Prólogo
Cuando en el verano de 2002 empecé a cubrir la información de la familia real, la primera dificultad con la que me encontré fue informar con honestidad de un hombre al que consideraba un desconocido, el príncipe de Asturias. Muy pronto tuve la oportunidad de hablar off the record, en corrillos informales, con don Juan Carlos y doña Sofía, y esas conversaciones, unidas a las biografías que había leído, me permitieron formarme una idea de cómo eran, más allá de la imagen que transmitían en los actos oficiales. Pero don Felipe se nos escurría a los periodistas, sobre todo a los que cubríamos habitualmente las noticias de la Zarzuela.
Los compañeros veteranos decían que el príncipe nos evitaba en aquella época porque, en cuanto daba una oportunidad, se enfrentaba a una pregunta para la que no tenía respuesta todavía: cuándo se iba a casar. En aquellos años las presiones arreciaban para que el heredero de la Corona contrajera matrimonio y garantizara la continuidad de la dinastía, pero don Felipe se había propuesto conciliar las razones de Estado con las del corazón, y ese propósito no era tan sencillo de materializar.
Para conocer a don Felipe había que recurrir a los testimonios de las personas de su entorno, y todos ellos hablaban sin excepción con un gran entusiasmo de sus cualidades humanas y académicas, unas cualidades que sorprendentemente desconocía la opinión pública.
A esas circunstancias se sumaban otras dificultades, como el orden jerárquico imperante en Zarzuela —el príncipe debía ocupar un segundo plano— o la personalidad arrolladora de don Juan Carlos.
Un día comenté mis inquietudes al jefe de la Casa del Rey en aquellos años, Alberto Aza: «Tengo que escribir del príncipe, pero no le conozco». Y su respuesta me sorprendió: «Pues eso se va a acabar». Aza cumplió con su palabra y, a partir de ese momento, los periodistas habituales tuvimos algunas oportunidades de hablar con don Felipe y de conocer sus puntos de vista sobre cualquier asunto que le planteáramos. Eran conversaciones informales que no podíamos difundir pero nos permitían conocer mejor al hombre que estaba llamado a ser rey y fue entonces cuando empezamos a publicar que don Felipe ganaba en la corta distancia. Luego, se produjo un acercamiento mayor, cuando apareció doña Letizia, y el príncipe mostró con toda naturalidad su lado más humano.
Todavía en aquellos años imperaba la idea de que don Felipe lo había tenido fácil en la vida. Aunque cuando nació, bajo la dictadura, su futuro era incierto, después había crecido con todas las comodidades, a diferencia de su padre, que conoció el exilio y maduró entre Franco y don Juan de Borbón. Parecía que a él le iba a corresponder la difícil tarea de escribir la segunda parte de la historia de éxito colectivo que había supuesto el reinado de don Juan Carlos.
Nadie se imaginaba entonces que el príncipe heredaría la Corona en el momento más delicado de la monarquía y que tendría que renovarla para asegurar su continuidad en una España que, golpeada por la crisis, el desempleo, la corrupción y las conductas inmorales, había dejado de ser un proyecto ilusionante para millones de ciudadanos.
Pero lo que no se podía sospechar era que, antes de cumplir los primeros cuatro años de reinado, don Felipe tendría que afrontar unas dificultades comparables, o incluso más complicadas, a las que vivió su padre. Si don Juan Carlos frenó un golpe de Estado el 23-F de 1981, don Felipe tuvo que hacer frente al del 1-O de 2017 en Cataluña, con la dificultad añadida de que el desafío separatista no se resuelve en horas, como ocurrió con el golpe de Tejero. El Guernica de don Juan Carlos en el Parlamento Vasco lo vivió don Felipe en agosto de 2017 en la manifestación contra el terrorismo de Barcelona. Y las dificultades que afrontó don Juan Carlos hasta que logró restaurar la democracia, en 1977, podrían equipararse a las de don Felipe cuando se enfrentó a la crisis de gobernabilidad de 2016 con una Constitución que no preveía que ningún candidato a presidente del Gobierno contara con suficientes apoyos.
Felipe VI no se parece a Juan Carlos I ni en su carácter, ni en su forma de afrontar los desafíos, ni en sus aficiones o gustos, pero a ambos les une un lazo irrompible que empezó a tejerse hace siglos: la vocación de rey. A sus cincuenta años, don Felipe es el resultado de una vida muy diferente a la de su padre, marcada por sus propias experiencias, un ambiente familiar, una educación distinta, mucho más completa y específica, y por unas pocas personas que contribuyeron a formar el carácter de aquel niño rubio que encandiló a los españoles. Las más de doscientas fotografías que ilustran este libro evocan los momentos clave que forjaron al rey y ayudarán a conocer mejor al hombre.
El niño que encandiló a los españoles
1968—1975
Un futuro incierto
—30 de enero de 1968
Felipe de Borbón y Grecia vino al mundo a las 12:45 de un frío martes de enero en la ya desaparecida clínica Nuestra Señora de Loreto, de Madrid. El nacimiento de un varón, después de dos niñas, llenó de alegría a sus padres, los príncipes don Juan Carlos y doña Sofía, y a los españoles que esperaban la restauración de la monarquía. Hacía 37 años que Alfonso XIII había partido al destierro y en aquellos momentos el futuro de la familia real era incierto.
Las antiguas leyes de la monarquía no prohibían a las mujeres heredar la Corona, aunque los varones tenían preferencia, pero en aquella España tradicional y conservadora la llegada de un niño ayudaba a allanar el camino. Aun así, el futuro del recién nacido no estaba escrito. Aunque España era oficialmente un reino, sin rey, y sus padres residían en el palacio de la Zarzuela, en realidad el infante solo era el futuro heredero de una familia real en el exilio. Mientras el general Francisco Franco gobernaba en España, don Juan de Borbón, jefe de la dinastía, vivía desterrado en Estoril con la esperanza de regresar a su país y asumir la corona que habían ceñido sus antepasados durante siglos.
Ajeno a la trascendencia histórica de su nacimiento, el bebé dormía en la habitación 604 junto a su madre, que había sido atendida por el doctor Mendizábal en un sencillo parto natural. El pequeño pesó 4,300 kilos y midió 55 centímetros. Una enfermera difundió la noticia por los pasillos de la clínica —«¡Es precioso! Rubio y con los ojos azules»—, y pronto corrió como la pólvora.
© Archivo ABC
«No nos han olvidado»
—8 de febrero de 1968
El infante fue bautizado en una sencilla ceremonia celebrada en el palacio de la Zarzuela, pero con todo el simbolismo que las monarquías reservan para los futuros reyes. Hasta allí se llevó la pila de Santo Domingo de Guzmán, donde los herederos de la Corona reciben las aguas bautismales desde 1605. Al niño se le llamó Felipe, por el primer rey de la dinastía Borbón; Juan, por su abuelo paterno y su padre; Pablo, como su abuelo materno, y Alfonso, como su bisabuelo. Como padrinos se eligieron a los dos miembros de más alto rango en la familia real: la reina Victoria Eugenia, bisabuela del niño, y don Juan de Borbón, su abuelo.
Ambos estaban en el exilio y aquella ceremonia religiosa familiar propició un hecho que parecía imposible en la España franquista: doña Victoria Eugenia volvió a España por primera vez desde que partió al destierro, el 15 de abril de 1931, tras la proclamación de la II República, y aunque el conde de Barcelona había pisado en escasas ocasiones su tierra natal, nunca había permanecido tanto tiempo como aquella vez. Cuando doña Victoria Eugenia llegó al aeropuerto de Barajas, a pie de avión la esperaba don Juan acompañado por una multitud de miles de personas que se desplazaron para recibirla entre gritos