BRAULIO DE ZARAGOZA
VIDA DE SAN MILLÁN
Traducción de Toribio Minguella (1883)
[CARTA A FROMINIANO]
Braulio, indigno obispo, al varón de Dios y mi señor y hermano Fronimiano, salud.
En tiempo de mi señor y hermano mayor Juan, obispo, de piadosa recordación, maestro de la vida y doctrina común y santa, obedeciendo así a los ruegos de éste, como a tus órdenes, había intentado y estaba decidido a escribir, según mis escasos conocimientos y mi salud lo permitían, la vida del bienaventurado Millán, presbítero, único padre y patrón, y singularmente elegido por Cristo en nuestros tiempos, conforme a la fiel noticia adquirida por la declaración de los testigos Citonato, abad venerable, Sofronio y Geroncio, presbíteros, y de Potamia, mujer religiosa de santa memoria. Mas porque al principio sólo había anotado sus virtudes, procurando qué decir, se interrumpió la obra por el descuido de los sirvientes; y ocupado después en varios negocios, y por la mudanza de los tiempos, había casi desistido de mi propósito, de modo que, aun cuando tú me hicieras fuerza, no me aplicara yo a ello.
Pero ahora, paréceme que por voluntad divina, queriendo ver un códice por cierta cosa que se me había ocurrido, y habiendo mandado lo buscasen, revolviéndose para ello una gran multitud de libros, fueron halladas las notas sin que nadie las buscase; pues no habiendo esperanzas de encontrarlas, ninguna intención había de buscarlas. Mas porque dice el profeta: «Fui hallado por los que no me buscaban», mi corazón se alegró y se regocijaron mis entrañas, no por el trabajo de la antorcha encendida, sino por el gozo de la dracma hallada. Creyendo finalmente que esto era por divina dispensación, me resolví a hacerlo, ya para recibir el fruto de la obediencia, ya para satisfacer a vuestra continua petición.
Por tanto, dicté, como pude, y escribí en lenguaje sencillo y claro, como conviene a tales asuntos, un pequeño librito de la vida del mismo santo, con el fin de que pueda leerse sin cansancio en la celebración de su misa; y lo he mandado a ti, mi señor, y he procurado poner al frente del libro esta mi carta sujetándolo a tu censura para, que lo examines con objeto de que, conocido por ti solo, si algo no te agradare, o lo enmiendes o lo repruebes; y si está bien, lo conserves, lo comuniques a quien quieras, y des por mí gracias a nuestro criador, de quien son todas las cosas buenas. A mí tocó el obedecer; a ti corresponde ahora el publicarlo, si lo juzgares digno. Mas una cosa te pido, y es que si encuentras en él algo que deba corregirse, lo enmiendes antes de que se publique, y no lo reprendas antes de que veas en él lo que da gusto. Y supuesto que viven todavía el varón santísimo Citonato, presbítero, y Geroncio, quiero que estos mismos reconozcan primero todo cuanto en él escribí, para que discutiéndolo entre ellos, si no me he equivocado en los nombres ni en las cosas, lo confirmen.
Al fin del librito he añadido aquellos hechos milagrosos obrados en el mismo lugar, según me los contasteis el año pasado, y los refiero como de vosotros los oí. También he mandado el himno de la festividad del mismo santo, como me rogaste, compuesto en versos yámbicos de seis pies. He considerado superfluo añadir el sermón, pareciéndome que no hay exhortación más eficaz que el referir sus virtudes, y que, ocupando ya tanto tiempo la lectura de la vida, si se añadiere el sermón, cansaría los ánimos de los oyentes.
Ruego, pues, encarecidamente que cuanto he hecho sea grato, lo mismo a ti, cuyos mandatos he obedecido, como al santo, de quien los antedichos varones, excitados por el amor de sus virtudes, declararon lo que habían visto, y habiendo experimentado vosotros lo mismo todos los días, alcanzasteis el que lo escribiese, impulsado yo para hacer lo que me mandasteis por el deseo del premio que había de recibir. He mandado también a mi querido hijo Eugenio, diácono, que se hiciese misa común para la misma solemnidad, creyendo lo hará como si yo lo hiciese; pues éste de quien me sirvo en todos mis consejos y determinaciones, hará mi oficio en honor de aquel varón beatísimo; considerando juntamente que debe disfrutar también del premio de estas cosas quien me acompaña en todas las demás.
La gracia de Cristo se digne guardar incólume a vuestra beatitud, y se acuerde de mí.
VIDA Y MILAGROS DEL GLORIOSÍSIMO SAN MILLÁN
[PREFACIO]
Así como la novedad del asunto persuade a referir las obras insignes de milagros del varón apostólico y santísimo Millán, presbítero, hechas en nuestros tiempos, así también espanta la inmensidad de lo que hay que decir. ¿Con qué estilo podrá el que está dado a las cosas de la tierra tratar las obras de un varón celestial, que si se compara con los varones de los siglos pasados es brillante como estrella de primera magnitud, y si con los del presente, es ilustre en virtudes inimitables? Y creo que si en la narración se empleasen las fuentes ciceronianas, y brotando éstas en manantiales de elocuencia se esparciesen copiosamente, y la abundancia de palabras se condensara en múltiples sentencias, ni aun así podrían explicarse todas las gracias y milagros que desde que comenzó a despreciar el mundo, y no sólo hasta su muerte, sino siempre obró y obra por su mediación Cristo, que es el hacedor de maravillas.
Cuando me fijo en esto, el temor se apodera de mi ánimo, habiendo en mí no riqueza, sino pobreza de ciencia; no fecundidad, sino infecundidad de palabras; pues ni siquiera sé cuán poco es lo que sé. Quítame, sin embargo, el temor la verdad de la promesa de Cristo, que nos instruye diciéndonos: «Abre tu boca y yo la llenaré». En otra parte: «El Señor dará palabra muy poderosa a los que evangelizan». y también aquello: «No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre es el que habla en vosotros».
Todo esto me protege a maravilla; y así, desechado el temor, cobra aliento el ánimo; y véase cómo se propone entrar a paso firme por donde antes temblaba, confiado, ¡oh, Cristo!, en tu gran poder; pues Tú, que diste al jumento que hablase con palabras de hombre, puedes conceder al hombre que hable en términos convenientes. Añádese a esto que el fin a que aspiro y el motivo de mi esperanza, por más que parezca tenerlos asegurados, no los he de alcanzar sino por premio de esta obra y trabajo, con lo cual como con nitro pueda lavar mi alma mancillada y harto sucia, según aquello que con mucha elegancia dijo uno de los antiguos Padres: «Esta obra, sí, esta obra tal vez me librará del fuego».
Aún falta expresar el último motivo por que preferí confiar todo esto a pobres páginas que encubrirlo con lento silencio; y es que en estas verdades el prolongado callar de los antecesores no perjudicase al asentimiento que deben prestarles los que vengan después.
Mas para decir algo a los que se empeñan en hacer ostentación de su elocuencia, sepan que deben tenerse en poco las, bufonadas de los detractores; pues a los cristianos humildes y pequeños no les propone el derecho eclesiástico que sigan la vana verbosidad. ni la ligereza de la inquietud humana, ni, finalmente, la vanagloria de mostrarse en público, sino la gravedad sobria, modesta y justa de la verdad. A fe que es mejor decir verdades con poca erudición que mentiras con mucha elocuencia: lo cual se entiende muy bien en los Evangelios del Salvador, que se predican al pueblo en estilo sencillo. ¿Será por eso que yo, llevado de mi impericia desprecie la elocuencia de los varones prudentes? De ningún modo; lo que repruebo es la inveterada ligereza de la gente mordaz. Pues no pienso que los varones honestos, prudentes y graves hayan de incomodarse conmigo por el poco gusto de esta obra, puesto que saben que en la casa del Señor debe ofrecerse aquello que cada uno puede, y que le es acepta hasta la ofrenda de las cosas de menos valor. Pero aun a las personas que de elocuencia se precian, si quisieran tratar este asunto, no sólo no les faltaría materia, como antes he dicho, sino que no podrían explicarlo todo. Por lo cual, aunque aprendí algo de las letras humanas, en manera alguna quise aprovecharme aquí de ellas, por no causar dificultad en el entenderlo a los menos instruidos, ni turbar los reales de Israel con el lenguaje de Jericó.