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Edgardo Cozarinsky - Nuevo museo del chisme

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Esta visita guiada a los chismes más deliciosos de la historia de la literatura, de las artes y de la historia a secas, tiene como cicerone y maestro de ceremonias a Edgardo Cozarinsky, que ha demostrado ya en muy distintos géneros y registros su inteligencia, su veracidad y su rigor. La tensión dramática o humorística de la anécdota impone su eficacia. Tras esa límpida definición (gracias a la síntesis genial de Cozarinsky), poco puede agregarse en términos de estilo y escritura. Este Nuevo museo del chisme, que enriquece con veinticinco hallazgos la primera edición —hoy inhallable—, reúne un elenco de personajes que va de Dorothy Parker a James Joyce, de Victoria Ocampo a Ernesto Sabato, de Joseph Stalin al astronauta Tsibliyev. Abre el volumen un ensayo que cobra mayor importancia con el curso de los años, “El relato indefendible”, una indagación única y preciosa del chisme como núcleo indispensable de la novela –en Henry James y Proust, sí, pero también como indicio informativo de cualquier narración–. El libro que hay que tener para que la literatura siga siendo la isla del tesoro del placer.

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para Alberto Manguel

N OTA

Este Nuevo museo del chisme enriquece el ensayo introductorio con aportes de Alfonso Reyes, Joseph Conrad y Georg Simmel que el autor no conocía cuando apareció el Museo del chisme original. Agrega también una sección —“De las reservas del museo”— con veinticinco nuevos, minúsculos relatos que prolongan los “Cuadros de una exposición”.

Resumo la genealogía de este libro. En 1973, una primera versión de “El relato indefendible” me deparó el honor de compartir un premio literario con José Bianco. Ampliada, corregida en la puntuación más que en el vocabulario o los temas, una nueva versión de ese ensayo apareció en francés, supuesto fruto de mi frecuentación de un seminario de Roland Barthes, y en español en un volumen colectivo, editado en 1977 en Madrid por Julián Ríos.

Décadas más tarde, la insistencia de amigos curiosos por conocer ese texto vuelto inhallable me decidió a publicarlo, con mínimos retoques, sin que haya intentado aliviar cierto aborde académico de temas y conceptos, injustificado en la prosa de alguien que no ha cultivado las disciplinas universitarias.

Tal vez para mitigar ese atisbo de pedantería, añadí a ese ensayo una sección que, con la excusa de ilustrarlo mediante una ambigua selección de anécdotas, se aplica a cuestionar la noción, voluble si las hay, de chisme. El placer de reescribir en la forma más concisa posible esos embriones de ficción, a partir de fuentes impresas u orales muy dispares, resultó ser un nuevo, modestísimo avatar de placeres que aprendí en las antologías de Borges y Bioy Casares. Y, al mismo tiempo, un intento de cumplir con el antiguo deber de dejar un rastro, una huella de parte de lo que me tocó oír y ver, no solo leer, en mi paso por este mundo.

E.C.,

noviembre de 2012

E L RELATO INDEFENDIBLE

Nuestra admirable princesa estudiaba los deberes de quienes compusieron la Historia con su vida: allí perdía insensiblemente el gusto por las novelas y sus héroes incoloros; cuidadosa de atender a lo verdadero, despreciaba esas ficciones peligrosas y sin vida.

B OSSUET , 1670

Cierta vez, una niña argentina proclamó que aborrecía los chismes y que prefería el estudio de Marcel Proust; alguien le hizo notar que las novelas de Marcel Proust eran chismes, o sea (aclaro yo, tardíamente) noticias particulares humanas.

B ORGES , 1935

I

El chisme y la novela (o, menos taxativamente, los relatos de ficción) se han encontrado con tanta frecuencia en la indignación de las mentes serias y las almas nobles que no parece injustificado estudiar cuáles pueden ser los rasgos compartidos que hicieron posible esa coincidencia.

A la virtud de quien busca ejemplos en la narración de la historia, Bossuet opone el gusto por las novelas, que tal vez no consideraba más peligrosas que cualquier otro estímulo irreprimible de la fantasía; al juzgar que esas ficciones carecen de vida y sus héroes son incoloros, es probable que no criticara los valores literarios de la Clélie o del Grand Cyrus de Mademoiselle de Scudéry, o de L’Astrée de Honoré d’Urfé; censuraba, más bien, que esos relatos fueran obras de una imaginación ociosa, complacida por su capacidad de enhebrar peripecias inventadas, y que tal vez hallara un placer propio en la tarea de procurar el del lector.

“Los deberes de quienes compusieron la Historia con su vida”, sin embargo, tal vez despertaran en Enriqueta de Inglaterra una curiosidad no demasiado diferente de la que el chisme suscita en criaturas menos distinguidas. Las más tempranas hagiografías tanto como las crónicas cortesanas de Saint-Simon ilustran una concepción del relato histórico que se articula en dos tiempos claramente diferenciados, aunque en el texto puedan entrecruzarse: en el primero, los hechos se despliegan con toda esa riqueza de menudas observaciones de conducta y transcripciones “de la realidad” cuya referencia oral suele merecer la censura tradicionalmente reservada para el chisme; en el segundo, la reflexión moral o la filosofía política cubren (justifican) aquel soporte insoslayable con su autoridad respetada.

Pero ese relato que suele llamarse con cierta ligereza “la Historia” es, las más de las veces, historiografía, y cada época la ejerce según las reglas que la novela que le es contemporánea ha sancionado para esa práctica narrativa.

Stevenson advirtió que el arte de narrar es uno solo, ya se aplique a “la selección e ilustración de una serie real de acontecimientos o a la de una serie imaginaria. La Vida de Johnson de Boswell (…) debe su éxito a las mismas maniobras técnicas que, digamos, Tom Jones : la concepción nítida de algunos rasgos del hombre, la elección y representación de algunos incidentes entre la cantidad mayor que se ofrecía, y la invención (sí, invención) y conservación de cierto tono en el diálogo”.

La “verdad”, que tanta dignidad confiere a la historia, es apenas la ausencia de contradicción entre las versiones recibidas de un hecho; pero ningún hecho es inmune a la interpretación, ni puede eludir su carácter de función, cuyo valor se modifica según el contexto histórico de cada nueva lectura. El relato ficticio deriva su condición híbrida, tal vez espuria, sin duda saludable, de ser un mero “posible”: a tanta distancia de la crónica verídica, cuya autoridad exige una referencialidad irreprochable, como del juego declarado en que el lenguaje poético festeja sus propiedades autotélicas, la ficción instaura un ámbito de “como si”, donde el lenguaje, precariamente sostenido entre la transparencia perfecta y la opacidad absoluta, descubre en esa vacilación una particular riqueza.

Bossuet, cuya imparcialidad ante Cromwell estaba libre de toda simpatía, no se hubiera molestado, sin embargo, por una involuntaria coincidencia con los puritanos. Es que el desprecio, la más espontánea desconfianza por el ejercicio verbal que no satisfaga un fin práctico y parezca agotarse en el placer de su frecuentación, posee una genealogía ilustre en el pensamiento occidental.

Casi dos siglos después de que aquellos puritanos hubiesen hallado en la Nueva Inglaterra un escenario dócil para su rigor, uno de sus descendientes pudo escribir en la introducción a una novela propia: “Cualquiera de estos severos puritanos de negras cejas habría considerado castigo suficiente para sus pecados que después de tantos años el viejo tronco del árbol familiar, cubierto por tanto musgo venerable, hubiese dado como retoño más alto un ocioso como yo. Ningún propósito que yo haya atesorado podría parecerles elogiable; ningún éxito mío, si mi vida, más allá del horizonte doméstico, se hubiera visto iluminada por el éxito, podría parecerles otra cosa que desdeñable, si no decididamente vergonzoso. ‘¿Qué es?’, murmura la sombra gris de uno de mis antepasados a otra. ‘¡Un escritor de libros de cuentos! ¿Qué tipo de ocupación en la vida, qué forma de glorificar a Dios, de prestar servicio a la humanidad de su día y su generación, puede ser esa? ¡El pobre degenerado bien podría haber sido violinista!’. Esos son los elogios intercambiados entre mis abuelos y yo a través del golfo del tiempo…”.

En esta intemperie social Hawthorne decidió dedicarse a la literatura. Henry James, al evocar ese páramo, no solo lamenta la ausencia del sedimento que la historia deposita en las costumbres y las relaciones personales tanto como en un idioma o un paisaje, no solo enumera las muchas complejidades que hacen más dramática y matizada la vida cotidiana dondequiera que anide la disidencia, donde no impere, unánime, un ideal de vida que la sociedad debe realizar; imagina, también, que en la Nueva Inglaterra de tiempos de Hawthorne no existía un grupo considerable de gente que se hubiese propuesto gozar de la vida: “Digo que él debe de haberse propuesto gozar, sencillamente porque se propuso ser artista, y porque esto entra inevitablemente en los planes del artista. Hay mil maneras de gozar de la vida, y la del artista es una de las más inocentes. Pero a pesar de ello se vincula con la idea de placer. El artista se propone dar placer, y para darlo primero debe obtenerlo. Dónde lo obtiene es algo que depende de las circunstancias, y las circunstancias no fueron un estímulo para Hawthorne”.

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