prometeo, el Golem, los seres creados por los dioses herreros de las mitologías africanas, etc.), sino a la técnica y el progreso, nuevos dioses de Occidente.
Los sucesores del Dr. Frankenstein recorrerán el largo camino que va de la imaginación a la ciencia, de la fabricación de hombres simulados (autómatas, títeres, robots, etc.) a la fabricación de hombres reales, de la primera cirugía protésica a los cyborgs y la biogenética,
de la automática a los ordenadores, del alma a la inteligencia artificial.
Teoría e historia del hombre artificial rastrea la idea de la creación del hombre a través de la historia cultural; primero a través de los mitos, las religiones, el folclore y los materialistas de la Antigüedad clásica; posteriormente a través de la filosofía, la literatura, el arte, el cine y la misma ciencia.
¿Qué responsabilidades tiene la ciencia ante la posibilidad, hoy real, de crear seres humanos? ¿Llegará el día en que los hijos poshumanos de la técnica puedan llegar a negar su parentesco biológico con los hombres nacidos del azar genético? ¿Y qué consecuencias tendrá esa negación? Tales son las preguntas que hoy están encima de la mesa de los poderosos gestores de la biopolítica.
Jesús Alonso Burgos es autor, entre otros, de los ensayos El luteranismo en Castilla durante el siglo xvi (Swan, 1983), Blade Runner. Lo que Deckard no sabía (Akal, 2011), Premio Ignotus de ensayo 2012, y La llamada al testigo. Sobre el Libro de Job y El proceso de Franz Kafka (Thémata, 2016), así como de los libros de poemas Escenas de la Ciudad Celeste (Devenir,1995) y Estrategias de la usura (Adonais, 2011), Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz 2011.
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© Jesús Alonso Burgos, 2017
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Introducción
Serie y mito
Cartelera cinematográfica
El cine fantástico de terror es un género que nunca tuvo demasiado prestigio. Las personas honorables, los intelectuales académicos y los críticos más rigurosos y exigentes siempre lo han mirado por encima del hombro, como si fuese una diversión propia de niños de barrio, parados con mucha tarde por delante, tarados asiduos de los futbolines y freaks de todo tipo y pelaje. Tampoco los suplementos culturales de los periódicos que importan le prestan mucha atención, ni siquiera en las páginas de cine; si acaso, de tanto en tanto, para informar de algún festival especializado o publicar la necrológica de alguna vieja gloria (noticia de la que es prudente desconfiar tratándose de este género, pues que un vampiro haya fallecido de muerte natural y para siempre es cosa de poco crédito). Y es que, a decir verdad, la gran mayoría de películas de este género (serie B pura y dura) pecan de defectos (o virtudes, según se mire) evidentes, inaceptables para un gusto exquisito: su composición suele ser caótica; la estética sobrecargada y truculenta; los colores y la luz, o demasiado encendidos o demasiado apagados, pero nunca naturales ni neutros; la música, las más de las veces metálica y seca, más apta para el sobresalto que para el acompañamiento sosegado; disparatados los guiones. Abundan los paisajes inverosímiles, como si el hombre poblase una única geografía de tumbas, criptas, castillos y laboratorios de redomas humeantes que se comunican entre sí por tortuosos y secretos caminos abiertos en el bosque por el continuo trajín de la carreta de Igor, rebosante de cadáveres. Castillos y laboratorios, además, invariablemente habitados por los mismos actores, hasta el punto de que uno no sabe nunca a ciencia cierta si el Drácula de Bela Lugosi que vio la semana pasada tiene algo que ver con el vampiro elegante y señorón interpretado por Christopher Lee que ve hoy, o si el Frankenstein de Boris Karloff es el mismo monstruo con tornillos en la cabeza de Peter Cushing, o si uno hace de Doctor y el otro de Criatura, o no siempre, porque también puede ser que hagan de Igor, o del padre de la novia de Frankenstein, o que no sean Drácula, sino el Hombre-lobo que mata a Drácula, o el Golem que devora a la Mandrágora, o el científico majara que colecciona cerebros como si fuesen mariposas, o qué sé yo.
Cierto es, sin embargo, que los mandarines culturales se cuidan muy mucho de salvar de la hoguera a los grandes clásicos del terror; las obras maestras lo son por referencia a un arte y no a un género: desde luego –pontifican ceremoniosos–, no es lo mismo El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene que la interminable serie de Fu Manchú; ni el Nosferatu de Murnau tiene nada que ver con los vampiros porno de Jess Franco; y qué duda cabe de que M, el vampiro de Düsseldorf de Lang, Vampyr, la bruja vampiro de Dreyer, La noche del cazador de Laughton o todos los Frankenstein de Whale y casi todos los de Fisher son obras maestras; que El baile de los vampiros de Polanski o El jovencito Frankenstein de Mel Brooks son muy divertidas; que La edad de oro de Buñuel o Los otros de Amenábar son unas magníficas aportaciones españolas al género; etcétera.
Tomamos buena nota de la advertencia. Pero nosotros estamos en ese pequeño grupo de incondicionales del terror que no tienen remedio. Es más, dentro del heterogéneo género «fantástico», de la literatura y el cine fantástico en general –cajón de sastre en el que cabe una variopinta fauna que va desde la novela gótica, la ciencia-ficción, la serie llamada de espada y brujería, el horror psicológico, el satanismo, los zombis, fantasmas y aparecidos, hasta los monstruos japoneses, las moscas asesinas y los gorilas enamoradizos–, nuestra preferencia se inclina claramente por el subgénero del terror gótico y macabro. Y por si fuese poco, y en lo que se refiere concretamente al cine, nuestra más específica opción lo es por el género puro, es decir, por las películas descaradamente fantásticas y de terror, sin vanas justificaciones artísticas (lo que no excluye las obras maestras) y sin otra vocación que la de divertir y hacer pasar el rato (lo que tampoco excluye la meditación y el rigor intelectual), y que por eso mismo tienen, por lo general, vetada la entrada en las revistas de moda y en los cines elegantes.