En el erotismo, esa zona oscura en la que se entremezclan la búsqueda del orgasmo y el deseo de aniquilación, Bataille detecta un rasgo profundamente humano y lo ilustra con un riquísimo material iconográfico que incluye sorprendentes imágenes del Neolítico, algunas de las más turbadoras pinturas del siglo XX y una serie de sensuales imágenes de maestros como Cranach o Durero. El resultado es una reflexión lúcida, atípica y a todas luces irrepetible sobre los misterios del sexo humano y sobre el erotismo, con sus modulaciones fundamentales: el refinamiento y la perversión.
Georges Bataille
Las lágrimas de Eros
ePub r1.0
Titivillus 18.09.16
Título original: Les Larmes d’Éros
Georges Bataille, 1961
Traducción: David Fernández
Ilustración de cubierta: Judith decapitando a Holofernes (II), Artemisia Gentileschi, 1621
Editor digital: Titivillus
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Índice
—Primera parte—
El principio
(El nacimiento de Eros)
—Segunda parte—
El fin
(De la Antigüedad a nuestros días)
Georges Bataille, en la distancia…
1. ¿Quién habla? ¿El testigo, el crítico, el historiador, el amigo? No le sería suficiente un año a cada uno de ellos para esbozar un discurso serio o, si obrara como discípulo, para imponerse silencio. Incluso en los límites extremos de la intuición, yo tan sólo podría echar una ojeada, en pleno día, a la noche de esa nueva caverna de Platón en la que Georges Bataille se internó para racionalizar las tinieblas de lo indecible.
No obstante, el testigo presta una ayuda inesperada. Existía un hombre en Bataille —un hombre bueno y venerable— y el hecho de haberlo visto vivir debe desprender alguna luz sobre la noche de su obra. El mismo Paul Valéry no habría desdeñado seguir, línea por linea, imagen por imagen, texto por texto, la completa realización de un libro de un autor infinitamente tranquilo y obsesionado por su destino. De este modo veo avanzar al afable bibliotecario por el muy encerado entarimado de la Biblioteca de Orléans, o bajo el artesonado pintado en azul y oro del antiguo arzobispado de la ciudad. O mejor, abro el cajón en donde cincuenta y siete de sus cartas (algunas de seis páginas) aún se refieren a la lentitud de la escritura, a las preocupaciones que acarrea la ilustración de una tesis sobre el erotismo, convertida en testamentaria por la fuerza del tiempo. Lo reconozco: estoy orgulloso de haberme encontrado en aquel momento en el centro de la historia de Georges Bataille.
Estas cartas proceden de Orléans y por supuesto, también de Fontenay-le-Comte, Sables-d’Olonne, Scillans y Vézelay. También copié de su propia mano, sobre dos fragmentos de papel naranja, el texto de Georges Dumas sobre el «Placer y el Dolor» que tanto le impresionó; sus notas, el prefacio (nueve folios), y las primeras pruebas, minuciosamente corregidas; así como la carta de Henri Parisot, que le llenó de júbilo, acompañada de la fotografía en color de «La lección de guitarra» de Balthus (era la época de «Método de meditación»).
El 24 de julio de 1959 Bataille determinó el título de este libro: Las lágrimas de Eros («le gustará a Pauvert», añadía con malicia). En la misma fecha me pidió, a propósito del Nuevo Diccionario de Sexología, que vigilara la aparición de artículos sobre Gilles de Rais, Erzsébet Bàthory, lo Sagrado, la Transgresión, la Moda, la Desnudez, Jean Genet, Pierre Klossowski, en fin… sus temas favoritos.
Nunca abandonó la idea de Las lágrimas de Eros, y concibió la obra hasta el más ínfimo detalle, desde la distribución y organización de los capítulos hasta el corte de los clichés (incluso me hizo el croquis de un tapiz de Rosso en el que yo debía buscar un detalle que a él le interesaba), pasando por una elaborada selección de imágenes procedentes de la prehistoria, de la Escuela de Fontainebleau y de los surrealistas, fueran reconocidos o clandestinos.
Durante dos año, desde julio de 1959 hasta abril de 1961, Bataille elabora el plan de la obra, que adopta cada vez más el cariz de ser una conclusión de todos los temas que le fueron caros. Sin embargo, la redacción se desarrollaba con gran lentitud, y Las lágrimas de Eros sufría constantes retrasos a causa de los acontecimientos [«Entretanto, mi hija mayor ha sido detenida por su actividad (a favor de la independencia de Argelia)».
2. Mi relación con Georges Bataille y el contexto de este libro —que escribió durante este tiempo— contribuyen a que pueda aventurar una hipótesis: Georges Bataille debió entregarse muy pronto a la sensación de angustia por la muerte; quizá incluso a un pánico interior, del que resultaba un sistema de defensa. Toda su obra se perfila según estas características. Para soportar la idea de la muerte en estas condiciones, era necesario, a la vez, cubrirla de colores tornasolados, reducirla a un instante sublime («el instante último»), reírse de ella y hacer «de la más horrible de las cosas horribles, el único lugar donde refugiarse de los tormentos de esta vida». En suma, encontramos por doquier la huella de ese cruel deseo de prevenir el fin, pero renunciando a concluir. «Estas afirmaciones debieran conducir al silencio y yo escribo, lo cual no es en modo alguno paradójico». Sí, pero, para expresar el silencio, el silencio no es suficiente. Otros han intentado la total renuncia a la escritura. Me hacen pensar irresistiblemente en una frase de Chateaubriand (dirigida a Julia Michel en 1838): «Soy enemigo de todos los libros, y si pudiera destruir los míos, no dejaría de hacerlo». Incluso las Memorias de Ultratumba están virtualmente acabadas… Ciertamente, el lenguaje es un obstáculo, pero también es el «único» medio.
«Oirás, procedente de ti mismo, una voz que guía a tu destino. Es la voz del deseo, no la de los seres deseados. Aquí se lial!a la aguda poesía de Bataille, carente de vibraciones literarias, como cuando propugna: «El viento del exterior escribe este libro». Sólo puede saber cómo la invocada personalidad del pensamiento lleva en realidad «su» firma. Lo quiera o no, Hegel le sugiere que: «La vida que soporta la muerte, y en ella se mantiene, es la vida del espíritu» (cito de memoria). Se trata de la superioridad del pensamiento hegeliano, compuesto de saber «y» de ciencia, sobre las otras corrientes que únicamente se basan en el saber y, por esta razón, andan a ciegas.
Aquí Hegel hace su pequeña entrada. No porque deseemos, a toda costa, enlazar a Hegel con Bataille. Las profundidades y espirales de su pensamiento son tales que podríamos encontrar otros patrones al creador del Acéfalo, incluso Heráclito nos convendría, desde el juego del niño que amontona piedras, edifica castillos y los destruye en seguida, a veces con la complicidad de la resaca marina, hasta el fuego creador. Podríamos también buscar ancestros en cada una de sus observaciones, racionales o irracionales. ¿De dónde procede la gratuidad de la actividad humana, su gigantesco despilfarro —doscientos millones de huevos para un solo ser mortal—, su placer por renacer al precio de una acción destructiva? ¿Dónde se origina su intuición fundamental —que, con todo, nada debe a la etnología ni a Mareel Griaule— de la toma de conciencia del homo sapiens a causa de su sexo erecto? ¿De dónde surge esa sentencia evidente que propugna que «la libertad soberana y absoluta fue tomada en consideración […] después de la negación revolucionaria de principio de la monarquía»?