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Remo Bodei - Generaciones: edad de la vida, edad de las cosas

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Remo Bodei Generaciones: edad de la vida, edad de las cosas
  • Libro:
    Generaciones: edad de la vida, edad de las cosas
  • Autor:
  • Editor:
    Herder Editorial
  • Genre:
  • Año:
    2016
  • Índice:
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Generaciones: edad de la vida, edad de las cosas: resumen, descripción y anotación

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Remo Bodei

Generaciones

Edad de la vida, edad de las cosas

Traducción de
Maria Pons Irazazábal

Herder

T ítulo original: Generazioni. Età della vita, età delle cose

Diseño de la cubierta: Purpleprint creative

Tra ducción: Maria Pons Irazazábal

Edición digital: José Toribio Barba

© 2014, Gius. Laterza & Figli, Roma-Bari

© 2016, Herder Editorial, S.L., Barcelona

1.ª edición digital, 2016

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3459-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

1. Las tres edades de la vida

1. Entre juventud y vejez existe una simetría inversa: los jóvenes tienen poco pasado a sus espaldas y mucho futuro por delante; los viejos, por el contrario, tienen mucho pasado a sus espaldas y poco futuro por delante. Ante los jóvenes se despliegan las esperanzas, a los viejos no les quedan más que los recuerdos. En los primeros el futuro se abre a lo posible y, en la imaginación, se puebla de expectativas y de deseos; en los segundos el pasado supera las otras dimensiones del tiempo, mientras el presente se desliza, necesariamente y con un movimiento acelerado, hacia un futuro próximo en el que el mundo seguirá existiendo sin ellos.

Entre las distintas y tradicionales divisiones de la vida humana —además de la que contempla cuatro partes, siguiendo las estaciones del año, y de otras que, como en las estampas populares, distinguen hasta seis y ocho fases— domina la que se articula en juventud, madurez y vejez. El motivo de su clara preponderancia (extendida metafóricamente también al ciclo vital de las naciones y de las civilizaciones) procede de la repetida experiencia cotidiana del curso del sol: salida, cenit, ocaso. En esa división, la preferencia se asigna normalmente a la madurez, símbolo de plenitud, de glorioso mediodía, de cumbre de la parábola de la existencia y de objetivo alcanzado, equilibrio feliz entre memoria del pasado y proyección en el futuro. Según las palabras de Shakespeare, la madurez es «todo», no renunciar nunca a nuevos cambios.

La juventud es, por lo general, inmadura, inexperta, impetuosa, está colmada de deseos. La vejez, en cambio, es a menudo melancólica, resentida, irritable, temerosa y débil (etimológicamente, el viejo es «imbécil», porque tiene necesidad de apoyarse en un bastón, in baculo ). La primera pasa rápidamente, avanza a grandes zancadas, movida por fuertes instintos y pasiones; la segunda —extenuadas o reducidas las energías propulsoras— se mueve, incluso físicamente, «a cámara lenta», arrastrando los pies hacia el pasado, la única dimensión del tiempo que le pertenece por completo y que todavía considera suya, mientras que el futuro, más aún que en otras edades, se cierne desvaído o amenazador. Al intentar atribuir retroactivamente un significado a la propia existencia, el viejo se da cuenta de que se halla ante una empresa imposible: «Tras haber intentado dar un sentido a la vida, adviertes que no tiene sentido plantearse el problema del sentido, y que la vida debe ser aceptada y vivida en su inmediatez como hace la gran mayoría de los hombres. ¡No hacía falta tanto para llegar a esta conclusión!».

Mientras los jóvenes aspiran por lo general a conseguir bienes materiales e inmateriales, los viejos viven bajo el signo del agustiniano metus amittendi , del miedo a perderlo todo, de avanzar en el crepúsculo hacia lo desconocido o, tal vez, hacia la nada. Al comprobar, afligidos, que las energías del cuerpo y del espíritu desfallecen, experimentan una imparable hemorragia de vida. Por eso a menudo se confían a Dios, repitiendo inconscientemente las palabras del Salmista: «No me arrojes, llegado a la vejez, / ni al faltarme las fuerzas me abandones» (Sal 71,9-10). Sienten que la vida huye, con un movimiento tanto más acelerado cuanto más descienden al shakesperiano «valle de los años». Su miedo es entonces más inquietante que el de los más jóvenes, ya que —como advertía a comienzos del siglo XVIII Madame de Lambert en su Traité de la Vieillesse — son más conscientes de que «nous ne vivons que pour perdre» [«nosotros vivimos para acabar»].

Esta distinción en tres franjas de edad, elaborada teóricamente por Aristóteles en la Retórica , me servirá de piedra de toque para comparar en primer lugar los cambios producidos en nuestra actual división de las edades de la vida. Examinémosla más de cerca. Para Aristóteles, los jóvenes «viven la mayoría de las cosas con esperanza; porque la esperanza mira a lo que es futuro, mientras que el recuerdo mira al pasado». Los viejos, por el contrario, no gozan del mismo modo de esta pasión: «Y son amantes de la vida, y más hacia su último día, porque el deseo tiene por objeto lo que no está o no se tiene, y aquello de que se carece se apetece más».

La plenitud, el luminoso y sereno mediodía de la vida del individuo, está en el punto medio, en la madurez, ya que la juventud peca por exceso y la vejez por defecto: «Cuanto de bueno se reparte entre la juventud y la ancianidad, todas las cosas que poseen unos y otros, todas las tiene también el hombre maduro, y de las cosas que a unos les sobran y a otros les faltan, posee lo que es moderado y adecuado».

Como observó agudamente Maquiavelo en sus Discursos , el juicio sobre el pasado se modifica al mismo tiempo que nosotros, varía con la variación de nuestros apetitos y con el desarrollo de nuestra experiencia. Lo demuestra el ejemplo de los viejos y de todos los «defensores» de las cosas pasadas, acostumbrados a «alabar» el tiempo que fue y a «criticar» el presente. Su actitud, añade Maquiavelo, solo sería justificable si los viejos conservaran las mismas pasiones y los mismos intereses de su juventud: «Así sería si los hombres conservaran toda su vida el mismo juicio y tuvieran las mismas pasiones; pero variando aquel y estas, y no el tiempo, no puede parecerles este lo mismo cuando llegan a tener otros gustos, otros deseos y otras consideraciones en la vejez que en la juventud. Con la edad van perdiendo los hombres las fuerzas y aumentando su prudencia y su juicio, y necesariamente lo que les parecía en la juventud, soportable y bueno, en la ancianidad lo tienen por malo o insufrible; no es, pues, el tiempo lo que cambia, sino el juicio».

En épocas normales y pacíficas, el «hombre circunspecto», esto es, prudente y maduro de juicio y de edad, puede llegar a gobernar felizmente sus diferentes situaciones. Pero en épocas difíciles o de mutaciones rápidas, tiene más éxito el «impetuoso», el joven, que por naturaleza está abierto a lo nuevo, dotado de mayor osadía y de menor respeto por el pasado y por el presente. De ahí la tan famosa conclusión de Maquiavelo: «Yo creo firmemente esto: que es mejor ser impetuoso que circunspecto, porque la fortuna es mujer, y es necesario, queriéndola doblegar, someterla y golpearla. Y se ve que se deja vencer más fácilmente por estos que por los que actúan con frialdad; ya que siempre, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos circunspectos, más feroces y la dominan con más audacia».

Aunque en las culturas tradicionales la vejez generalmente ha sido exaltada (decía Demócrito que «la fuerza y la belleza son atributos de la juventud; pero la flor de la vejez es la moderación»),

Frente a los tradicionales elogios a la vejez (de Cicerón a Mantegazza) como edad en que se ha alcanzado la sabiduría, también es Maquiavelo el primero en comprender que en épocas caracterizadas por la «gran variación de cosas que se han visto y se ven cada día, más allá de cualquier humana conjetura», los viejos por lo general saben comprender menos su propio tiempo (y actuar en consecuencia) que los jóvenes. Debido a su menor flexibilidad para adaptarse a lo nuevo, se quedan tanto más rezagados cuanto más velozmente se desarrollan la sociedad y la cultura.

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