PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN
Felipe IV forma parte de estos reyes a los que los españoles denominan los Austrias menores. Estas palabras tienen algo de peyorativo. Felipe IV, que reinó durante más de cuarenta años —de 1621 a 1665— es decir, mucho más tiempo que los grandes del siglo XVI , inspira ya no admiración, como Carlos V, ni respeto, como Felipe II, sino simpatía. Si su reinado se juzga inferior a los precedentes, no es tanto a causa de la personalidad del monarca como del estado de la monarquía, la cual, en el siglo XVII , no lo tenía fácil para imponer su voluntad en Europa y para mantener su equilibrio interior. Además, dos de sus súbditos le hicieron sombra: Velázquez y Olivares, el primero porque simboliza el esplendor del Siglo de Oro en su apogeo —lo que justifica el subtítulo que Alain Hugon da a su libro: El siglo de Velázquez—, y el segundo porque actuó como hombre de Estado —pues fue digno rival de Richelieu— y verdadero dirigente del país.
En realidad, las cosas no son tan sencillas. Felipe IV no fue un simple mecenas ni un rey holgazán, como a veces se da a entender. ¿Es porque se apasionaba por todas las formas de expresión cultural —la poesía, el teatro, la música, la arquitectura, la pintura...— o también porque amaba a las mujeres hasta descuidar sus deberes de Estado y se remitía a su favorito para tratar los problemas políticos? No; él da la impresión de haberse visto desbordado por los acontecimientos, pero es a la fuerza de las cosas más que a su debilidad de carácter a las que deben atribuirse las dificultades del reinado. Contrariamente a una idea recibida, Felipe IV no fue un juguete en manos de Olivares, sino que ejerció plenamente su cargo de rey: escuchaba recomendaciones y consejos; daba audiencias; estudiaba los expedientes; respondía a las solicitudes; él era quien decidía las orientaciones de la monarquía. Esto no supone rebajar a Olivares, sino recordarle. El conde-duque merece más que el título de favorito (en español, «privado» o, más a menudo, «valido»), término que siempre tiene una connotación negativa y que el propio Olivares rechazaba, prefiriendo el de ministro o, para ser más exactos, de primer ministro, título que, paradójicamente, jamás ostentaría pese a haber definido con sumo cuidado sus funciones. Este hombre, dotado de amplias e innovadoras miras, estaba convencido de que la complejidad de las tareas exigía la presencia, al lado del monarca, de un primer ministro encargado de aplicar las ideas del rey. Según él, el papel de primer ministro era el de preparar las decisiones importantes, de presentar los diversos aspectos de los problemas y sus posibles soluciones, para que después el soberano se encargase de decidir, tras lo cual, el primer ministro no tenía más que ejecutar lo que se había determinado. Es una concepción cercana a la que rige la quinta república francesa: el presidente de la República decide las grandes orientaciones; el primer ministro las pone en marcha.
¿Felipe IV es el responsable del declive de España? Que hubiera tal declive es algo que está por ver. Desde 1600, la palabra y la idea de decadencia —de «declinación»— aparecen bajo la pluma de González de Cellorigo, uno de los primeros pensadores que reflexionó sobre el destino de su país. Es un lugar común, inspirado por el ejemplo del Imperio romano: como todos los organismos vivos, los imperios nacen, se desarrollan y mueren; es también una apariencia: el contraste es grande entre la realidad cotidiana y las ambiciones afirmadas en la cumbre del Estado; algunos se sorprenden de ver cómo España se sume en el marasmo, pese a las riquezas que le llegan del Nuevo Mundo. Retroceso demográfico, recesión, inflación, estos hechos explicarían el repliegue de España en el siglo XVII , su desmoronamiento en 1640 y la doble derrota que representan, desde el punto de vista militar, la batalla de Rocroi (1643) y, en el plano diplomático, los tratados de Westfalia (1648). ¿Podemos, por tanto, hablar de decadencia? Tras haber gozado largo tiempo del favor de los historiadores, esta noción se discute hoy en día. En vez de decadencia, sería mejor hablar de retorno a la normalidad tras la expansión del siglo XVI ; hasta 1580, aproximadamente, la península se habría beneficiado de una coyuntura excepcionalmente favorable, debida a la llegada masiva de los metales preciosos de América.
Para rebatir la realidad de la decadencia, puede invocarse el hecho de que España libró guerras incesantes durante todo el siglo XVII : contra los Países Bajos, contra Dinamarca, contra Suecia, contra los príncipes alemanes, contra Francia, contra los rebeldes catalanes y los insurgentes portugueses..., ¿un país agotado hubiera podido soportar semejante esfuerzo durante tanto tiempo? De estas pruebas España salió debilitada, pero no arruinada. Ciertamente, los tratados de Westfalia suponen el fracaso de la política seguida desde el advenimiento de los Habsburgo: estos ya no están en situación de dictar la ley en Europa. Por lo demás, la monarquía católica no sale demasiado mal parada, pues conserva el imperio colonial y sus principales posesiones europeas; Cataluña vuelve al redil, amputada, ciertamente, del Rosellón; solo Portugal y su imperio se habían perdido definitivamente, pero se trataba de una incorporación reciente —efectuada en 1580— y que jamás fue totalmente aceptada por los interesados.
Contra la idea de una decadencia en España, en el siglo XVII , podemos avanzar dos series de argumentos, unos de orden cronológico y otros de orden regional; el repliegue solo sería temporal y no afectaría por igual a todos los territorios de la península. Este repliegue fue claro entre 1640 y 1680, pero antes de acabar el siglo se inicia una recuperación: la inflación se detuvo, la producción recupera un ritmo ascendente. Solo que esta recuperación no es uniforme, y afecta a unas regiones más que a otras. No son las mesetas interiores las que dominan, sino las zonas periféricas. Las dos Castillas, León y Extremadura pierden habitantes; Galicia, Asturias, el País Vasco, Cataluña, Levante y Andalucía los ganan. Lo mismo sucede con la economía. Castilla se convierte en una región agrícola. La llamada decadencia sería, según Pierre Vilar, este tiempo muerto, entre 1640 y 1680, en el transcurso del cual Castilla pierde los fundamentos materiales de su superioridad (la población, las manufacturas, el gran comercio internacional), mientras que las regiones periféricas (País Vasco, Cataluña, Cádiz) no han alcanzado aún todas sus capacidades. Desmoronamiento de la España central, esplendor de la España periférica; la geografía de la España moderna contemporánea se dibuja bajo el reinado de Felipe IV. ¿Es casual que los dos grandes hombres que, en diferentes ámbitos, dominan esta época (Velázquez y Olivares), sean sevillanos? Antes, era la meseta la que proporcionaba las élites: Cisneros, Teresa de Ávila, el duque de Alba, Cervantes...; también allí es donde se encontraban las grandes universidades: Salamanca, Valladolid y Alcalá, en las cuales se formaban los juristas, los teólogos, los hombres de letras. Obsesionados por la situación de Castilla, los historiadores han tendido a considerar que, con ella, es toda España la que se desmorona. Sería mejor hablar del declive de Castilla que de la decadencia de España, y aún haría falta matizar esta observación. En el siglo XVII , no solo es España la que se encuentra en dificultades; la coyuntura desfavorable afecta a toda Europa. En todas partes se producen epidemias, hambrunas, manipulaciones monetarias, expedientes para subsanar el déficit de las finanzas públicas, problemas políticos; pensemos en la situación de Inglaterra, en la Fronda... La situación de España no es más que un aspecto de una evolución que concierne a toda Europa.