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José Luis Comellas - Historia sencilla de la Ciencia

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José Luis Comellas Historia sencilla de la Ciencia

Historia sencilla de la Ciencia: resumen, descripción y anotación

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El hombre siempre busca realidades no exploradas, horizontes desconocidos; y a esa búsqueda ha dedicado sus esfuerzos y su ingenio. Sin este afán, no hubiera progresado. La historia de la ciencia y sus aplicaciones es en gran parte la historia del progreso de la humanidad. Por eso, es preciso conocerla en sus líneas básicas, y no permanecer al margen. Ciertamente, no resulta fácil escribir una «Historia sencilla de la Ciencia». La ciencia es maravillosa, pero no es sencilla. Y, sin embargo, muchas personas tienen interés y curiosidad por saber cómo se ha desarrollado hasta alcanzar los niveles actuales. Esa lucha, llena de esfuerzos y de emoción, es una gran aventura. Este libro trata de recordarla en toda su grandeza, y pensando en un número grande de lectores, que no tienen por qué ser científicos. Busquemos en las páginas de este libro la mejor explicación con la máxima sencillez.

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A modo de conclusión

L a ciencia progresa, ha progresado siempre. Cabe, asumida su naturaleza y la propia naturaleza del hombre, que siga progresando de una manera u otra en el futuro. El hombre es un ser que quiere alcanzar cada vez objetivos más amplios, y por consiguiente nunca se conforma con lo que ha logrado saber o con lo que ha podido conseguir. En ocasiones se equivoca, pero no deja de progresar cuando tras reconocer su equivocación rectifica. Se han cometido a lo largo de la historia de la ciencia gruesos errores, que en determinado momento se han corregido. También se dan en ella momentos de progreso y momentos de estancamiento, pero hay al mismo tiempo una curiosa sustitución en el protagonismo de los avances más notables. Los chinos o los caldeos eran los pioneros de la ciencia en el mundo cuando los griegos apenas habían despertado a la llamada del saber. Luego fueron los griegos los que alcanzaron nuevas y desconocidas fronteras. La ciencia clásica, tras siglos de esplendor, se estancó tras la decadencia del imperio romano, pero, a poco de consagrada esta crisis, los árabes fundieron la aportación de varias culturas, y se convirtieron los mejores científicos de la Tierra. Decayeron justamente cuando la ciencia de Occidente tomaba el relevo y llevaría la delantera al resto del mundo durante siglos. Siempre hubo alguna o algunas culturas particularmente destacadas en la preocupación por el conocer científico, y hasta cabe aceptar la sugerencia de que, tomando en cada momento histórico el grado de desarrollo de la cultura más avanzada, el progreso de la ciencia no se detuvo nunca.

Los tiempos modernos, por lo menos desde fines del siglo XVII, han presenciado una espectacular aceleración del saber científico en el ámbito de Occidente, una aceleración que no se ha detenido todavía, y que ha llevado a la cultura occidental a ejercer una función de liderazgo que se extiende hasta los tiempos de la globalización. Aún hoy, la ciencia que desarrollan con éxito otras culturas es heredera directa en casi todos los casos de la ciencia occidental. A dónde puede llevarnos este proceso de aceleración cada vez más espectacular es un extremo que nos atañe muy particularmente, que nos interesa, nos apasiona y hasta nos preocupa, pero en cuya naturaleza no podemos entrar cuando nos limitamos a repasar la historia de la ciencia. La historia falta a su naturaleza cuando se atreve a atisbar el futuro.

La aceleración del progreso científico es uno de los hechos más espectaculares de los tiempos que vivimos, y no puede por menos de producir una dosis muy grande de admiración. Este proceso, que en unos casos ha decidido los destinos del mundo, que en otros ha suscitado, junto con esa admiración, una cierta alarma e incluso temor (a las formas de energía atómica, a las manipulaciones sobre la vida, a la «inteligencia artificial», a la degradación del medio ambiente, al paro originado por la suplantación del trabajo humano por el de otros ingenios muy eficaces) ha provocado las más inesperadas reacciones en los analistas y en la misma sociedad. Se ha destacado que el progreso en sí ha de resultar siempre positivo, pero sería en alto grado deseable un progreso armónico y equilibrado. Resulta intuible que, incluso sin salir del mundo científico, el progreso ha sido o está siendo mucho más acelerado en unas áreas de conocimiento que en otras; y, si salimos de su mundo específico, también parece cierto que el progreso científico, en general, resulta demasiado grande comparado con otros ámbitos de progreso en que el desarrollo humano ha experimentado menos avances, o incluso en determinados valores fundamentales para el sentido más profundo del ser y el existir humano puede encontrarse en regresión. Esta desproporción en los distintos componentes del progreso, que ya preocupaba a Ortega y Gasset, puede representar para un especialista en «filosofía del progreso» como Robert Nisbet, un «descoyuntamiento», similar al de un hombre cuyo brazo derecho o cuya oreja izquierda crecen mucho más que los demás miembros, en tanto los pies o las manos se atrofian o se anquilosan: un hombre tal acabaría convirtiéndose en un monstruo. No es criticable el progreso en sí, sino su aceleración en solo unas direcciones determinadas. Quizá en el futuro se vea clara la necesidad de una armonización de todos los valores que nos realizan como seres inteligentes y responsables.

El progreso científico ha vivido, en especial a partir del arranque de su aceleración a fines del siglo XVII, fases iconoclastas. La ciencia antigua se ha presentado muchas veces como despreciable, equivocada y por lo mismo absolutamente digna de ser fustigada y desechada. Luego, la iconoclastia se suaviza, y se reconocen los aciertos de los antiguos, evitando sus errores y superando sus limitaciones. La geometría no euclidiana no tiene por qué desterrar a Euclides, cuyos principios siguen siendo perfectamente válidos en la vida corriente, y constituyen el instrumento habitual de los mismos científicos. Einstein no ha condenado a Newton, aunque ha modificado sus conceptos; pero las ecuaciones newtonianas siguen siendo tan útiles como hace siglos para el cálculo de órbitas o para evaluar la caída de los cuerpos. Lo nuevo no destruye todo lo antiguo, ni tampoco hubiera podido establecerse sin el apoyo previo de lo antiguo: precisamente por eso sigue siendo útil y en muchos casos necesaria la historia de la ciencia.

Para terminar. En algunas ocasiones, el optimismo ambiente, atizado por los logros espectaculares, hizo pensar que la historia de la ciencia se encontraba cerca de su final; o, en otras palabras, que el progreso científico poseía una meta, y esa meta estaba a punto de ser alcanzada. La Ilustración, el Positivismo, pero también el salto gigante de los últimos años han dado pie a especulaciones de una u otra naturaleza, pero siempre en un sentido análogo. El «fin de la historia», como tal también en sentido genérico, como pudieron concebirla Hegel, Marx o Fukuyama, representaría una época de plenitud, una especie de paraíso en la tierra, en que ya estarían gozosamente alcanzadas todas las metas deseables: los historiadores piensan que eso no deja de ser una bella utopía. En un libro muy leído, o muy comenzado a leer, como que fue un best seller a fines del siglo XX, el cosmólogo Stephen Hawking terminaba con una afirmación sorprendente: «si un día logramos una fórmula capaz de expresar la realidad del Universo, se refería a la Teoría de la Gran Unificación, habremos conseguido penetrar en la mente de Dios». Un poco pretenciosa puede parecer esa suposición. El hombre posee una bendita ansia de saber, y saber cada vez más. Pero, con toda la excelencia que le caracteriza, es un ser limitado, y no puede aspirar a un saber infinito. Demasiados desengaños nos ha proporcionado ya la orgullosa seguridad de haber alcanzado un grado de conocimiento absoluto sin otro medio que la razón, por admirable que sea esa herramienta concedida al hombre, como para que caigamos de nuevo en la misma equivocación. El endiosamiento del sabio (y más aún el de quien cree ser sabio) ha sido siempre peligroso, lo es y lo seguirá siendo.

¿Quiere significar un reconocimiento de esta limitación que habrá de llegar un momento en que tendremos que renunciar a aumentar nuestros conocimientos? Todavía no estamos en condiciones de tocar los límites de la ciencia posible, entendamos la ciencia asequible al hombre. Por un lado, es mucho más todavía, por increíble que pueda parecemos, lo que resta por conocer que lo que conocemos; por otro, la capacidad de la inteligencia humana puede potenciarse más y más en el futuro. Tenemos todavía un amplio camino por delante, tal vez hasta horizontes que hoy ni siquiera somos capaces de imaginar, como nuestros antepasados, con poseer una rica imaginación, tampoco imaginaron muchos de los logros actuales. Mantenemos, por lo menos el mismo grado de curiosidad que los primeros y sencillos exploradores de la naturaleza, un ansia ilimitada de conocer realidades nuevas y de resolver misterios; y mantenemos, o debemos mantener siempre, como nos exige la ética de la ciencia, un incondicional amor a la verdad, a alcanzar la verdad, en vez de tratar de imponernos a ella.

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