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Montgomery Watt - Historia de la españa islamica

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Montgomery Watt Historia de la españa islamica
  • Libro:
    Historia de la españa islamica
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    Alianza
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    2014
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Historia de la españa islamica: resumen, descripción y anotación

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La presencia árabe y beréber en la Península durante cerca de ocho siglos dio lugar a una fusión cultural de amplísicmo alcance y sirvió de medio transmisor de la civilización islámica a los reinos y territorios europeos. En la presente obra W. MONTGOMERY WATT descirbe los principales momentos de la HISTORIA DE LA ESPAÑA ISLÁMICA, proporcionando un panorama inmejorable de esta crucial etapa: el derrumbamiento en el siglo VII del reino visigodo; la evolución que transformó una provincia subordinada a Damasco en el califato independiente de Córdoba; el periodo de esplendor de los Omeyas; el colapso de la unidad estatal en el siglo XI y el surgimiento de los reinos de taifas; las invasiones de los almorávides y almohades en el siglo XII; los avances de la Reconquista bajo Fernando III; la dinastía nazarí de Granada y su derrota en 1492 y, finalmente, la expulsión de los últimos moriscos a comienzos del siglo XVII.

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Historia de la España islámica

W. Montgomery Watt

By jose1958

El interés de la España islámica

La España mora ha despertado durante muchos siglos la imaginación de Europa. Los romances cantan la valerosa resistencia de Roldán en el paso de Roncesvalles, y la figura del Cid aparece rodeada por leyendas que nos lo presentan como un gran héroe. Pero no fue sólo la lucha contra los moros lo que atrajo la imaginación europea. Los habitantes más avisados de los bárbaros reinos y ducados cristianos de la Europa Occidental comprendieron que al sur de los Pirineos había un país de cultura más elevada, en el que gentes que llevaban una vida suntuosa gozaban de los placeres de la música y de la poesía; y poco a poco fueron apropiándose cuanto pudieron de aquella cultura. La antigua admiración resucitó en parte con el movimiento romántico, y a la influencia de Washington Irving debemos sin duda el que la palabra «Alhambra» sea tan familiar para muchos que nada saben del palacio del siglo XIV. Incluso para el prosaico historiador científico que investiga la España islámica el término «musulmán» sólo es aplicable propiamente a las personas , el tema no deja de ser fascinante. Se trata de una cultura oriental que penetró en Europa y ha dejado su impronta en magníficas reliquias arquitectónicas. Ofrece un ejemplo importante de íntimo contacto de culturas diversas, sin el cual no podría explicarse lo que ha sido y es la historia de Europa y de América. Los principales monumentos de esta cultura son relativamente fáciles de visitar, y en la mayor parte de las estaciones del año la visita resulta deliciosa. El estudio de la España islámica da además respuesta a una serie de cuestiones referentes a la naturaleza general de los procesos históricos. El tratamiento del tema en la presente obra se ha guiado por estas cuestiones, que pueden agruparse en tres conjuntos básicos. En primer lugar, la España islámica debe ser considerada en sí misma. Está generalmente aceptado que cuenta en su haber grandes, magníficas realizaciones. Pero ¿en qué consistió su grandeza? ¿En la belleza de los edificios que nos ha legado? ¿En las obras literarias, que son contribuciones de primera categoría al acervo común de la humanidad? ¿En los escritos filosóficos, científicos o religiosos que figurarán indiscutiblemente entre los clásicos del «mundo unificado» hacia el que avanzamos? ¿Hasta qué punto no depende esta imagen de la España islámica del contraste entre su exuberancia y el ascetismo de la vida de sus contemporáneos del resto de la Europa Occidental, así como del hecho de haber constituido el cauce por el que penetraron en Europa los elementos, tanto materiales como intelectuales, de una cultura más elevada? En segundo lugar, la España islámica debe ser considerada como una parte del mundo islámico. Compartía la cultura de un área muy vasta, y es preciso tener en cuenta sus relaciones con los principales centros de irradiación de aquélla. ¿De qué naturaleza fueron esos vínculos? ¿Se limitó a recibir pasivamente la cultura islámica, o bien llevó a cabo una contribución específica a este mundo cultural? ¿Cabe considerarla como una célula activa en el organismo social del Islam? Por otra parte, ¿hasta qué punto llegó a adaptarse a las circunstancias concretas de la Península Ibérica, tales como el clima, la geografía y la mezcla de religiones? ¿Consiguió integrar en una unidad los diversos grupos raciales y sociales, e impregnar a toda la sociedad con sus valores? De aquí puede derivarse otra cuestión, la referente a las relaciones entre España y el Norte de África, especialmente con la parte que hoy constituye Marruecos y Argelia. ¿En qué medida fueron estas dos regiones una sola área cultural dominada por España? Por último, la España islámica se hallaba en estrecho contacto con sus vecinos europeos. ¿Qué debe Europa a esta relación? ¿En cuántas esferas podemos percibir su huella? ¿Qué hemos aprendido los europeos de los musulmanes españoles? La influencia de la España musulmana es evidente, por otra parte, en tanto que suscitadora de la reacción europea. La cruzada es en parte una réplica a la ŷihād, o guerra santa de los moros; y la Reconquista fue un elemento decisivo en la formación de la España moderna. Pese a que la respuesta a estas últimas preguntas pertenece a la historia de Europa y de la España cristiana, al menos pueden esbozarse las direcciones que han de seguir tales respuestas. 1. La conquista musulmana

1. La Conquista como fase de la expansión árabe

Para los habitantes de España, la conquista árabe, entre los años 711 y 716, fue fulminante como un rayo. En cambio, para los árabes, la invasión de España representó simplemente una fase más de un largo proceso de expansión1. Constituyó sin duda una fase eminentemente fructífera y afortunada, coronada por el éxito con extraordinaria rapidez; pero en el proceso de expansión, iniciado como mínimo a partir del año 630, se habían dado ya otras fases semejantes. Durante el reinado del califa ‘Umar I (634-44), el Estado árabe, aún en período embrionario en aquella época se hallaba constituido por una alianza de la mayoría de las tribus (aunque no todavía la totalidad) de la península arábiga, había derrotado al Imperio Bizantino, arrebatándole las provincias de Siria y Egipto, y había asestado además al Imperio Persa un golpe tan demoledor que éste había cesado de existir, quedando los territorios que ahora llamamos Irak y Persia a merced de ser ocupados por los árabes tan pronto como éstos dispusieran de los hombres necesarios para asegurar su dominación. Y aquello había sido sólo el principio. Durante aproximadamente un siglo, los árabes continuaron progresando en todos los frentes. Una de sus líneas de expansión iba hacia el nordeste, siguiendo la dorada ruta que conduce a Samarcanda y aún más allá; otra se dirigía hacia el Sudeste, hacia el valle del Indo, y la tercera, hacia el Oeste, a lo largo de las costas del Norte de África. El avance no fue paulatino, sino que se produjo a saltos. Hubo períodos de calma y de consolidación, cada vez que los árabes se detenían ante algún obstáculo importante o para resolver sus tensiones internas. Para comprender cómo fue posible esta asombrosa expansión hay que remontarse a la vida de Mahoma. Mahoma fue al mismo tiempo profeta y político, combinación difícil de entender para la mentalidad moderna, con su concepción de la religión como un compartimento estanco. Como político, estaba interesado en la unidad árabe; pero tal vez pensó que la unidad política iba implícita en el carácter de su misión profética, la cual no se dirigía únicamente a los hombres de la Meca, sino a los árabes en general. La unidad era, sin embargo, prácticamente imposible sin una expansión territorial, debido a la naturaleza de la vida nómada. La principal base económica de este modo de vida era la cría y el pastoreo de rebaños mediante desplazamientos irregulares desde las zonas en las que había pastos abundantes después de cada lluvia a aquellas otras en las que existían pozos permanentes. Cuando las condiciones se lo permitían, los nómadas exigían una remuneración a cambio de la conducción de hombres y mercancías. La vida en el desierto árabe, sin embargo, nunca fue fácil; eran frecuentes las razzias o ataques, que, emprendidos generalmente con la finalidad de ahuyentar el ganado de un enemigo, producían también ocasionalmente pérdidas humanas. Las bajas producidas por las razzias y otras contiendas contribuían sin duda en alguna medida a resolver los problemas planteados por la escasez de alimentos. Probablemente, en un determinado momento de su vida, Mahoma comprendió que la unidad política de los árabes era incompatible con las razzias y las contiendas internas; pero si éstas se hubieran suprimido, el problema de encontrar alimentos se habría agravado. ¿Cómo superar esta dificultad? La concepción islámica del ŷihād, o guerra santa, ha de ser considerada en este contexto. No fue en ningún momento un fenómeno puramente religioso, sino también, al menos en parte, un instrumento político. Constituyó indudablemente una transformación de la vieja tradición nómada de las razzias, cuya explicación ha de buscarse en la situación en que se hallaba Mahoma cuando únicamente tenía bajo su control Medina y unas pocas tribus aliadas. Lo normal era que cada tribu efectuara una razzia contra cualquier tribu o familia con la que no mantuviera en aquel momento relaciones amistosas. El funcionamiento del pequeño Estado de Medina era en muchos aspectos similar al de una tribu. Tenía aliados y amigos, e igualmente enemigos, entre las tribus nómadas de la región. Mahoma insistió, por lo menos en la última época de su vida, en que quienes desearan ser plenamente aliados suyos deberían convertirse al islamismo y reconocerle como profeta. En esta situación, la concepción de la guerra santa no significa sino que las incursiones de saqueo de los seguidores de Mahoma se orientan contra los no musulmanes; así pues, a medida que aumentaba el número de tribus próximas a Medina que se convertían al Islam, era necesario dirigir estas expediciones más y más lejos. Hay pruebas de que Mahoma era consciente de que el crecimiento de su alianza, al impedir las contiendas entre los miembros, agravaba los problemas alimenticios, y de que hizo preparativos para llevar a cabo razzias más amplias hacia Siria, la más próxima de entre las regiones relativamente ricas. El hecho es que sus sucesores, tan pronto como recuperaron el control sobre algunas tribus desafectas, dirigieron grandes expediciones de saqueo contra Siria e Irak. Está muy generalizada la errónea idea según la cual la guerra santa significa que los musulmanes daban a elegir a sus enemigos «entre la espada y el Islam». En algunos casos sucedió así, pero esto sólo ocurrió cuando sus adversarios eran politeístas o idólatras. Para los judíos, los cristianos y otros «pueblos del libro», es decir, parados monoteístas con tradiciones escritas expresión que se interpretaba muy liberalmente, existía una tercera posibilidad: convertirse en «grupo protegido», que pagaba un impuesto o tributo a los musulmanes, pero que gozaba de autonomía interna. Los miembros de estos grupos se llamaban dimmíes. En Arabia casi todas las tribus nómadas eran idólatras, razón por la cual fueron convertidas por la fuerza al islamismo. Sin embargo, en los demás países la población nativa se encuadraba por lo general en «grupos protegidos». No se les obligaba a convertirse al Islam, sino más bien a mantenerse en sus creencias. Los bienes muebles capturados como botín en las expediciones solían distribuirse entre los participantes en la expedición; pero cuando los musulmanes árabes empezaron a conquistar tierras, prefirieron no dividirlas entre ellos ni adoptar un modo de vida agrícola. Era más útil permitir a los antiguos cultivadores que siguieran trabajándolas y exigirles rentas y tributos que, una vez distribuidos, proporcionaban a los musulmanes los medios para constituir una fuerza expedicionaria permanente. Así fue como los árabes pudieron avanzar con tanta rapidez y conservar sus conquistas. Los ciudadanos de pleno derecho, o musulmanes, recibían un salario del erario público y se hallaban en condiciones de consagrarse casi plenamente a guerrear. Dado que ese estipendio podía aumentar como consecuencia de la distribución de los botines que se capturaban, los musulmanes estaban siempre dispuestos a emprender expediciones que prometieran ser lucrativas y no excesivamente arduas o peligrosas. Sin embargo, cuando las poblaciones atacadas eran sometidas y se convertían en «protectorados», era necesario planear nuevas expediciones a lugares aún más lejanos, e ir dejando guarniciones en las principales ciudades de los territorios conquistados. La expansión de los árabes hacia el Oeste empezó tan pronto como lograron introducirse en Siria. Desde Siria marchó hacia el Sudoeste una expedición, la cual, entre el 640 y el 642, impuso a todo Egipto la dominación árabe. Casi inmediatamente después se efectuaron expediciones de exploración, a lo largo de la costa, hasta Cirenaica y Tripolitania. Un intento de contraataque bizantino, así como una serie de problemas internos en otras zonas, frenaron el avance de los árabes, pero no pudieron impedir que en el 670 fundaran la ciudad de Qayrawān en Túnez. En este punto tuvieron que detener nuevamente su avance, sobre todo a causa de la resistencia de las tribus beréberes; por otra parte, la ciudad de Cartago, permanecía en manos de Bizancio. Mediante una hábil utilización de las rivalidades entre las tribus beréberes, especialmente de las existentes entre las tribus nómadas y las sedentarias, los árabes lograron finalmente asegurar su dominio sobre Túnez y convertir al Islam a la mayoría de los beréberes. Finalmente, en el año 698 los bizantinos fueron expulsados de Cartago, y poco después del 700 expediciones de árabes y de beréberes musulmanes (probablemente nómadas) empezaron a penetrar en Marruecos y en la costa atlántica a través de Argelia. La resistencia de los beréberes sedentarios de estas regiones fue aplastada, obligándoseles a reconocer la soberanía árabe. Las etapas finales del avance hacia el Atlántico fueron obra de Mūsà ibn Nuṣayr, nombrado, al parecer en el 708, gobernador independiente de Ifrīqiya (es decir, de Túnez) y directamente responsable ante el califa de Damasco; anterior mente, el jefe de la administración de Qayrawān había estado subordinado al gobernador de Egipto. Hubiera podido pensarse que, después de estos éxitos en el noroeste de África, los árabes continuarían en dirección sur. Al menos en algunas zonas había terrenos del tipo al que estaban acostumbrados. Dado que la búsqueda de botín era una motivación importante, los musulmanes debieron darse cuenta de que el avance hacia el sur o hacia el sudoeste llevaba consigo una compensación muy escasa. Por otra parte, también debieron circular rumores e informaciones, más o menos dignas de crédito acerca de las grandes riquezas y maravillosos tesoros de España; así, pues, no es sorprendente que los musulmanes decidieran arriesgarse a la operación, de una total novedad y manifiestamente aventurada, de atravesar el estrecho con el fin de descubrir el grado de verdad que contenían aquellas informaciones. La invasión de España estuvo, por tanto, en íntima relación con la previa expansión del poder árabe en el norte de África, y posiblemente se hubiera producido lo mismo aunque no se hubieran dado los factores en la situación local (como, por ejemplo, la actitud y los intereses del conde Julián), que estimularon a los musulmanes y les ofrecieron una vía de penetración. Aunque el mando supremo seguía estando en manos de gentes de raza árabe (considerada ésta exclusivamente en función de la ascendencia masculina), a raíz de la sumisión de los beréberes de Túnez y de Argelia oriental, hacia el 700, una parte considerable de la fuerza expedicionaria árabe pasó a estar compuesta de beréberes. Sin este aumento de recursos humanos la conquista de España hubiera sido imposible. Por consiguiente, es más correcto hablar de expansión musulmana que de expansión árabe, pese a que la distinción entre árabes y beréberes, que no desapareció cuando estos últimos se convirtieron al Islam, habría de constituir con el tiempo una grave fuente de tensiones internas en la España islámica.

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