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Julio Caro Baroja - Los Baroja

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Julio Caro Baroja Los Baroja

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JULIO CARO BAROJA Madrid 1914 Vera de Bidasoa 1995 fue un antropólogo - photo 1

JULIO CARO BAROJA (Madrid, 1914 – Vera de Bidasoa, 1995) fue un antropólogo, historiador, lingüista, folklorista y ensayista español, sobrino del escritor Pío Baroja y del pintor y escritor Ricardo Baroja. Se doctoró en Historia Antigua por la Universidad de Madrid. Fue docente en las universidades de Madrid, Coimbra y País Vasco. Dirigió el Museo del Pueblo Español de Madrid.

Antropólogo de renombre mundial y discípulo de Telesforo de Aranzadi, Hugo Obermaier, José Miguel de Barandiarán y Manuel Gómez Moreno, Julio Caro destacó por su constante y rigurosa labor investigadora, consagrada a la antropología social y cultural de los pueblos de España y de determinados grupos sociales, con una especial preocupación por la historia, la cultura y la sociedad vascas.

Dictó cursos y conferencias en las Universidades de Oxford, Munich, Bonn, Colonia, Berkeley, Atenas, Barcelona, Santander, Salamanca, Roma, etc. Fue académico de número de la Real Academia Española, de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia de la Lengua Vasca. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1983), la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (1984), el Premio Nacional de las Letras Españolas, el Premio Internacional Menéndez Pelayo (1989) y el Premio Príncipe de Viana de la Cultura (1989)

CAPÍTULO PRIMERO

PRIMEROS RECUERDOS

He nacido en Madrid, el 13 de noviembre de 1914, alrededor de las ocho de la noche. Tocaban a retreta en un cuartel vecino, según me solía decir después mi madre. Fui primogénito y durante bastantes años solo, pues un niño y una niña nacidos algo después que yo, Ricardo y Carmen, murieron de edad muy temprana, y mi hermano menor, Pío, vino a este mundo en la primavera, el día de Jueves Santo de 1928, cuando yo ya tenía trece años y medio.

De la casa en que nací no tengo recuerdo. Sí del barrio, porque estaba en la calle del Marqués de Urquijo al final de los «bulevares», cerca del paseo de Rosales, y esta zona de Argüelles fue también la de mi vida durante toda la niñez, la adolescencia y primera juventud. Me bautizaron, así, en la parroquia de San Antonio de la Florida, antes de que se hiciera la réplica, que creo se usa hoy más para estos menesteres. Así es que cerca de, o bajo los hermosísimos frescos de Goya y en la parroquia más castiza de la corte, me cristianaron con todos estos nombres: Julio, por mi abuela paterna; Eugenio, por el día del bautismo; Eduardo, por mi abuelo paterno; del Monte Carmelo, por mi abuela materna, que creo fue mi madrina, y Serafín, por mi abuelo paterno. De seráfico he tenido poco y de bien nacido algo desde el punto de vista ético: no tanto desde el físico. Los demás nombres no se prestan a mayor reflexión: en cuanto al radical madrileñismo del bautismo ha repercutido muy poco en mí, pues todos los antiguos alrededores de mi parroquia, con sus lavaderos, sus merenderos, su río raquítico y las vías del ferrocarril del Norte me han producido siempre gran tristeza… hasta ahora; pero ya no los reconozco casi y, por ello, me tienen sin cuidado, como me pasa con el barrio de Argüelles, que tampoco tiene gran cosa que ver con el de los años que van de 1920 a 1930.

El primer recuerdo claro, visual, que poseo de mi vida data del año 1917. Es un recuerdo instantáneo, al que nada le precede y nada le sucede de modo inmediato. Veo a mi padre vestido de soldado, de pie, y a mi madre junto a él: los dos rubios, los dos jóvenes, con aspecto distinto al que tenían poco después, según mi memoria. ¿Por qué estaba mi padre vestido de soldado? Porque era el momento crítico de la famosa huelga de Correos de aquel año y le habían militarizado. Mi padre hablaba con precipitación. Mi madre escuchaba anhelante y yo prendido a ella. Esto era en un comedor pequeño de un piso humilde del barrio de Argüelles de la dicha calle del Marqués de Urquijo todavía. La zozobra debió durar poco. Mis padres cambiaron pronto de casa… a la misma calle de Mendizábal y algo más arriba y en la acera de enfrente de donde vivían mi abuela y mis dos tíos maternos. Vuelvo a hacer un esfuerzo de memoria y recuerdo algo de aquella casa. Pero lo que quedó mucho más grabado en mi imaginación fueron las visitas a la de mi misma abuela materna, a Mendizábal, 34, donde estaba instalada aún por el año 18 la panadería, el negocio que ella había heredado de su tía Juana Nessi y Arrola. Se entraba en el zaguán de un hotel aparejado para la industria y se sentía fuerte olor a horno, agradable a veces, pegajoso otras: un olor que, de todas maneras, resultaba delicioso para un chico pequeño, pues hacía pensar en grandes cantidades de bollos, suizos, ensaimadas y dulces, dispuestos a que se les hincara el diente. Dentro iban y venían los repartidores, panaderos y horneros, gallegos en su mayor parte. Uno de ellos, Severo, era un hombre pálido, velludo, con grandes bigotes y expresión tremenda, que causaba mi curiosidad no exenta de inquietud, pues el castellano que hablaba era para mí ininteligible y no comprendía si las palabras que me dirigía tras los bigotes lacios contenían grandes amenazas o amabilidades. Los niños no distinguen bien cuándo se les trata de una manera o de otra, sobre todo si se adopta con ellos un tono festivo. En realidad, Severo era un infeliz. Subía yo al comedor de la casa con la niñera y allí quedaba en los brazos de mi abuela. Pronto en torno a ella aparecían la Julia, nuestra ama, y las muchachas que había traído del Norte, navarras de la zona vasca, de Vera, y se disponía cómo había de pasar el resto de la tarde. Ya entonces pude sentir sobre mí una especie de influjo «gentilicio». Mi abuela tenía normalmente dos muchachas, además de a la Julia, donostiarra, nacida en casa como quien dice y que hacía las veces de «gouvernante». Las chicas eran jovencitas, sacadas del ambiente de Vera, con un castellano problemático y bastante atemorizadas en Madrid. Un día dos de ellas se perdieron como a cuarenta metros de casa y algún vecino se las encontró llorando de miedo. A ellas se unía mi niñera: más joven, pero acaso más despierta. La Julia, la Dolores, la Juana y la Salomé formaban un grupo compacto con mi abuela, grupo al que yo pertenecía y que debía tener una idea acerca de los peligros de la corte, bastante parecida a la de un moralista del siglo XVII. En todo caso Madrid era algo ajeno, distante y lleno de complicaciones. Sobre todo para las jóvenes inocentes. Yo creo que las impresiones racionales de la primera infancia influyen de modo decisivo sobre lo que se piensa después: porque se razona aún más sobre ellas, para justificarlas. Así, mi conciencia de que Madrid era algo extraño, conciencia que me ha durado, pese al patronazgo de San Antonio, el de la verbena de junio, estaba fundamentada, cimentada, sobre las ideas radicales de la Julia, ya solterona o «nescazarra», como se dice en vasco, con un odio sensible hacia los hombres y más hacia los donjuanes de tienda de comestibles, etc.; la Julia, muy vasquista, dominaba la conciencia de aquellas muchachas rubias, bonitas y perfiladas, que producían gran entusiasmo entre los referidos donjuanes.

A veces me obligaban a ir con una de ellas a Rosales o al parque del Oeste, a aprovechar las horas de sol. Esto es lo que menos me gustaba. Otras veces me quedaba en aquel comedor grande, oscuro, con altos armarios y mi abuela me recortaba en papel unas figuras como de mujeres, bailando en corro, a las que llamaba «mosquetonas», o jugábamos a un juego que consistía en poner la mano del uno encima de la del otro sucesivamente y al que daba un nombre vasco: «mostutzen». A la hora de merendar subían del horno gran cantidad de ensaimadas, bollos y dulces, que —a mi juicio— mi abuela administraba con excesiva parsimonia, de la que yo siempre protestaba. La estratagema que había que usar era la de merendar en el comedor, de modo protocolar u oficial, y luego ir a la cocina, a ver si podía encontrarse algo más que comer.

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