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Richard Holmes - La edad de los prodigios

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Richard Holmes La edad de los prodigios
  • Libro:
    La edad de los prodigios
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  • Año:
    2007
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La edad de los prodigios: resumen, descripción y anotación

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Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo. La edad de los prodigios es una carrera de relevos de relatos sobre ciencia que se van engarzando para desarrollar una narración histórica de espectro más amplio. Así es como veo la segunda revolución científica, que se extendió por Gran Bretaña a finales del siglo XVIII y que propició esa nueva concepción del mundo que se ha dado en llamar, acertadamente, la “ciencia del Romanticismo”. Como fuerza cultural, el Romanticismo suele considerarse virulentamente hostil a la ciencia, con su ideal de subjetividad siempre enfrentado al de la objetividad científica. Pero yo no creo que eso ocurra en todos los casos ni que los términos sean excluyentes. La noción de prodigio parece indicar que algo en algún momento los unió, y que aún podría hacerlo. En efecto, hay una ciencia romántica en el mismo sentido en que hay una poesía romántica, y muchas veces por las mismas e imperecederas razones.

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Título La edad de los prodigios Terror y belleza en la ciencia del - photo 1

Título:

La edad de los prodigios

Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo

© Richard Holmes, 2008

Edición original en inglés: The Age of Wonder How the Romantic Generation discovered the Beauty and Terror of Science. 2008, HarperPress

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2012

www.turnerlibros.com

Primera edición: abril de 2012

© de la traducción: Miguel Martinez-Lage, 2011 Cristina Núñez Pereira, 2012

ISBN: 978-84-7506-545-8

Diseño de la colección: Enric Satué

Ilustración de cubierta: The Studio of Fernando Gutiérrez

ÍNDICE

A Jon Cook de Radio Flatlands

Dos cosas colman el ánimo con un asombro y una veneración siempre renovados y - photo 2

Dos cosas colman el ánimo con un asombro y una veneración siempre renovados y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí […] yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir.

Immanuel KANT, Crítica de la razón práctica (1788)

Se entregó a meditaciones sobre sí y el universo,

sobre lo maravilloso del hombre y las estrellas

y de cómo diablos han llegado hasta allí.

Y también meditó sobre batallas y terremotos,

cuanto espacio circunda la luna con sus órbitas,

globos sutiles y franjas diversas,

hasta un perfecto conocimiento de los cielos insondables,

y entonces rememoró los ojos de doña Inés.

BYRON, Don Juan (1819), Canto 1, estrofa 92

Aquellos para quienes las puertas armoniosas

de la Ciencia han abierto reservas celestiales…

William WORDSWORTH,
“Versos añadidos a un Paseo Nocturno” (1794)

Nada es tan fatal para el progreso de la mente humana como suponer que nuestras opiniones sobre la ciencia son definitivas; que no hay misterios en la naturaleza; que nuestros triunfos se han completado; y que no hay nuevos mundos que conquistar.

Conferencia de Humphry DAVY (1810)

Atacaré la química, como un tiburón.

Samuel Taylor COLERIDGE, en una carta (1800)

… entonces me he sentido como el que observa el cielo y ve un nuevo planeta surgir ante su vista, o como el gran Cortés cuando con ojos asombrados contemplara el Pacífico […]

John KEATS, manuscrito de un soneto (1816)

Para el filósofo natural no hay objeto natural trivial o sin importancia […] una pompa de jabón […] una manzana […] una piedrecilla […] Camina entre prodigios.

John HERSCHEL, Discurso preliminar
sobre el estudio de la Filosofía Natural
(1830)

Sí, hay una marcha de la Ciencia, pero ¿quién tocará los tambores de su retirada?

Charles LAMB, poco antes de su muerte (1834)

PRÓLOGO

E n mi primera clase de química, a los catorce años, conseguí precipitar un cristal único de sales minerales. Este experimento elemental se llevaba a cabo calentando una solución de sulfato de cobre (creo) en un quemador Bunsen y dejándolo enfriar una noche. A la mañana siguiente ahí estaba, en el fondo de mi tubo de ensayo etiquetado con esmero: un único y hermoso cristal del tamaño de un caramelo de menta Fox Glacier, un zigurat en miniatura de una opalescencia azul pálido, apoyado por dentro contra el vidrio (demasiado grande como para permanecer tumbado), monumental y misterioso. En ningún otro tubo de ensayo había nada que no fueran unos frágiles granos. Había triunfado: estaba asegurado mi futuro científico.

Pero resultó que el profesor de química no me creyó. El cristal era demasiado grande como para ser real. Aunque sin ensañarse, dijo que estaba claro que yo lo había falsificado, colando un trozo de cristal de color en el tubo en lugar de hacer el experimento. Tenía su gracia. Le supliqué: “¡Compruébelo, señor, tan solo compruébelo!”. Pero él rehusó y pasó a otros asuntos. Creo que fue en aquel momento de impotencia y decepción cuando vislumbré por primera vez cómo debía de ser la ciencia de verdad. Años más tarde supe que el lema de la Royal Society es: Nullius in Verba (“En palabras de nadie”). Nunca he olvidado este incidente y a menudo se lo he contado a mis amigos científicos. Ellos asienten, comprensivos, aunque añaden que yo no precipité (desde un punto de vista químico) ese cristal en absoluto; lo que hice fue sembrarlo, que es muy distinto. Sin duda fue así. Pero al final lo que sí he hecho, tras dejarlo enfriar muchos años, ha sido “precipitar” este libro.

La edad de los prodigios es una carrera de relevos de relatos sobre ciencia que se van engarzando para desarrollar una narración histórica de espectro más amplio. Así es como veo la segunda revolución científica, que se extendió por Gran Bretaña a finales del siglo XVIII y que propició esa nueva concepción del mundo que se ha dado en llamar, acertadamente, la “ciencia del Romanticismo”.

Como fuerza cultural, el Romanticismo suele considerarse virulentamente hostil a la ciencia, con su ideal de subjetividad siempre enfrentado al de la objetividad científica. Pero yo no creo que eso ocurra en todos los casos ni que los términos sean excluyentes. La noción de prodigio parece indicar que algo en algún momento los unió, y que aún podría hacerlo. En efecto, hay una ciencia romántica en el mismo sentido en que hay una poesía romántica, y muchas veces por las mismas e imperecederas razones.

La primera revolución científica, en el siglo xvii, se suele asociar con los nombres de Newton, Hooke, Locke y Descartes, y con la fundación, casi simultánea, de la Royal Society en Londres y de la Académie des sciences en París. Es algo establecido desde hace tiempo, y las biografías de sus figuras principales son bien conocidas. El movimiento, animado por una serie de avances repentinos en los campos de la astronomía y la química, surgió del racionalismo ilustrado del siglo xviii, pero se contaminó del entusiasmo y la nueva intensidad imaginativa con respecto al trabajo científico. Lo impulsaba un ideal común de entrega personal al descubrimiento que incluso llegaba a la imprudencia.

También fue un movimiento de transición. Floreció durante relativamente poco tiempo, quizá dos generaciones, pero tuvo consecuencias duraderas: hizo concebir esperanzas y suscitó cuestiones todavía vigentes. La ciencia del Romanticismo se puede datar –de una manera aproximada y, desde luego, simbólica– entre dos célebres viajes de exploración: la primera expedición del capitán James Cook alrededor del mundo a bordo del Endeavour, iniciada en 1768, y el viaje de Charles Darwin a las islas Galápagos en el Beagle, iniciado en 1831. Esta es la época a la que he denominado “edad de los prodigios” y que, con un poco de suerte, aún no hemos abandonado del todo.

La idea del viaje de exploración, a menudo solitario y erizado de peligros, es de alguna forma una metáfora central y definitoria de la ciencia del Romanticismo. Así es como William Wordsworth transformó con brillantez al gran icono de la Ilustración, sir Isaac Newton, en una figura romántica. Cuando era todavía un estudiante universitario, en la década de 1780, Wordsworth contemplaba a menudo la estatua en mármol de Newton, a tamaño natural y con el cabello severamente cortado, que aún preside la entrada a la capilla del Trinity College, en Cambridge. Como él mismo expresó, Wordsworth podía ver, a pocos metros de la ventana de su dormitorio, más allá del muro de ladrillo del St. John’s College,

La antecapilla que albergaba la estatua

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