«No soy un filósofo, dijo Georges Bataille, sino un santo, tal vez un loco». Y añade Mario Vargas Llosa en su prólogo: «(Bataille) es demasiado fúnebre, feroz e irreductible a fórmulas simples para ser popular. Resonará todavía, pero ante auditorios de marginales y de inconformes, igual que la voz de esos “malditos” que él tanto escuchó».
«Gilles de Rais fue un monstruo absoluto sólo en la leyenda; en la realidad fue, también, un temerario Mariscal que luchó por Francia junto a Juana de Arco y un católico que, aun en sus momentos de bestialidad más sanguinaria, conservó la fe». Las orgías de Gilles de Rais en las que, tras secuestrar a los niños de la vecindad, los sodomizaba y los degollaba, las grotescas ceremonias de medianoche que organizaba en los claros del bosque convocando al demonio, el gran espectáculo de su arrepentimiento final con la multitud en llanto que lo acompañó a la hoguera no podían dejar de fascinar a Georges Bataille. «Los crímenes de Gilles de Rais, dice, son los del mundo en que los cometió»: la sociedad medieval que confería a la nobleza un derecho ilimitado para la materialización de sus deseos. Entre guerras y torneos, el noble Gilles de Rais conocía largos períodos de ocio que ocupaba en prolongar, para su placer personal, las atrocidades que cometía en los campos de batalla.
Hoy en día, Gilles de Rais es recordado en Francia como Barba Azul, una leyenda. Pero este personaje siniestro existió y Georges Bataille advierte que aún hoy, en cada uno de nosotros puede haber «amordazado y sujeto por las convenciones de la comunidad que nos rodea» un pequeño Gilles de Rais – Barba Azul.
Georges Bataille
El verdadero Barba Azul
La tragedia de Gilles de Rais
ePub r1.0
Titivillus 28.11.15
Título original: Gilles de Rais
Georges Bataille, 1965
Este texto es la introducción al volumen titulado Giles de Rais, publicado por Jean-Jacques Pauvert, que reúne los textos de los dos procesos de Gilles de Rais, recogidos y comentados por Georges Bataille
Traducción: Carlos Manzano
Diseño de cubierta: Lluís Clotet
Retoque de cubierta: Epubdroid
Fotografía: Oriol Maspons
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
BATAILLE O EL RESCATE DEL MAL
Georges Bataille fue, en vida, un escritor de minorías y es probable que lo sea siempre. Un relente de clandestinidad envuelve a su obra, diez años después de su muerte, pese a que cada día aumentan los lectores que descubren, en los libros de este bibliotecario de salud precaria que nunca llegó tarde a la oficina, el mensaje intelectual más sedicioso de una generación que contaba con figuras como Sartre, Camus y Merleau-Ponty. Pero dudo que este mensaje salga de la catacumba y se apodere, alguna vez, de la ciudad: es demasiado fúnebre, feroz e irreductible a fórmulas simples para ser popular. Resonará todavía, pero ante auditorios de marginales y de inconformes, igual que la voz de esos «malditos» que él tanto escuchó.
Lo primero que sorprende en la obra de Bataille es su diversidad: filosofía, sociología, religión, economía, arte, literatura. Su pensamiento, ardiente y glacial a la vez, ha dejado una herida en todas estas disciplinas, pero él se opuso siempre a que lo consideraran un pensador: «No soy un filósofo, dijo, sino un santo, tal vez un loco». Su ecumenismo cultural estaba gobernado por una soberbia vocación de heterodoxia y ésta es la más atractiva carta de presentación de su obra, en un momento como el nuestro, de incredulidad, de naufragio de verdades establecidas: su iconoclasia. En los años que siguieron a la segunda guerra mundial, un cierto optimismo —de cualquier signo: izquierda, derecha y andróginos— era de rigor: se exigían convicciones sólidas y constructivas, una visión nítida y coherente de la realidad, mucha lógica y sentido común. Eran indispensables, incluso, una pizca de sectarismo, de intransigencia dogmática y alguna estridencia verbal, en ese período turbio, cuando el stalinismo y el maccarthismo parecían las únicas opciones. Contribuyó al desconocimiento, casi se diría a la inexistencia de Bataille en esos años, el que incumpliera con alevosía los mandatos de la época: sus convicciones eran oscuras y vacilantes, tan cargadas de dudas como de certezas, su voz apenas audible y depresiva (publicaba, a menudo con seudónimo o sin firma, en editoriales pequeñas), y en su visión de la historia lo racional se mezclaba furiosamente con lo irracional. Incapaz de separar una afirmación de su contrapartida, la negación (y con una invencible predilección por esta última), Bataille vio siempre en el hombre una jaula de ángeles y demonios. Sólo éstos últimos lo fascinaron, sólo éstos últimos llamean en sus escritos.
Diversa, heterodoxa, la obra de Bataille es también sobria e imperfecta. Su economía expositiva, su mutismo, a veces desesperan; sus ideas más audaces están formuladas, por lo general, con una rapidez insolente. Fue la antípoda de un pensador de nuestra lengua: lo que en un Martí, en un Unamuno, en un Ortega, habrían sido caudalosas efusiones retóricas, se condensa en Bataille en un párrafo fugaz, en una frase furtiva. Pero tampoco era «un francés»: ni la claridad ni el orden cartesianos definen su obra. Nunca le parecieron metas deseables. Al contrario: la incoherencia, el desorden, constituían, según él, no sólo actitudes indispensables para que el hombre adquiera la soberanía, se encuentre a sí mismo, trascienda la animalidad, sino, también, rasgos inevitables de la escritura que pretenda dar cuenta de ese lado «tumultuoso» del hombre. La indisciplina y la tiniebla de algunos de sus textos fueron buscados por este díscolo que ambicionó la sombra con la misma tenacidad con que un Valéry codiciaba la luz. «El que habla confiesa su impotencia», sentenció en su ensayo sobre El erotismo (1957) y, años antes, en una conferencia, había declarado que prefería «ser poco inteligible antes que inexacto».
Había nacido en Billom (Puy-de-Dôme), en 1897, y la contradicción, clave de su pensamiento, aparece en su vida desde joven. Hijo de un médico de ideas radicales, recibió una instrucción laica, pero, a pesar de (más bien, gracias a) ello, tuvo una adolescencia religiosa, con crisis místicas, lecturas románticas y una salud ruinosa. Su primer escrito fue un artículo sobre la catedral de Reims; en ese tiempo, al parecer, leyendo «Lá-bas» de Huysmans, oyó hablar por primera vez de Gilíes de Rais. Estudió filología románica en la Ecole de Chartes, se graduó con la edición crítica de un relato medieval, publicó trabajos sobre numismática en revistas eruditas. Luego se vincula al surrealismo, con el que hizo un corro trecho, que terminó en ruptura violenta. Su materialismo, su alergia a cualquier ilusión idealista (lo que no lo salvará de incurrir en ciertos idealismos) le acarrearon las invectivas de Breton, quien en el Segundo Manifiesto del Surrealismo (1930) escribió: «El señor Bataille se precia de interesarse únicamente en lo más vil, lo más deprimente y lo más corrompido del mundo. La fórmula es tosca pero no está descentrada; descargándola de todo resabio moralizante, diseña un perfil de Bataille: su fascinación por lo prohibido y lo horrible. En todo hombre buscaba, veía con ansiedad apenas contenida, bajo las ropas