PRESENTACIÓN
¿Puede aprovecharse la revolución digital para refundar los medios de comunicación y la democracia sobre nuevas bases? A ello nos invita Julia Cagé en un breve libro estimulante y optimista en el que fija la cronología de la crisis actual y demuestra que es posible desarrollar un nuevo modelo para los medios de comunicación en la era digital, basado en el reparto del poder y la financiación participativa. Ya conocemos, por descontado, el lado sombrío de la evolución reciente. Debilitados por la caída de las ventas y de los ingresos publicitarios, los medios de comunicación van a parar progresivamente a manos de millonarios de bolsillos repletos de dinero, a menudo a costa de la calidad y de su independencia. Sabemos desde hace mucho tiempo que TF1 pertenece al grupo Bouygues, y Le Figaro a la familia Dassault, igualmente hambrienta de influencia pública y enormemente implicada en política.
El primer periódico económico, Les Échos, es desde 2007 propiedad de la mayor fortuna de Francia, Bernard Arnault (LVMH). Más recientemente, Le Monde ha sido adquirido por el trío Bergé-Niel-Pigasse, y Libération por el dúo Ledoux-Drahi. En todos los sectores en los que se han amasado grandes fortunas –el lujo, las telecomunicaciones, las finanzas o el negocio inmobiliario– encontramos accionistas generosos dispuestos a «salvar» los periódicos. El problema, afirma Julia Cagé, es que ello conduce a una concentración del poder en pocas manos, que no siempre son las más competentes ni particularmente desinteresadas. Esos «salvadores» tienen sobre todo tendencia a reducir los efectivos y la mala costumbre de abusar de su poder. Descontento ante el tratamiento reservado recientemente por los periodistas de Le Monde a los exiliados fiscales del escándalo «SwissLeaks», Bergé afirmó tan ricamente que no les había «permitido adquirir su independencia» para eso (Beuve-Méry y las sociedades de redactores, que no esperaron a Bergé para ser independientes, deben de revolverse en sus tumbas). En Libération aún recuerdan las despreciativas palabras del accionista Ledoux hacia los periodistas («pongo por testigos a todos los franceses que apoquinan por esos tíos»). Y, al mismo tiempo, todo el mundo acepta que un diario vivo y maltratado tal vez sea mejor que un diario muerto y respetado. ¿Qué hacer, en ese caso, además de lamentarse? En primer lugar, situar la crisis actual en una perspectiva más amplia. No es la primera vez que los medios de comunicación se ven obligados a renovarse, y en el pasado siempre lo lograron, dice Julia Cagé, e indica que los ingresos publicitarios de los diarios norteamericanos (en porcentaje del PIB) bajan desde los años cincuenta.
En segundo lugar, desde hace tiempo existen modelos alternativos que permiten evitar el control de los diarios por parte de los grandes accionistas, con éxitos innegables como el Guardian (uno de los periódicos más leídos en el mundo, propiedad de una fundación) u Ouest-France (primer diario francés, propiedad de una «asociación ley 1901»). El reto hoy en día es repensar esos modelos y adaptarlos a la era digital. La ventaja de las fundaciones y asociaciones es que los generosos donantes no pueden recuperar sus aportaciones (el capital es permanente), y que esas aportaciones no comportan derechos de voto. Como afirmó Beuve-Méry en 1956: «Ganarían al manifestar así la pureza de sus intenciones, quedando al margen de toda sospecha.» El límite de ese modelo es cierta rigidez: los fundadores constituyen el consejo de administración, luego se cooptan y se reproducen infinitamente. De ahí la idea de proponer un nuevo estatuto, la sociedad de medios de comunicación sin ánimo de lucro (o fundacción), intermedio entre el de la fundación y el de la sociedad por acciones. Las aportaciones en capital quedarían congeladas y no proporcionarían dividendos (como en las fundaciones), pero comportarían derechos de voto (como en las sociedades por acciones). Simplemente, esos derechos de voto aumentarían de forma más que proporcional para las pequeñas aportaciones de capital y, por el contrario, tendrían unos límites muy estrictos para los grandes accionistas (por ejemplo, cabe imaginar que sólo un tercio de las aportaciones superiores al 10 % del capital diera lugar a derechos de voto). Eso permitiría incentivar la financiación participativa (crowdfunding) y a la vez dejar atrás cierta ilusión igualitarista que en el pasado minó a muchas sociedades de redactores y estructuras cooperativas.
Por supuesto, es normal que la persona que pone 10.000 euros tenga más poder que la que pone 1.000 euros, y que la que pone 100.000 euros tenga más que la que pone 10.000. Lo que hay que evitar es que las personas que ponen decenas o centenas de millones de euros cuenten con todo el poder. Además, los medios de comunicación se beneficiarían de la desgravación fiscal de la que gozan las donaciones, lo que permitiría reemplazar el sistema opaco de ayudas a la prensa por un apoyo neutro y transparente. Más allá del caso de los medios de comunicación, ese nuevo modelo invita a repensar incluso la noción de propiedad privada y la posibilidad de una superación democrática del capitalismo.
THOMAS PIKETTY ,
Libération, 24 de febrero de 2015
INTRODUCCIÓN: POR UNA NUEVA GOBERNANZA
1984. Un pequeño remolino de viento hace revolotear en espiral los pedazos de papel. ¿De qué sirve guardar viejos recortes de prensa si la telepantalla proporciona estadísticas sin cesar? En la pesadilla de Orwell hay una tensión permanente entre la promesa de una nueva era de la información –la telepantalla actúa como las cadenas de información continua– y las tinieblas de la desinformación. ¿Acaso el protagonista, un «periodista», no «trabaja» falsificando los antiguos números del Times, para que el pasado encaje mejor en la nueva realidad?
2015. Las pantallas han invadido nuestras vidas y en Twitter o Facebook, en los SMS o en Snapchat, se habla la neolengua. En tiempos del periodismo digital, de los smartphones y de las redes sociales, la información está por todas partes. Nos observa.
Los productores de información nunca habían sido tan numerosos como en la actualidad. Francia cuenta con más de 4.000 cabeceras de prensa, cerca de 1.000 emisoras de radio, varios centenares de canales de televisión y decenas de miles de blogs, cuentas de Twitter y otros agregadores de noticias. En Estados Unidos hay cerca de 1.000 cadenas de televisión locales, más de 15.000 cadenas de radio y alrededor de 1.300 diarios.
Paradójicamente, los medios de comunicación nunca han sido tan débiles. El volumen de negocio anual acumulado del conjunto de los diarios norteamericanos es dos veces inferior al de Google, cuya labor consiste en seleccionar los contenidos producidos por otros. Cada «noticia» se repite hasta el infinito y, por lo general, de forma idéntica. Los periódicos, por no mencionar siquiera las cadenas de información continua que emiten en bucle las mismas secuencias de imágenes, consumen una energía creciente publicando cuanto antes en su página web noticias de agencia como si la reactividad del recorta y pega fuera más importante que conseguir información original. Además, reducen sin cesar el tamaño de sus redacciones. Y, sobre todo, dada su estructura de producción, los medios de comunicación no pueden soportar una competencia infinita y un número de actores cada vez mayor.
Vivimos en el mejor y el peor de los tiempos. Desde cierto punto de vista, todo invita al optimismo: nunca ha habido tantos lectores de periódicos. Las estadísticas de lectores en línea provocan vértigo, hasta el punto de que algunos «diarios» –en realidad, casi únicamente blogs– deciden pagar a sus «contribuidores» en función del tráfico.