Claudia, una chica inteligente y aventurera que vive en Complutum está dispuesta a investigar unos extraños sucesos que han ocurrido: caballos que se han vuelto azules, palomas rojas y hasta una petrificación.
Con estas premisas la autora, M. Eloísa Caro, nos introduce en el mágico mundo de Complutum, la ciudad romana que hoy conocemos como Alcalá de Henares, cerca de Madrid, España.
Un libro de aventuras para disfrutar mientras se recorre, sin darse cuenta, la vida social de una ciudad romana. Aprendiendo historia de forma muy amena.
Mª Eloísa Caro
Complutum patas arriba
Mª Eloísa Caro, marzo 2017
Ilustraciones: Carmen Ramos
Corrección de texto: Dolores Sanmartín
(AG)
Revisión: 1.0
Alcalá de Henares es una ciudad conocida principalmente porque en ella nació Miguel de Cervantes y por su magnífico conjunto histórico presidido por la Universidad. Pero no podemos olvidar sus yacimientos arqueológicos, entre los que hallamos el de la ciudad romana, Complutum. Además de los restos del foro, varias casas y otras estructuras, destacamos por su excepcionalidad un edificio que se ha denominado «La casa de Hypolitus» (nombre del artista, probablemente de origen norteafricano, que realizó el mosaico ubicado en el gran recibidor). Esta extraordinaria casa fue la sede de una asociación de jóvenes. Contaba con termas, capilla, pozo de aguas minerales, letrinas, aviario y un jardín diseñado al estilo de oriente donde se incluían palmeras, cedros y pelícanos.
I
Algo muy extraño estaba ocurriendo en la Villa del Val, a unas millas de Complutum, un hecho insólito que nadie quería perderse.
El lugar estaba abarrotado de curiosos; los más afortunados rodeaban el corral de los caballos, se aferraban a la madera como si estuvieran presenciando la representación más espectacular de todo el imperio. Los Anios también observaban perplejos desde primera fila a sus magníficos ejemplares, reconocidos incluso fuera de Hispania por su resistencia y velocidad. De repente, sin ninguna explicación aparente y de forma misteriosa, su aspecto se había transformado por completo.
Yo había conseguido un mirador preferente entre las piernas de los curiosos.
Senadores y esclavos, ceramistas y orfebres, todos los que allí se habían congregado hubieran soltado sonoras carcajadas al ver el nuevo porte de los caballos; sin embargo, la trascendencia de aquel suceso para la ciudad se lo impedía.
A mí me fascinaba e incluso me enternecía la transformación que habían sufrido aquellos nobles seres; eran irresistibles, apetecía tocarlos, mimarlos, sacarlos de paseo. En fin, no vais a creerlo pero así sucedió: todos los caballos se habían teñido de un delicado y tenue color azul celeste, hermoso, pero tal vez poco apropiado para unos animales corpulentos y briosos como son los caballos. El hocico era azul, las crines, las patas y sus ojos —como los míos— también eran azul celeste; además, y lo que era mucho peor, no sabían correr, sólo trotaban ligeramente como suaves y delicadas mariposas.
A los niños les entusiasmaba el cambio.
—Papá, yo quiero uno como ése —decían alborotados.
Los mayores en cambio lo veían como un maleficio.
—Nadie debe acercarse a ellos hasta que averigüemos qué ha ocurrido —dijo uno de los ediles de la ciudad.
Yo no podía esperar, estábamos ante una situación muy extraña y complicada; había que hacer algo y pronto. Así pues, desoyendo la advertencia de la autoridad, y pasito a pasito, me colé al otro lado de la valla; agachada, permanecí escondida entre los caballos, que de cerca resultaban aún más tiernos. Nadie se percató de mi intrusión, ya que todos escuchaban atentos a Fallidus, que había tomado la palabra subido sobre unos sacos de arena. Aquella improvisada tribuna no parecía muy estable y se balanceaba de un lado a otro como una espiga de trigo mecida por el viento.
—Cuando me postulaba para ser uno de vuestros dirigentes, tuve noticias de los Juegos en honor a Apolo que el Emperador había organizado en Roma. Ya sabéis cuánto batallé para que fueran los magníficos aurigas y caballos de Complutum quienes representaran a la provincia de Hispania. Luchamos contra cientos de asociaciones a las que fuimos eliminando hasta proclamarnos vencedores. Ahora, este contratiempo pone en peligro nuestra merecida participación. Sin esos magníficos caballos sería imposible competir. No tenemos tiempo para buscar alternativas; por ello voy a poner todo mi empeño con el fin de atrapar, antes de que sea tarde, a los culpables, y descubrir lo que ha ocurrido. También vosotros debéis estar atentos a lo que sucede a vuestro alrededor.
Justo al pronunciar esta última recomendación, uno de aquellos peculiares caballos azulados resopló en mi oído con todas sus fuerzas; del tremendo susto caí al suelo, y además de acariciar con la palma de la mano una inocente pero repugnante lombriz roja que casi me lleva a vomitar, encontré una cinta de tela. La examiné con detenimiento y en uno de sus extremos detecté, a pesar de su deterioro, una enigmática y sospechosa mancha azul celeste del mismo tono que los caballos.
Era evidente que alguna relación tenía con lo que estaba ocurriendo. Aunque desconocía el tipo de tela, a simple vista me pareció que podría tratarse de una cinta como las que usan los aurigas para sujetar el cabello.
II
Comenzó a lloviznar, pero las afiladas y cristalinas gotas de agua, al chocar contra los caballos, no se teñían de azul; el color formaba parte de ellos.
Con mi larga y ondulada melena rojiza salpicada de lluvia regresé a casa, a la conocida Casa de Hippolytus, la sede de la «Asociación de Jóvenes de Complutum». Aún me permitían corretear entre aquellos muchachos de las nobles familias locales. Yo deseaba convertirme en un socio más, pero cada vez que lo intentaba sus dirigentes me negaban el acceso.
—Eso es imposible, eres una chica. No podemos saltarnos las normas. Tenemos el deber de respetarlas siempre, no puede haber excepciones —me repetían.
Debía conformarme, pues, con cuidar del aviario; ellos lo admiraban. Yo enseñaba a los jóvenes el lenguaje de las palomas y los mensajes escondidos en las plumas de los pavos reales y en el torpe caminar de las que, sin duda, eran las estrellas del jardín: los simpáticos pelícanos.
Como siempre, avivé la zancada al pasar ante la «habitación del pozo sagrado». Lo custodiaba una anciana de la que nadie sabe su edad. Yo sólo la vi una vez cuando proporcionó a mamá unas hierbas que le devolvieron la voz. El poder de aquella mirada cristalina, sin miedo a nada, me obligó a esconder la mía. Se contaban historias de hechizos y encantamientos que tal vez sólo pretendían proteger las ricas aguas del lugar —como decía mi padre para tranquilizarme—, pero lo cierto es que no podía evitar pasar de puntillas.
Al aproximarme a las termas llamó mi atención un grupo de jóvenes que se arremolinaba en el caldarium, me acerqué y, de nuevo, había sucedido algo asombroso e inexplicable.