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Federico Jiménez Losantos - Los años perdidos de Mariano Rajoy

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Federico Jiménez Losantos Los años perdidos de Mariano Rajoy

Los años perdidos de Mariano Rajoy: resumen, descripción y anotación

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Este nuevo y esperado libro de Federico Jiménez Losantos —el primero que publica desde El linchamiento— es el mejor y más completo análisis de la larga vida política de Mariano Rajoy y la crítica más acerada de sus años en el gobierno. De 2003 hasta la actualidad, el autor ha hecho un exhaustivo balance que repasa su larguísima y conflictiva trayectoria en el poder, en la oposición y de nuevo en el poder.

Desde que fuera designado sucesor por Aznar, pasando por la masacre del 11-M y los misterios que la rodean —escalofriante análisis en clave de novela negra— y analizando las dos legislaturas contra Zapatero y la que ha cumplido en el poder, todos los grandes problemas que heredó o creó el propio Rajoy son diseccionados con lupa y escalpelo. Del separatismo catalán al terrorismo vasco, la crisis económica, la corrupción de la justicia o de la corona, así como los posibles remedios para la nación y sus libertades…, nada escapa a la prosa implacable y brillantísima de quien es, desde hace años, uno de los creadores de opinión españoles realmente indiscutibles.

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Los años perdidos de Mariano Rajoy — leer online gratis el libro completo

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Índice

2003
EL LARGO Y TORTUOSO PROCESO SUCESORIO.
LA ABDICACIÓN DE AZNAR

2004-2008
EL 11-M Y LA DESTRUCCIÓN DEL RÉGIMEN
CONSTITUCIONAL. ZAPATERO Y LA PÉRDIDA DE ESPAÑA

2008-2011
CUANDO RAJOY ECHÓ A PERDER AL PP

2011
LOS AÑOS PERDIDOS
DEL ZAPATERISMO

2012
EL AÑO DE LAS PROMESAS PERDIDAS: ECONOMÍA,
ETA Y CATALUÑA

2013
LAS INSTITUCIONES PERDIDAS
DE LA TRANSICIÓN

2014
UN RÉGIMEN ECHADO A PERDER

2015
CUANDO LAS PÉRDIDAS
PUEDEN SER GANANCIAS

A Javier Somalo y todo el equipo de Libertad Digital,
por los años encontrados.

A David Jiménez Torres,
por su precisión.

Los años perdidos de Mariano Rajoy

C onocí a Mariano Rajoy el día en que anunció su retirada de la política. Fue el 22 de septiembre de 1987, cuando, como vicepresidente de la Junta de Galicia, participó en el debate sobre la moción de censura contra Fernández Albor, ganador de las elecciones pero descabalgado del poder por un pacto del PSOE, Coalición Galega y cuatro tránsfugas de AP, acaudillados por el exvicepresidente Barreiro. En la sesión parlamentaria más brillante que yo he visto, Rajoy le advirtió al que pocas horas después fue investido presidente, el socialista Fernández Laxe: «Acuérdese usted de las palabras desinteresadas que le dice, desde esta Cámara, quien posiblemente dentro de poco tenga que abandonar la actividad política».

Hasta ese día, Rajoy había sido, tras afiliarse a Alianza Popular en 1981, diputado regional en las primeras elecciones autonómicas de ese año, concejal del Ayuntamiento de Pontevedra, presidente de la Diputación pontevedresa, diputado nacional en las elecciones de 1986 y vicepresidente de la Junta de Galicia pocos meses después en lugar del tránsfuga Barreiro. Desde aquel 22 de septiembre de 1987 en que anunció su retirada de la política, Rajoy ha sido diputado en Cortes durante nueve legislaturas, de 1986 a 2015; cinco veces ministro, de 1996 a 2002; tres años y medio vicepresidente del Gobierno, de 2000 a 2003; casi ocho años jefe de la Oposición, de 2004 a 2011, y más de cuatro años presidente del Gobierno, desde que ganó las elecciones de noviembre de 2011 hasta que anunció la convocatoria de elecciones generales el 20 de diciembre de 2015. Hay que reconocer que si hubiera cumplido su palabra en 1987, la clase política española habría perdido su más sólido elemento de continuidad: ¡treinta y cuatro años!

Retrato de un raro

¿Y cómo era aquel Mariano Rajoy de 1987? Lo recuerdo como un tipo muy alto, con una barba negra vagamente asiria y ojos babilónicos. Aún hoy me resulta difícil saber si extravía el ojo izquierdo o bizquea del derecho. Solía llevar siempre traje y, como otro joven de AP que conocí por entonces, Alberto Ruiz Gallardón, tenía una querencia notarial por las chaquetas cruzadas, que les quedaban un poco grandes. No mucho, solo una talla, pero grandes. Nunca lo vi con ropa ajustada, en una época en que los jóvenes —y él apenas tenía treinta años— llevaban cazadoras y jerséis muy ajustados y trajes entallados pero sin hombreras.

Rajoy era, en aquel ambiente de singularidades de los años ochenta, un tío raro, que, tras sufrir un grave accidente de coche y varias operaciones de mandíbula, masticaba erres, no eshes , como ahora. Pero lo más curioso en aquel Rajoy no era que parecía divertirse al anunciarle a Laxe que Barreiro lo traicionaría como había hecho con AP, ni siquiera que dijera que dejaba la política, latiguillo común en políticos jóvenes y explicable cuando la corrupción te echa del poder. Lo extraño es que todos lo creían.

El primero que lo creía, y así me lo dijo, fue el gallego más listo de su tiempo, Pío Cabanillas Gallas, «el hombre que siempre fue ministro» en UCD y al que yo despedí en ABC como «el hombre que no se parecía a nadie».

—Oye, Pío, ¿cómo es ese Rajoy?

—Un chaval listo, frío, casi se mata con el coche, por eso habla así.

—¿Y le gusta la política?

—Bueno, está ahí.

—¿Y qué es? ¿Lee, como Romay y Fraga?

—Psé. Sacó las oposiciones al Registro. Ahora lo tiene en Santa Pola.

—O sea, que se puede ir a Santa Pola con Paco Ordóñez cualquier día.

—Con Albor no se lleva, pero como ahora Fraga le debe un favor, volverá al Congreso. Si es que quiere. Porque lo de Galicia va ser un follón como para irse a casa.

—¿No es ambicioso? Para no tener vocación, ha empezado muy joven.

—Su padre es juez. A lo mejor se metió en política para darle gusto.

—¿Y qué le interesa? ¿El dinero? ¿El sexo? ¿Tiene vicios conocidos?

—No se sabe. Es un tío peculiar pero agradable. Ya verás.

El hombre que, por estar, renunció a ser

En la España de 1987 sucedían cosas así: un político decía que dejaba la política y, si podía ganarse bien la vida, todos lo entendían. Como Rajoy había querido salir de Galicia y, siendo diputado con treinta años, tenía que volver a la Junta con Fernández Albor, al que no podía ni ver, lo normal era que, cumplida tan desagradable obligación, se largara.

Sus enemigos locales —los peores— suelen recordar, como prueba de su aversión al galleguismo, que Rajoy siempre utilizó el español en el parlamento regional y que se ausentó de la votación que puso en marcha la nefasta política lingüística, calcada de la catalana. Se olvida que Rajoy tenía tanto pedigrí galleguista como el que más: su abuelo paterno, Enrique Rajoy Leloup, fue uno de los redactores del Estatuto de Autonomía de 1932 y estuvo represaliado por el franquismo hasta comienzos de los 50. O sea, justo cuando Fraga empezó su meteórica carrera. En buena lógica, debería haber congeniado con Fernández Albor, que venía del galleguismo no separatista, muy ligado a la emigración y a las nostalgias que le son propias. Nunca he visto a nadie tan emocionado como Albor, poco tiempo atrás, al saludar a los gallegos que venían de Buenos Aires para su investidura presidencial. Sin embargo, a Rajoy, con toda su prosapia galleguista o por eso mismo —como a Pío Cabanillas, descendiente directo del «poeta de la raza»— el lagrimeo celta no le iba.

Así que, pese a que en 1982, siendo diputado autonómico, Albor le confió un cargo de intriga e importancia —Consejero de Relaciones Institucionales—, Rajoy dejó pronto el cauce regional por el municipal, solo aparentemente menor. De hecho, tras salir concejal por Pontevedra en las elecciones de 1983, se hizo con la Presidencia de la Diputación provincial, foco del auténtico poder prebendario o caciquiquil y base del control del partido. Al que, por cierto, volvería en 1988, poco después de anunciar que dejaba la política. Lo que había dejado en 1986 era la política regional, al llegar a Madrid como diputado por Pontevedra, con Fraga pero de la mano de Romay Becaría, su mentor y padrino político.

Pero si Rajoy no parecía apreciar los vicios comunes y detestaba las efusiones sentimentales del galleguismo y las hazañas bélicas a las que le enviaba Fraga, ¿qué le gustaba? Aparentemente, nada. Rajoy era el hombre que estaba allí pero que podía perfectamente no estar, porque no se sabía lo que era. Con la perspectiva de hoy, puede decirse que su carrera política ha consistido en renunciar a ser a cambio de estar, es decir, de seguir estando. Por eso cuando en 1987 dijo que se iba, todos le creyeron. Es que Rajoy no era algo del todo o no quería ser del todo alguien: simplemente, estaba allí.

Además de su extraña personalidad, el mayor enigma de Rajoy es quizás su aparente animadversión a las ideas políticas. Eso lo distingue de casi todos los políticos de su partido o generación Fraga, Verstrynge, Herrero de Miñón, Aznar, Esperanza Aguirre, Mayor Oreja, Vidal Quadras, Fontán y el «Clan de Valladolid» (Aragonés, Cortés, Moreno), e incluso Romay, en los que su ideología ha marcado su carrera política. No los calumniemos diciendo que su ambición cedió a las ideas y principios que proclamaban. Eso, jamás. Todos se entregaron febrilmente a la búsqueda del Non Sancto Grial del poder. Pero, aunque hoy resulte difícil de creer, en todos los partidos y casi todos los políticos del centro derecha desde la Transición —UCD, AP, PDP, UL, Partido Reformista («Operación Roca»), CDS y PP—, era esencial la búsqueda de la legitimidad política y la definición de una ideología que pudiera plasmarse aseadamente en un programa electoral. Visto desde hoy, lo esencial del liderazgo de Rajoy en el PP ha consistido, justamente, en liquidar aquella efervescencia intelectual propia de la derecha en los años ochenta, cuando hasta el joven Mariano, al entrar en política, tuvo que definirse.

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