Jean Bricmont - Imperialismo Humanitario
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- Libro:Imperialismo Humanitario
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- Editor:El Viejo Topo
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Imperialismo Humanitario: resumen, descripción y anotación
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JEAN BRICMONT
IMPERIALISMO HUMANITARIO
El uso de los Derechos Humanos para vender la guerra
Prólogo de
Noam Chomsky
Prefacio de
François Houtart
Traducción de A. J. Ponziano Bertoucini
EL VIEJO TOPO
Impérialisme humanitarie by Jean Bricmont
© 2005 by Jean Bricmont
Published by arrangement with Pierre Astier & Associés Literary Agency
All rights reserved
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/El Viejo Topo
Diseño: Miguel R. Cabot
Revisión técnica: Isabel López Arango
ISBN: 978-84-96831-83-4
Depósito legal: B-35.189-08
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Impreso en España
Digitalización: GAFP
Noam Chomsky
El concepto de “imperialismo humanitario” acuñado por Jean Bricmont capta de manera sintética un dilema que afrontan los dirigentes y la comunidad intelectual de Occidente a partir del derrumbe de la Unión Soviética. Desde el inicio de la Guerra Fría existió una justificación que se aducía de manera refleja cada vez que se apelaba a la fuerza y el terror, la subversión y el estrangulamiento económico: esas acciones se realizaban para defenderse de lo que John F. Kennedy llamó “la conspiración monolítica y despiadada” que tenía su cuartel general en el Kremlin (o algunas veces en Beijing), una fuerza del mal absoluto consagrada a extender su brutal dominio por todo el planeta. La fórmula servía para casi cualquier caso imaginable de intervención, con independencia de los hechos. Pero una vez desaparecida la Unión Soviética, o cambiaban las políticas o se buscaban nuevas justificaciones. Muy pronto se hizo evidente cuál sería el curso que se tomaría, y ello ayudó a entender mejor lo sucedido antes y las bases institucionales de la política.
El fin de la Guerra Fría desató un impresionante torrente de retórica destinado a asegurarle al mundo que Occidente podría al fin consagrarse a su tradicional entrega a la libertad, la democracia, la justicia y los derechos humanos, libre ya del obstáculo que suponía la rivalidad entre las superpotencias, aunque hubo algunos —los llamados “realistas” en el terreno de la teoría de las relaciones internacionales— que advirtieron que “si le concedemos al idealismo un casi predominio absoluto en nuestra política exterior” estaríamos yendo demasiado lejos y podríamos vulnerar nuestros intereses.
Surgen de inmediato varias preguntas. Primero, ¿concuerda esta auto-imagen con el historial previo al fin de la Guerra Fría? Si no es así, ¿qué motivos habría para pensar que se le concedería de súbito al idealismo “un predominio casi absoluto en nuestra política exterior”, o incluso algún grado de predominio? ¿Y cómo cambió en realidad la política una vez desaparecida la superpotencia enemiga? Una pregunta previa es la de si tales consideraciones deberían plantearse.
Existen dos puntos de vista acerca de la significación de un historial. El profesor de relaciones internacionales Thomas Weiss, uno de los más distinguidos estudiosos proponentes de las “nuevas normas”, expresa con claridad la actitud de quienes las celebran. Weiss ha escrito que un examen crítico de ese historial no es sino “alharaca e invectivas contra la política exterior históricamente perversa de Washington”, y que por tanto, resulta “fácil ignorarlo”. Una posición contraria es la de que las decisiones políticas emanan en lo sustancial de estructuras institucionales, y que dado que estas se mantienen estables, el examen del historial proporciona valiosa información acerca de las “nuevas normas” y sobre el mundo contemporáneo. Esa es la posición que adopta Bricmont en su estudio de “la ideología de los derechos humanos” y es también el que adoptaré aquí.
Razones de espacio impiden hacer un recuento cabal de ese historial, pero sólo a manera de ilustración, atengámonos al gobierno Kennedy, en el extremo liberal de izquierda del espectro político, que contó con un número inusual de intelectuales liberales en cargos entre cuyas atribuciones estaba la elaboración de políticas. Durante esos años se invocó la fórmula usual para justificar la invasión a Vietnam del Sur en 1962, con lo que se sentaron las bases de uno de los grandes crímenes del siglo XX. A esas alturas, el régimen clientelar impuesto por los Estados Unidos ya no lograba controlar la resistencia interna alimentada por un terrorismo de estado de enormes proporciones, que había costado la vida a decenas de miles de personas. De ahí que Kennedy enviara a la fuerza aérea de los Estados Unidos para empezar a bombardear sistemáticamente a Vietnam del Sur, que autorizara el uso del napalm y de las armas químicas para destruir las cosechas y la vegetación, y que diera inicio a los programas que llevaron a millones de campesinos sudvietnamitas a barrios marginales en las ciudades o a campamentos cercados con alambre de púas para “protegerlos” de la resistencia sudvietnamita a la que apoyaban, como bien sabía Washington. Todo en nombre de la defensa contra los dos Grandes Demonios: Rusia y China, o “el eje sino-soviético”.
En los dominios tradicionales de la potencia estadounidense, la misma fórmula llevó a Kennedy a modificar la misión de los militares latinoamericanos: de la “defensa hemisférica” —un remanente de la Segunda Guerra Mundial— pasaron a la “seguridad interna”. Las consecuencias fueron inmediatas. Según Charles Maechling —quien encabezó la planificación de la contrainsurgencia y la defensa interna durante toda la presidencia de Kennedy y los primeros años de la de Johnson— la política de los Estados Unidos dejó de ser de tolerancia “con la rapacidad y la crueldad de los militares latinoamericanos” para ser de “complicidad directa” con sus crímenes, de apoyo a “los métodos de los escuadrones de exterminio de Heinrich Himmler”.
Un caso decisivo fue el de los preparativos emprendidos por el gobierno de Kennedy para un golpe militar en Brasil que derrocara al gobierno pálidamente socialdemócrata de Goulart. El golpe planeado, que se realizó poco después del asesinato de Kennedy, llevó al gobierno el primero de una serie de regímenes de Seguridad Nacional que desataron en todo el continente una ola represiva prolongada con las guerras terroristas de Reagan, que devastaron la América Central en los ochenta. Con la misma justificación, la misión militar de Kennedy que visitó Colombia en 1962 le aconsejó al gobierno de ese país apelar a “las actividades paralimitares, terroristas y/o de sabotaje contra conocidos partidarios del comunismo”, acciones que “contarían con el respaldo de los Estados Unidos”. En el contexto latinoamericano, la frase “conocidos partidarios del comunismo” se aplica a dirigentes sindicales, sacerdotes que organizan a los campesinos, activistas de derechos humanos, en realidad a cualquiera que aspire a un cambio social en sociedades violentas y represivas. Esos principios fueron velozmente incorporados al entrenamiento y las prácticas de los militares. El respetado presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos de Colombia y ex ministro de Relaciones Exteriores, Alfredo Vasquez Carrizosa, escribió que el gobierno Kennedy “se las ingenió para transformar nuestros ejércitos regulares en brigadas de contrainsurgencia, integrando la nueva táctica de los escuadrones de la muerte” con lo que dio inicio a lo que “actualmente se conoce en América Latina como la doctrina de la Seguridad Nacional... no un sistema de defensa contra el enemigo externo, sino el medio de hacer de la institución militar el amo y señor de la jugada... con el derecho a luchar contra el enemigo interno, como plantearan la doctrina brasileña, la doctrina argentina, la doctrina uruguaya y la doctrina colombiana: es el derecho a combatir y exterminar a trabajadores sociales, sindicalistas, hombres y mujeres que no apoyan el estado de cosas y que se asume que son extremistas comunistas. Y puede ser cualquiera, incluidos los activistas de derechos humanos como yo mismo.”
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