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Federico Jiménez Losantos - Memoria del comunismo

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Federico Jiménez Losantos Memoria del comunismo

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ÍNDICE

C uenta Anne Appelbaum en su libro sobre el Gulag que de las fosas comunes en los campos de concentración a orillas del Círculo Polar Ártico se desprenden a veces, dentro de bloques de hielo, montones de cadáveres apilados un día y olvidados bajo la nieve años atrás. Los imagino flotando en el silencio del mar helado, roto de vez en cuando por la fractura de los icebergs, hasta que un día se funden y los pobres muertos van dejando caer sus huesos en la tiniebla del fondo del mar, más clemente que sus verdugos. No es imposible que algún día, ante los ojos asombrados de los turistas que hayan ido a la Vorkutá como hoy van al Kremlin a ver la momia de Lenin, empiecen a aparecer, con la última mirada atónita del fusilado, uno, otro y otro cadáver, conservados en el hielo de la minúscula memoria de cada uno de ellos, que en nombre de la Memoria Histórica con mayúsculas, la del crimen impune y el triunfo del mal, tantos historiadores tratan de borrar. A la memoria de cualquiera de ellos va dedicada esta modesta memoria mía.

PRÓLOGO

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos,

la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de la creencia

y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas;

la primavera de la desesperanza y el invierno de la desesperación.

Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada;

caminábamos derechos al cielo

y nos perdíamos por el camino opuesto.

En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual…

C HARLES D ICKENS , Historia de dos ciudades

E l comunismo ha sido para dos generaciones de católicos españoles, como la mía, una teología de sustitución . Cuando yo nací se me explicó que tenía tres motivos sagrados de agradecimiento: a Dios, por haber creado el Mundo y todas las cosas, visibles e invisibles; a mis padres, por haberme creado a mí y cuidarme de todo mal; y a España, mi país, que me daba una lengua para comunicarme con los demás niños y en el que los españoles mayores se sacrificaban para que todos, todos los niños pudiéramos estudiar, hacernos hombres de provecho y ayudar a los demás niños, también españoles, a estudiar, si valían, o a trabajar honradamente, sacar adelante a su familia y ser felices.

Yo debía, pues, cumplir los Mandamientos, sobre todo el de obedecer a mis padres y estudiar mucho para ser un buen hijo, un buen cristiano y un buen español, que un día, cuando fuera mayor, ayudaría a otros niños como me habían ayudado a mí. Yo pertenecía a un Todo, que era Dios, y me debía a unos Todos, que eran los demás, mis semejantes niños, a los que, aunque no fuera fácil, tenía que amar como a mí mismo.

Esos principios de caridad cristiana, elevada a justicia social, fueron manteniéndose a lo largo de mi infancia y se reforzaron en mi adolescencia. Pero un día, tenía dieciséis años y mi padre había muerto unos meses antes, perdí la fe.

Psicoanalíticamente, parece un proceso de libro: tras perder físicamente la figura paterna se desvanece la figura de Dios Padre. Pero no se desvanece el imperativo moral, el superyó, el sentido de lo que está bien y está mal, la obligación de buscar el bien, perdido el Todo, en el Todos.

Ahí entra el partido, que es anterior y posterior al comunismo, del mismo modo en que la Iglesia es para el niño el lugar de la fe antes de que esta se manifieste y sigue siéndolo, como lugar de culto, desde el bautismo al entierro, mucho después de que la fe y el niño que la tenía desaparezcan.

Si a uno le han inculcado, como una segunda naturaleza, el principio del deber como un hecho moral, sin el que la vida se convierte en algo sin sentido, y si en la adolescencia, como fue mi caso y el de muchos, pierde la fe, la manera de encontrar sentido a esa vida a borbotones que nos posee en la primera juventud es buscar otra fe, otra religión, otra trascendencia. Esa búsqueda a tientas se hace imperativa si uno está educado en la idea de que la vida individual debe trascender y justificarse en relación con el otro, nuestros padres y nuestros semejantes, el prójimo o próximo, los que caen más cerca y no vemos, los invisibles y marginados, los pobres en general. Y esos demás —caídos, pobres, abandonados— son consuelo de la conciencia y alivio de la mala conciencia de no estar cumpliendo tu deber, ayer como cristiano y hoy, ya sin fe, como ciudadano de España y del Mundo.

Las pérdidas de mi padre y de la fe encontraron sustitución cumplida, más que satisfactoria, en los profesores del Instituto con que, gracias a la beca, estudié el excelente bachillerato de entonces durante siete años. Sobre todo, los mentores y amigos del Colegio San Pablo que, en los tres años de bachiller superior y curso Preuniversitario, fue mi hogar y ateneo, teatro y biblioteca, sala de música y timba de póker, remedio de mis ausencias y farmacia para las infinitas e imprecisas dolencias adolescentes. Fue, en fin, la puerta a la vida adulta, en la que, allá al fondo, se veían brillar dos cosas relativamente prohibidas y, por ello, irresistibles: el Sexo y la Política.

Durante el franquismo solo había dos organizaciones políticas: el Movimiento, que sería inmóvil mientras Franco viviera, y los partidos políticos, que, con la Iglesia de por medio, eran solo uno: el comunista, y al que por ser el único se llamaba, en susurros pero en mayúsculas, El partido. Pero El partido no era solo una organización, sino, sobre todo, un entorno, un lugar de iniciación al gran tabú de la posguerra, que era la política. Por efecto inmediato de esa prohibición, cuyo ingrediente básico era el temor a la vuelta de la política, que la generación de nuestros padres vivía como el posible retorno a los años de la República y la Guerra Civil; la política era la oposición al régimen franquista, que era apolítico —y por eso tenía tanto apoyo popular— y antipolítico —y por eso tenía tan poco apoyo juvenil—. Al morir mi padre y perder la fe, mis figuras paternas de sustitución fueron mis educadores, en el mejor sentido de la palabra, José Antonio Labordeta y José Sanchís Sinisterra, ambos cercanos al PC, aunque no militantes. Así se produjo en mí la sustitución o traslación del catolicismo al comunismo.

Ya he contado en otros libros ( La ciudad que fue y el prólogo al libro de memorias de Labordeta Tierra sin mar ) algunas de las muchas cosas de aquel Teruel sorprendentemente moderno, festivo y surrealista, en el que con la ferocidad propia de la quinceañería buscábamos la liberación individual a través de una anárquica, pero intensa, exploración intelectual. Y a finales de los sesenta aquel huérfano reciente que era yo tropezó un día en la televisión del Colegio con las imágenes del Mayo del 68 en París, que la TVE franquista, supongo que como vacuna, emitía en detalle y a diario.

Suele subestimarse el carácter rebañiego de la adolescencia, el papel de la moda en sus tendencias —musicales o políticas, siempre de oídas— y la fuerza de las imágenes como elemento identificador del animalito social. Tal vez da un poco de vergüenza reconocerse tan banal en esos años tan poseídos de sí mismos que todos debemos pasar y que en los felices sesenta, que tenían en grado superlativo lo que Ortega vio en el primer franquismo, «una salud casi indecente», nos condujo velozmente por lo que se llevaba . Y desde Mayo del 68 lo que se llevaba era la revolución, el compromiso político, sin excluir la violencia. Y eso nos abocaba al comunismo.

PREHISTORIA DE UNA DETERMINACIÓN

Aunque la historia reescrita por los chequistas vocacionales de estos últimos años presenta la época franquista como un período de oscurantismo intelectual y prédicas guerracivilistas en todos los ámbitos de la educación, lo cierto es que a mí, becario rural e interno hasta los catorce años en el único colegio de Teruel, el del Frente de Juventudes, nunca me hablaron en serio del comunismo, ni mal ni bien. Podían y debían haberlo hecho, al menos para dar a los jóvenes un motivo para llevarles la contraria, pero no fue así. En los años sesenta, el gran logro que proclamaba el régimen de Franco en sus XXV años de Paz era ganar y haber dejado atrás la Guerra Civil, la división entre españoles —«debida a los partidos políticos»— la pobreza y la ignorancia que explicaban la violencia en nuestra reciente historia.

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