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Peter Handke - Ensayo sobre el día logrado

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    Ensayo sobre el día logrado
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    Alianza Editorial
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    2019
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Ensayo sobre el día logrado: resumen, descripción y anotación

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En la serie de cinco ensayos que ha venido publicando desde 1989, Peter Handke (1942) ha explorado y desarrollado nuevos caminos en el campo de la creación literaria, en unos peculiarísimos textos que combinan el recuerdo, la autobiografía y la reflexión, al tiempo que alumbran una nueva mirada sobre la cotidianidad. En Ensayo sobre el día logrado (1991), un autorretrato del pintor inglés del siglo XVIII William Hogarth que muestra en la paleta su «línea de la belleza» lleva al escritor austriaco a considerar la idea de un día logrado, derivando hacia una reflexión acerca del arte de vivir el presente que mezcla recuerdos, asociaciones y digresiones con observaciones precisas como el corte de un bisturí.

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Peter Handke

Ensayo sobre el día logrado

Sueño de un día de invierno

Traducción de Eustaquio Barjau

Índice El que piensa el día piensa para el Señor R - photo 1

Índice

Ὁ φφονῶν τὴυ ἡμέρίῳ φρονεῖ

El que piensa el día piensa para el Señor

R OM 14,6

Día de invierno: sobre el caballo se hiela la sombra

B ASHŌ

Un autorretrato del pintor William Hogarth, en Londres, un momento del siglo dieciocho, con una paleta; en ésta, dividiéndola aproximadamente por el centro, una línea ligeramente ondulada, la llamada «Line of Beauty and Grace». Y una piedra plana, redondeada, de la orilla del Lago de Constanza, sobre el escritorio; en el oscuro granito, a modo de diagonal, con una leve curvatura que, como jugando, se desvía de la recta justo en el momento preciso, una veta blanca de cal que separa y junta las dos mitades del canto rodado. Y en aquel viaje, en aquel tren de cercanías, por entre las colinas del Sena, al oeste de París, en aquella hora del comienzo de la tarde en la que, por regla general, el aire fresco y la luz fresca de algunas salidas mañaneras están agotados, en que ya nada es natural y en que, tal vez, lo único que ayuda a salir de la angustia del día es el anochecer, aquella repentina deriva de los raíles, en un amplio arco, extraño, asombroso, muy por encima de toda la ciudad, la cual, de un modo súbito, se desparrama libremente en la depresión por la que pasa el río, junto con los signos distintivos de ella, que allí, a la altura más o menos de St. Cloud y Suresnes, tan arrebatados hacia la lejanía como reales, se amontonan unos sobre otros: con qué curva imprevisible, saliendo de la angostura, el curso del día, en un segundo, la transición entre la inmovilidad de pestañas y el parpadeo, tomó una nueva dirección, y volvió la idea, ya casi descartada, del «día logrado», acompañada por el impulso, que da calor, de probarse además en una descripción o enumeración o narración de los elementos y problemas de un día así. La «línea de la belleza y del encanto», en la paleta de Hogarth, parece abrirse camino de un modo certero a través de las masas informes de color, parece grabada entre éstas y al mismo tiempo es como si proyectara una sombra.

¿Quién ha vivido ya un día logrado? Decirlo, de entrada lo dirán de sí mismos la mayoría. Y luego será necesario seguir preguntando. ¿Quieres decir «logrado» o simplemente «bueno»? ¿Estás hablando de un día «logrado» o bien de un día –es verdad, es igualmente raro– «sin preocupaciones»? ¿Para ti un día logrado es sólo el que transcurrió sin problemas? ¿Ves alguna diferencia entre un día feliz y un día logrado? ¿Es distinto para ti, con ayuda del recuerdo, hablar de este o de aquel día logrado, que hablar, ahora mismo, sin que entretanto haya habido una transformación, por la noche del mismo día, de uno al que luego la palabra que se le puede aplicar no es «conseguido» o «superado» sino únicamente «logrado»? ¿Para ti entonces el día logrado es radicalmente distinto de un día sin molestias, un día de felicidad, un día lleno, un día activo, un día superado, un día glorificado por un largo pasado –una sola cosa es suficiente aquí, y un día entero se eleva a la gloria–, incluso un Día Grande, sea el que fuere, grande para la ciencia, para tu patria, para nuestro pueblo, para los pueblos de la tierra, para la humanidad? (Por cierto: mira –levanta la vista– la silueta del pájaro, allí arriba, en el árbol; para lo cual el verbo griego para «leer», en las cartas de Pablo, traducido literalmente, sería un «levantar la vista», exactamente un «darse-cuenta-mirando-hacia-arriba», un «reconocer-hacia arriba», una palabra sin forma de imperativo especial, porque es ya una invitación insistente, un llamamiento; y a esto se añaden además aquellos colibrís de la jungla suramericana que, al abandonar el árbol que les protege, para engañar a los buitres simulan el balanceo de una hoja que cae...). Sí, para mí el día logrado no es como todos los demás; para mí quiere decir más. El día logrado es más. Es más que una «observación lograda», más que una «jugada de ajedrez lograda» (incluso más que una partida entera lograda), que «una primera ascensión lograda, en invierno», algo distinto de una «fuga lograda», una «operación lograda», una «relación lograda», una «cosa lograda», sea la que fuere; además es independiente de la pincelada lograda o de la frase lograda, y ni siquiera tiene nada que ver con aquel «poema logrado en una sola hora, ¡después de haber estado esperando una vida entera!». El día logrado no se puede comparar con nada. Es único en su especie.

¿Tendrá algo que ver con nuestra época, que es una época especial, el hecho de que el logro de un solo día pueda convertirse en tema (o proyecto)? Piensa que antes lo que tenía vigencia era más bien la fe en el «momento» aprovechado oportunamente, un momento que, no obstante, podía valer por la «vida entera, una vida grande». ¿Fe? ¿Representación mental? ¿Idea? Como sea, antes –ya fuera guardando ovejas en las alturas del Pindus, deambulando al pie de la acrópolis de Atenas o levantando muros en las mesetas rocosas de la Arcadia– pasaba por ser, literalmente, algo así como un dios de un momento logrado, o de un átomo de tiempo como éste, pero un dios del cual, a diferencia de lo que ocurría normalmente con las divinidades griegas, no había imagen ni historia: el momento divino mismo generaba su imagen, siempre distinta, y al mismo tiempo, ahora, ahora y ahora, se contaba a sí mismo aquel «kairós», como una historia, y aquel dios del momento, en su tiempo, tenía más poder que todas las figuras divinas que, aparentemente, permanecían inconmovibles a lo largo del tiempo, siempre presentes, siempre ahí, vigentes siempre. Pero al fin incluso a él le quitaron el poder ¿o no?, ¿quién sabe?–, a vuestro dios del «¡Ahora!» (y de los ojos que se encontraban de este modo, y del cielo que, sin forma todavía un momento antes, iba cobrando una figura, y de la piedra que, empalidecida, de repente jugaba así con sus colores, y,y); se lo quitó la fe que vino después –de hecho ahora ya no era ni una representación mental ni una idea sino una fe «causada por el amor»–, una fe en una nueva creación, como un cumplimiento de los momentos y de los tiempos, por la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios, y con ello la fe en la llamada eternidad; una Buena Nueva de la cual sus mismos heraldos, decían, por una parte, que ya no estaba hecha a la medida de los hombres y, por otra, que a los que creyeran en ella, más allá de los meros momentos de la Filosofía, les serían logrados los eones, o justamente las eternidades de la religión. Luego, liberado tanto del dios del momento como del de la eternidad, aunque sin aquel afán por quitarles la fuerza a los dos, siguió el período de un tercer poder, de un poder meramente del aquí, declaradamente mundano, y éste –qué me importa, helenos, vuestro culto al kairós, vuestra felicidad celestial, cristianos y musulmanes– apostó por algo que estaba en medio de los dos, por el logro de cada una de mis cosas de aquí, por que se lograra el tiempo único de la vida. ¿Fe? ¿Sueño? ¿Visión? Antes que nada, en los orígenes de este período por lo menos, más bien una visión: la visión de los deshechizados de todo concepto de fe, fuera ésta la que fuere; una especie de rebelde sueño diurno. Como más allá de mí ya no hay nada pensable, voy a hacer de mi vida lo máximo que pueda. Y de este modo, el tiempo del tercer poder fue en palabra y obra un tiempo de superlativos, de trabajos de Hércules, de movimientos del mundo. «¿Fue?» ¿Quiere esto decir que su tiempo ha pasado? No, la idea de una vida entera lograda por medio de la actividad está, naturalmente, todavía en vigor y seguirá siendo fructífera siempre. Sólo que ahora parece que apenas queda nada que decir sobre esto; las epopeyas y las novelas de aventuras de los pioneros, que, de un modo decidido, tomaron en serio aquel sueño inicial de la hazaña de la vida, están ya contadas, y además constituyen el modelo de lo que podrían ser hoy las vidas que se logran –siempre una versión de la conocida fórmula: plantar un árbol, engendrar un hijo, escribir un libro–, y sobre esto, que se pueda contar, encontramos todo lo más pequeñas variantes, raras, o glosas, de un modo ocasional, de paso, por ejemplo la de un hombre joven, que acaba de cumplir treinta años, casado con una mujer a la cual estaba seguro de que iba a amar hasta el fin de sus días, profesor en una pequeña escuela, en las afueras de la ciudad, para cuyo periódico mensual él escribía ocasionalmente consejos sobre teatro o cine, sin que tuviera ningún otro proyecto para un posible futuro (nada de un árbol, un libro, un niño), y que no ahora, por primera vez, al cumplir treinta años, sino ya en uno de sus anteriores cumpleaños, dijo de repente a sus conocidos, con un destello festivo en sus ojos, que estaba seguro de que para él su vida había sido una vida lograda (todavía más extraña, ciertamente, la frase en su original francés, «j’ai réussi ma vie»: «¿he pasado con éxito mi vida?», «¿dominado?»). ¿Estaba vigente todavía en este contemporáneo la visión epocal de la vida lograda? ¿O se había convertido otra vez en fe? Hace mucho tiempo que se oyó esta frase, pero, en el modo de ver de ahora, da igual lo que desde aquella ocasión haya podido ser de ese hombre, a la pregunta del visitante correspondería, como algo totalmente evidente, la repetición de aquellas palabras. Así pues, fe. ¿Qué clase de fe? ¿Qué puede haber sido de aquella joven «vida lograda»?

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