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Sven Beckert - El imperio del algodón. Un historia global

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Sven Beckert El imperio del algodón. Un historia global
  • Libro:
    El imperio del algodón. Un historia global
  • Autor:
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    Crítica
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  • Año:
    2016
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El imperio del algodón. Un historia global: resumen, descripción y anotación

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El imperio del algodón visto por Edgar Degas comerciantes en Nueva Orleáns - photo 7

El imperio del algodón visto por Edgar Degas: comerciantes en Nueva Orleáns, 1873.

A finales de enero de 1860, los miembros de la Cámara de Comercio de Manchester se daban cita en el ayuntamiento de esa ciudad para celebrar su reunión anual. Entre los sesenta y ocho hombres congregados en los salones municipales de la que por entonces era la ciudad más industrializada del mundo destacaba la presencia de los productores y comerciantes de algodón. En los ochenta años anteriores, esos hombres habían convertido la campiña de la región en el eje de una actividad totalmente desconocida hasta entonces: una red global integrada por una concatenada secuencia de procesos de producción agrícolas, comerciales e industriales. Los comerciantes compraban por todo el mundo el algodón en rama y lo transportaban después a las factorías británicas, en las que operaban incansablemente las dos terceras partes de los husos de algodón del planeta. Un ejército de obreros hilaba el algodón, enrollándolo después en madejas con las devanaderas y tejiendo a continuación telas bien acabadas. Transformadas de ese modo en mercancías, estas eran finalmente enviadas por los distribuidores a los distintos mercados mundiales.

Los caballeros congregados en la casa consistorial de Manchester mostraban un claro ánimo festivo. El presidente Edmund Potter glosaba ante sus colegas el «asombroso crecimiento» que había experimentado la industria en la que trabajaban, subrayando «la prosperidad general de que disfruta el país entero, y más concretamente la zona en la que nos hallamos».

Estos productores y comerciantes de algodón, tan espléndidamente satisfechos de sí mismos, tenían motivos para mostrarse engreídos: ocupaban el vértice de un imperio en expansión que llegaba a los cuatro puntos cardinales: el imperio del algodón. Gobernaban fábricas con decenas de miles de trabajadores dedicados al manejo de enormes máquinas de hilar y ruidosos telares mecánicos. Compraban la materia prima en las plantaciones de esclavos de las Américas y vendían el producto de sus tejedurías en los mercados de los más remotos rincones del mundo. Los industriales del algodón abordaban los asuntos mundiales con una asombrosa displicencia, olvidando que el carácter de las ocupaciones en que ellos mismos participaban era poco menos que trivial, ya que consistía en fabricar hilo y telas de algodón para dedicarse a pregonar después sus excelencias y ponerlas a la venta. Poseían un conjunto de fábricas tan estrepitosas como sucias, además de atestadas y decididamente toscas. Vivían en ciudades ennegrecidas por el hollín del carbón que alimentaba las máquinas de vapor. Respiraban una atmósfera hedionda, saturada de olor a sudor, orina y heces. Regían un imperio, pero nadie los habría tomado por emperadores.

Solo cien años antes, los antepasados de estos peces gordos de la industria algodonera se habrían muerto de risa ante la sola idea de levantar un imperio. El algodón se cultivaba en pequeños lotes y se trabajaba a mano junto al fuego del hogar. Aun siendo muy generosos, todo cuanto podía decirse de la industria del algodón de esa época era que desempeñaba un papel sencillamente marginal en el Reino Unido. Desde luego, había europeos que conocían la existencia de las hermosas muselinas, quimones y percales que llegaban a los puertos de Londres, Barcelona, El Havre, Hamburgo y Trieste procedentes de la India —y que los franceses denominaban genéricamente indiennes—. En las zonas rurales de casi todos los países de Europa mujeres y hombres hilaban y tejían el algodón, transformándose así en modestos competidores de los tejidos finos de Oriente. Tanto en las dos Américas como en África, y sobre todo en Asia, la gente sembraba algodón en medio de los plantíos de boniatos, maíz y sorgo. Hilaban la fibra de la planta para tejerla después y elaborar así las telas de uso doméstico que ellos mismos necesitaban o que les pedían sus gobernantes. Los habitantes de un gran número de ciudades, como Daca, Kano o Tenochtitlan entre otras, llevaban siglos, e incluso milenios, elaborando paños de algodón y tiñéndolos de bellos colores. Algunas de esas telas se vendían en los mercados del mundo entero. Y unas cuantas eran tan extraordinariamente refinadas que sus coetáneos las describían diciendo que se trataba de «paños de viento».

Sin embargo, en lugar de un panorama de mujeres sentadas en una banqueta baja y atareadas en hilar el algodón en las pequeñas ruedas de madera de sus hogares, o enfrascadas en trabajarlo con ruecas y devanaderas delante de su choza, lo que vemos en el Manchester de 1860 son millones de telares mecánicos —movidos por motores de vapor y manejados por trabajadores asalariados, muchos de ellos niños— que funcionan sin descanso, hasta catorce horas al día, para producir miles de toneladas de hilo. En vez de un puñado de padres o madres de familia afanosamente dedicados a cultivar el algodón para transformarlo en una madeja de hilo hecho en casa y más tarde en una tela tejida a mano, nos encontramos frente a una legión de millones de esclavos obligados a trabajar en las plantaciones algodoneras de las dos Américas, a miles de kilómetros de las ávidas factorías que se abastecen de su esfuerzo y que también se encuentran, a su vez, a enormes distancias de las personas llamadas a servirse en último término de las telas producidas. Y lo que vemos es que los tejidos, en lugar de viajar en las caravanas del África occidental que transportan a lomos de camello este y otros artículos de un extremo a otro del Sáhara, navegan ahora a bordo de los potentes barcos de vapor que surcan los océanos del mundo, con las bodegas repletas del algodón producido en el sur de Estados Unidos o de los paños que se fabrican en Gran Bretaña con esa misma fibra. En el año 1860, los capitalistas algodoneros que vemos reunirse con el propósito de festejar sus logros consideraban que la existencia del primer complejo fabril de la historia dedicado a procesar el algodón mediante un sistema de articulación internacional era un hecho perfectamente natural, pese a que el universo que ellos mismos habían contribuido a crear fuese en realidad de muy reciente aparición.

No obstante, el futuro que les aguardaba era casi tan inimaginable como el pasado que habían dejado atrás. El imperio del algodón, dominado por Europa, siquiera parcialmente, había terminado por venirse abajo.

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