Agradecimientos
El verdadero punto de partida de este libro fue una conversación mantenida con Ricardo García Cárcel en el Colegio de España de París a mediados de 2010. Cuando le comenté mi intención futura de escribir un trabajo sobre impostores, el profesor García Cárcel me animó a cambiar aquel «algún día» por el «ahora» y me puso en contacto con la prestigiosa editorial Cátedra y con su editor, Raúl García Bravo, quien ha demostrado tanto entusiasmo por el proyecto como paciencia con su autor.
A lo largo de estos años, el departamento de Humanidades Contemporáneas de la Universidad de Alicante, la École des Hautes Études en Sciences Sociales, el Eighteenth Century Worlds Research Centre de la Universidad de Liverpool, el departamento de Historia Moderna de la Universidad de Múnich y, finalmente, el departamento de Español de la Universidad de Maynooth me han acogido como investigador, por lo que les estoy enormemente agradecido.
No quiero olvidar tampoco el respaldo económico e institucional prestado por el Instituto Max-Planck de Frankfurt, que me concedió en 2014 su JEV Fellowship in European Administrative History. Gracias también al proyecto de investigación «Mujer, liberalismo y espacio público en perspectiva comparada» (MICINN, HAR2011-263-44) por la financiación de mis desplazamientos y por mantenerme en estrecho contacto con investigadores y amigos como Rosa María Capel, José Cepeda Gómez y María Dolores Herrero.
En mi periplo por España a la busca y captura de impostores he encontrado la amable ayuda de los archiveros y bibliotecarios, siempre dispuestos a seguir una pintoresca pista o una referencia remota.
Entre las personas que han contribuido directa (consejos, referencias, revisión de traducciones, lecturas de pruebas y un largo etcétera) o indirectamente (apoyo personal y profesional) a este libro no puedo dejar de mencionar también a Arndt Brendecke, Raphaël Carrasco, Francisco Javier Crespo, Soledad Chico Alcaide, Alba de la Cruz, Fernando Durán, Manuel A. González Fuertes, Julio César González Pagés, Emilio La Parra, Esperanza Luque, Fabien Montcher, Violaine Moreno, David Rodrigues Gomes, Ignacio Sánchez Ayuso, José Luis Sicre y Hannes Ziegler. En los últimos meses de redacción, el aliento de mis compañeras de May
nooth, Mercedes Carbayo-Abengózar, Antonia Flores, Anna Laribal y Sophie Larras, ha sido fundamental.
Gracias a mi familia, especialmente a mis padres, Antonio y Coral, y a mi hermana Coral, por estar siempre ahí, incondicionalmente, en los muchos desencantos y en las pocas (pero plenas) satisfacciones que ofrece esta maldita y bendita profesión.
Para Marian, mi verdad de cada día, los versos más bonitos jamás dedicados a una impostora:
Tú solo, tú has suspendido
la pasión a mis enojos,
la suspensión a mis ojos,
la admiración al oído.
Con cada vez que te veo
nueva admiración me das,
y cuando te miro más,
aún más mirarte deseo…
(Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, acto 1, escena II)
I NTRODUCCIÓN
Impostores: farsantes, suplantadores y travestidos
No hay nada tan escondido que no deba ser descubierto, ni nada tan secreto que no llegue a conocerse y salir a la luz.
(Lucas, 8: 17)
La sociedad católica del Antiguo Régimen fue conformista por definición. Cada persona debía resignarse con el papel que Dios le había dado en la vida y cumplir con el rol asignado a su estado y condición. Así, la mujer debía someterse al hombre, el campesino al señor y todos al rey. La dignidad y la virtud necesarias para cada puesto no se podían adquirir, puesto que se llevaban en la sangre (igual que los descendientes de conversos llevaban el oprobio en la suya). Desde el púlpito se controlaban las conciencias para mantener el inmovilismo estamental y conservar el privilegio de unos pocos para apuntalar la obediencia de todas las clases.
Esto no significa que no hubiera movilidad social alguna y que el poder establecido no la permitiera dentro de cierto orden. A lo largo de generaciones, gracias al comercio, a alianzas matrimoniales con estirpes nobiliarias necesitadas de efectivo y a la compra de títulos y cargos, las familias podían mejorar su estatus, pero se trataba de un camino lento y costoso, y solo al alcance de unos pocos apellidos. Para el resto, lo normal es que un campesino fuera hijo y nieto de campesinos, y que cualquier artesano lo fuera por herencia familiar. Un labrador castellano moriría probablemente sin haber visto el mar.
Así pues, a nivel individual, el ascenso social a lo largo de una vida humana difícilmente podía ser significativo. Quizás la vía más efectiva fuese la emigración a América, donde las posibilidades de enriquecimiento eran mayores y donde un español perteneciente al escalón social más bajo se convertía, en relación con los indígenas, en un privilegiado. Otra vía para la promoción social fue el ingreso en instituciones que permitían cierta promoción interna (como el ejército y la Iglesia). Fueron poco habituales los casos de párrocos o soldados rasos que llegaron a una posición brillante, pero los hubo. La educación y la carrera administrativa eran otra senda para progresar en la pirámide social, sobre todo durante el siglo XVIII , cuando las universidades y la administración borbónica facilitaron el ennoblecimiento de una nueva casta política que sustituyó a la nobleza tradicional; pero por lo general estos hombres eran ya hidalgos y provenían de una familia acomodada. El acceso a cualquier puesto requería igualmente un certificado de limpieza de sangre, otra forma de discriminación legal.
La realidad es que la suerte de la mayoría de la población humilde del Antiguo Régimen estaba echada desde la cuna y que la base de la pirámide estamental soportó su carga durante siglos sin oponerse a la injusticia intrínseca del sistema, sublevándose únicamente en episodios de rebeliones puntuales, en las que no se discutía el orden establecido sino que se protestaba por motivos a corto plazo como el hambre. Habría que esperar a las revoluciones liberales para que el mérito y el mito del hombre hecho a sí mismo reemplazasen al conformismo del Antiguo Régimen.
Pero ni las leyes ni el discurso inmovilista evitaron la existencia de lo que Maravall llamó «la aspiración social de medro», protagonizada por personas capaces de anteponer su individualidad al colectivismo estamental para desafiar el orden establecido y moverse por los márgenes del sistema. En este grupo humano hay que incluir a los protagonistas de este libro: los impostores.
El uso de la palabra «impostor» (del latín, imponere) se registra en las lenguas vernáculas europeas a partir del siglo XVI , aunque más como sinónimo de falsedad que de usurpación de identidad o cambio fraudulento de la misma. La acepción que aquí utilizamos del término («suplantador, persona que se hace pasar por quien no es», DRAE) no se extiende por las fuentes hasta principios del XIX . Hasta entonces, las palabras más usadas para nombrar y describir a una persona que ha adoptado una identidad falsa fueron las de «fingido» (por ejemplo, «sacerdote fingido») y «falsario».
Es importante tener en cuenta la diferencia existente entre el término general de «impostor» y el más particular de «suplantador» . El primero puede adoptar la identidad de una persona real o bien inventarse a su personaje, mientras que el segundo, por definición, se hace pasar por alguien que existe o ha existido. De manera que todos los suplantadores son impostores, pero no todos los impostores o farsantes incurrieron en la suplantación.