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Isidoro de Antillón - Disertación sobre el origen de la esclavitud

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Disertación sobre el origen de la esclavitud: resumen, descripción y anotación

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Con su característico estilo romántico, Modesto Lafuente se refiere así a la malhadada muerte del autor que hoy nos ocupa, cuando Fernando VII iniciaba en 1814 la represión de los más destacados liberales: «El sabio geógrafo y distinguido diputado a Cortes don Isidoro Antillón, arrancado de su lecho, donde se hallaba por grave enfermedad postrado, por los ejecutores y satélites del despotismo, tan sin entrañas ellos como los autores de las órdenes que cumplían, sucumbió al rigor de tan inhumana tropelía, y expiró en el tránsito a la prisión de Zaragoza. La patria y la ciencia le lloraron, ya que sus crueles perseguidores tuvieron los ojos tan enjutos para llorar como duro el corazón para sentir.» A pesar de su temprano fallecimiento, el turolense Isidoro de Antillón (1778-1814) tuvo tiempo de desarrollar múltiples actividades: ilustre geógrafo, y preocupado especialmente por la enseñanza de esta ciencia; periodista combativo durante la guerra de Independencia; diputado en Cortes desde 1812, con especial dedicación a los temas jurídicos; y además uno de los primeros abolicionistas, que sigue con interés los debates que se producen en este sentido en el Reino Unido y en Francia. A sus intervenciones parlamentarias en este sentido atribuye Hugh Thomas (aunque sin pruebas) el atentado que Antillón sufrió en Cádiz y que provocó una dura condena por parte de la cámara. (La trata de esclavos, Barcelona 1998, pág. 575) Pero su preocupación por estas últimas cuestiones venía de lejos. Todavía muy joven, en 1802 había pronunciado una conferencia en la sociedad matritense de jurisprudencia que, nueve años después, será impresa en Palma de Mallorca con el prolongado título de Disertación sobre el origen de la esclavitud de los negros, motivos que la han perpetrado, ventajas que se le atribuyen y medios que podrían adoptarse para hacer prosperar sin ella nuestras colonias. Su postura es clara: el reconocimiento de «los derechos imprescriptibles del hombre», de «la soberanía del pueblo» obligan a «romper los grillos de la esclavitud bárbara con que hemos afligido por espacio de tres siglos a los míseros habitantes de las márgenes del Níger y del Senegal.» Rechaza la existencia de una inferioridad entre los indios (débiles) y los africanos (salvajes): sus condiciones actuales son resultados de siglos de esclavitud: «Si la esclavitud pasase de los negros a los blancos, sus descendientes serían, después de algunas generaciones, lo que los negros son hoy». Es preciso, por tanto, considerar a todos ellos como ciudadanos, aunque, añade, quizás sea conveniente reconocer como tales sólo a aquellos que muestren merecerlo... Más discutibles son las propuestas que realiza para que la justa abolición de la esclavitud no perjudique los intereses del país: lograr que los indios (e incluso los europeos) realicen las tareas que desempeñaban los esclavos; proceder a la sustitución de los productos de las plantaciones tropicales (algodón, café, cacao, tabaco...), que ya pueden considerarse productos de primera necesidad en Europa, por otros alternativos o sucedáneos... Pero la solución a la que concede más interés y reflexión resulta chocante y premonitoria: en lugar de trasladar forzadamente a los esclavos hasta América, colonícese a fondo el África, ocúpese el territorio, y póngase en cultivo. Un paternalismo inconsciente y optimista le impide advertir lo contradictorio de este nuevo imperialismo con sus propios presupuestos ideológicos. «Ningún obstáculo se presenta en la ejecución de tan gloriosa empresa. Toda la costa está preparada para establecimientos, y el país lleno de habitantes dados al comercio, y para quienes nuestras mercancías son ya verdaderas necesidades. Un largo hábito de ver los europeos ha substituido la afición y la amistad a la prevención poco favorable que inspiran al principio los extranjeros; ellos hablan ya el francés, están acostumbrados a servir, son industriosos, tranquilos, dulces, y demasiado cobardes para oponerse a la fundación de una colonia. Aunque ignorantes, nada tienen de encaprichados. El disgusto y el poco apego que manifiestan a muchas de sus costumbres, y la facilidad de prestarse a cualquier novedad, son presagio feliz de que sería entre ellos fácil una reforma sabia, o el sistema mejor de conocimientos que se quiera introducir. Sin duda aquellos hombres, naturalmente imitadores, mirarían como dioses benéficos a los que viniendo a ocupar con ellos sus tierras les enseñasen a cultivarlas, en vez de expatriarlos para siempre.»

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DISERTACIÓN SOBRE EL ORIGEN DE LA ESCLAVITUD DE LOS NEGROS MOTIVOS QUE - photo 1

DISERTACIÓN SOBRE EL ORIGEN
DE LA ESCLAVITUD DE LOS NEGROS,
MOTIVOS QUE LA HAN PERPETUADO,
VENTAJAS QUE SE LE ATRIBUYEN
Y MEDIOS QUE PODRÍAN ADOPTARSE
PARA HACER PROSPERAR SIN ELLA
NUESTRAS COLONIAS.

Leída en la Real Academia Matritense de derecho español y público,

el día 2 de Abril de 1802,

POR

EL DR. D. ISIDORO DE ANTILLÓN

su individuo exento, y miembro de varios cuerpos literarios.

Y publicada en 1811 con notas en apoyo e ilustración de la misma doctrina.

… Quis talio fando

Temperet a lacrymis.

Virg. Aeneid. Lib. 2.

VALENCIA

Imprenta de Domingo y Mompié, 1820

Esta Disertación es propiedad absoluta de la casa de los señores Domingo y Mompié, del comercio de libros de Valencia, y se hallará en su librería calle de Caballeros, número 48; y en Madrid en la de Collado, calle de la Montera.

ADVERTENCIA EN LA EDICIÓN DE 1811

Nueve años hace que en el día 2 de abril tuve el honor de abogar por la libertad de los negros y por los derechos imprescriptibles del hombre, rodeado de mis dulces amigos y amados compañeros de la academia de Santa Bárbara de Madrid. En una corte donde reinaba el más absoluto y más incensado despotismo, en donde se premiaba el espionaje y la delación como las acciones heroicas se premian en una república, en donde casi todas las corporaciones de más autoridad, todos los agentes del gobierno tenían declarada guerra a la razón y proscrita al filósofo que osase invocarla, hubo, ¿quién lo creyera? un congreso de jóvenes honrados, que arrostrando las cárceles, los destierros y toda la indignación del favorito y de los ministros, discutían libremente cuestiones muy delicadas de moral y de política, raciocinaban sobre la libertad del ciudadano y sobre la constitución de las sociedades; y sin acordarse de las cadenas ni de los calabozos, su lenguaje en Persépolis era el de unos discípulos de Sócrates en Atenas. Aquella academia en Madrid podía compararse al pequeña cantón de Palmira en los inmensos desiertos de la Siria. Recibid vosotros, ¡oh nombres eternamente queridos para mí!, cualquiera que sea hoy vuestra suerte en medio de las convulsiones de una patria desgraciada, recibid la memoria y el reconocimiento de vuestro antiguo compañero, en cuya imaginación jamás se presentan recuerdos mas halagüeños que los de nuestro íntimo trato, de nuestro entusiasmo por el bien y la felicidad de los hombres, de nuestros votos por la destrucción de un gobierno tan opresor como insensato, y por la mejora de las instituciones y de las leyes, de nuestra consagración en fin por la santa filosofía, a despecho de una situación precaria, y del azote siempre levantado de la tiranía recelosa.

No creía yo ni esperaba cuando en el año 1802 leí en la academia de Santa Bárbara mi discurso sobre la esclavitud de los negros, que podría pasar en algún tiempo de un desahogo entre amigos conformes en principios y sentimientos, y menos que podría comunicarse al público por el conducto indestructible de la imprenta. Pero tampoco pensé nunca, ni aun en los delirios de la esperanza más lisonjera, que en España nueve años después llegaría a reconocerse y proclamarse la soberanía del pueblo, origen fecundo de todos los derechos del hombre en sociedad, ni que el augusto Congreso de sus representantes daría al mundo el magnífico espectáculo de una sesión solemne, dedicada a romper los grillos de la esclavitud bárbara con que hemos afligido por espacio de tres siglos a los míseros habitantes de las márgenes del Níger y del Senegal. ¡Qué contraste entre los sublimes y patrióticos discursos pronunciados en las Cortes con esta ocasión memorable, y las hediondas arengas de prostitución y de servilidad que formaban toda la elocuencia de los cortesanos de Carlos IV! Tan vergonzosa y amarga como es la memoria de nuestra abyección y servidumbre pasada, es gloriosa la perspectiva de nuestros esfuerzos y conatos presentes para trepar por el sendero de la razón al templo elevado de la libertad. ¡Ojalá consigamos vencer los terribles enemigos que en el mismo seno de la patria embarazan nuestra marcha atrevida! Estos enemigos, a manera del dragón del huerto de las Hespérides, amenazan devorar al patriota decidido que se acerque a las puertas de aquel santuario, cerradas por la mano férrea de los tiranos y de sus interesados agentes, y que pretenda coger las manzanas de oro de la felicidad social y política; felicidad de que pende en gran parte el bienestar de los hombres durante el corto período de su existencia sobre la tierra.

La sesión de las Cortes del 2 de abril de 1811 me ha movido pues a publicar, ya que la imprenta es libre por la ley, el discurso que acerca del mismo objeto dije en dos de Abril de 1802. Su contenido no es menos interesante a la religión que a la humanidad; mi intención no pudo ser más pura cuando le escribí, ni mis fines más rectos al imprimirle, con la adición de algunas notas. Lo demás queda a la censura de la opinión pública, juez supremo e irrecusable, cuya voz triunfa tarde o temprano de los clamores de la ignorancia y de las calumnias enmascaradas del interés. «Si yo hubiera consultado (diré ahora, como decía un escritor respetable por su filantropía y sus desgracias), si yo hubiera consultado lo que en otros días se llamaba amor de la gloria, y seguido el espíritu de la antigua literatura, hubiera podido gastar algunos meses en pulir esta disertación; pero he creído que siendo necesaria al presente sería acaso inútil y demasiado tardía dentro de algún tiempo. Hemos llegado a una época en que los amantes de las letras deben tratar lo primero de ser útiles; en que se debe precipitar la propagación de las verdades que el pueblo puede comprender, no sea que sobrevengan movimientos retrógrados; y en que por consiguiente siendo preciso ocuparse más en cosas que en palabras, la escrupulosidad en el estilo y en la perfección de los coloridos se miraría justamente como senil de una vanidad miserable y de aristocracia literaria. Si resucitase cierto filósofo célebre se avergonzaría de pasar veinte años en hacer epigramas sobre las leyes; escribiría para el pueblo, porque la revolución no puede mantenerse más que por el pueblo, y por el pueblo instruido; es decir, que escribiría buenamente, según su corazón, y no pondría en tortura sus ideas para que saliesen más brillantes.»

Palma en Mallorca 10 de Julio de 1811.

I. de A.

SEÑORES:

1. Cuando queramos pasar revista por los diferentes derechos naturales y sociales del hombre, cuando queramos examinar sus facultades, observaremos con dolor que éstas y aquellos han sido menos respetados y más combatidos, a proporción que son más preciosos y más imprescriptibles. En todos los países del mundo, en todos los gobiernos que sucesivamente han dirigido la especie humana, el despotismo, la ignorancia y la superstición se ha conjurado para atacar la felicidad del mayor número de nuestros semejantes. La naturaleza en vano ha reclamado sus indestructibles privilegios; la fuerza de los opresores y el embrutecimiento de los vencidos han desoído su robusta voz; aquellos han seguido oprimiendo y gozando, y estos callando y sufriendo ignominiosamente. Y si algún hombre menos débil ha querido acordarse de su vergonzoso estado, si abriendo el código de la razón y viendo en él esculpidos con caracteres sagrados sus grandes y desconocidos derechos se inflamó de un santo celo por el bien de sus semejantes, si se llenó de una justa indignación contra los tiranos, si lanzó un grito valiente en favor de la humanidad oprimida, la insolencia de los déspotas y la estúpida sumisión de los esclavos le sofocaron, y presto quedó reducido a llorar en oscuro silencio los males de nuestra raza. Así, oprimir por una parte, sufrir habitualmente por otra, tal es el horroroso y desconsolador retrato de toda la historia. Al considerar esto, hubo quien llevando las cosas al extremo se arrebató a una reflexión dolorosa; y es que si las miserias de la sociedad no han de tener fin, si han de ser perpetuas, valiera más que el hombre sensible careciera de razón; a lo menos entonces, soportando el yugo de hierro que le oprime, desconocería la injusticia del que se lo impone, ignoraría los derechos de que se le priva, y cuyo conocimiento parece no haber grabado en su corazón la naturaleza, sino para agravar mas sus desdichas.

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