El bello Japón y yo es el título que Yasunari Kawabata dio al discurso pronunciado al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1968. Conocidas como «la llave para conocer a Kawabata», estas páginas encierran no sólo lo mejor de sus sentimientos y de sus concepciones vitales, sino también lo mejor del país en que vivió inmerso: el de la belleza entendida a partir del Zen. Kawabata va presentando magistralmente las distintas manifestaciones del camino Zen a la literatura y al arte, que conllevan, en definitiva, una incitante concepción de vida.
El presente volumen incluye, además, extractos de La existencia y el descubrimiento de la belleza, ensayo leído por el escritor en la Universidad de Hawái al año siguiente. En él, resalta la riqueza del haiku, vehículo a través del cual el espíritu japonés se manifiesta desde hace cientos de años como un pequeño milagro de tinta y papel.
Yasunari Kawabata
Dos ensayos
ePub r1.0
jugaor01.06.13
Título original: 美しい日本の私 (Utsukushii Nihon no watashi)
Yasunari Kawabata, 1968
Traducción: María Cristina Tsumura
Título original: 美の存在と発見 (Bi no sonzai to hakken)
[Extractos] Yasunari Kawabata, 1969
Traducción: Ilia Sologuren
Fotografía de portada: Kawabata en su casa de Nagatani, Kamakura, c. 1946
Editor digital: jugaor
ePub base r1.0
YASUNARI KAWABATA (Osaka, 1899-1972). Novelista japonés, graduado por la Universidad Imperial de Tokio. En la década de los años veinte formó parte de un grupo literario de jóvenes escritores conocido como Shinkankaku Ha (Escuela de la Nueva Sensibilidad), partidarios del lirismo y del impresionismo en lugar del realismo social imperante.
Poco a poco fue desarrollando un estilo propio, minucioso y episódico. Con frecuencia se preocupó por la exploración de la soledad y los aspectos que bordean la sexualidad humana. Sus obras más reconocidas son País de nieve (1937), Mil grullas (1952), El rumor de la montaña (1954), El Maestro de Go (1954), La casa de las bellas durmientes (1961), Kioto (1962), y Lo bello y lo triste (1964). En 1968, Kawabata se convirtió en el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura, por su maestría narrativa que expresa con gran sensibilidad el espíritu nipón.
En 1972, enfermo y deprimido, dolido sin duda por la muerte de su amigo Yukio Mishima, quien lo había definido como un «viajero perpetuo», Kawabata se suicidó en un pequeño apartamento a orillas del mar.
Notas
El bello Japón y yo
En primavera, flores de cerezo;
en verano, el cuclillo.
En otoño, la luna, y en invierno,
la nieve fría y transparente.
Luna de invierno, que vienes de las nubes
a hacerme compañía:
el viento es penetrante, la nieve, fría.
El primero de estos poemas es del monje Dôgen (1200-1253) y lleva como título Realidad innata (Honrai no Menmoku). El segundo es del monje Myôe (1173-1232). Cuando me piden ejemplos de mi propia caligrafía, éstos son los poemas que elijo a menudo.
En el poema de Myôe hay una introducción, inusualmente extensa y detallada, que pone de manifiesto el corazón del mismo, y que bien podría ser llamada narración poética: «Era la noche del duodécimo día del duodécimo mes del año [lunar] de 1224, con cielo nublado y luna oscura. Yo estaba sentado en meditación Zen en el Pabellón Kakyu. Cuando llegó la hora de la vigilia de medianoche, al cabo de mi meditación, descendí desde el Pabellón, situado en la cima, hacia la base de la montaña. Y fue entonces cuando la luna surgió de entre las nubes e iluminó la nieve. Con la luna como compañera, ni el aullido del lobo en el valle me producía temor. Cuando llegué al llano, nuevamente las nubes envolvían a la luna. Como la campana estaba señalando la última vigilia, ascendía una vez más hacia la cima, y la luna, saliendo de entre las nubes, me vigilaba por el camino. Al llegar a la cima y entrar en el pabellón, la luna, que perseguía a las nubes, parecía ocultarse detrás de una cumbre distante, y me pareció que me hacía secreta compañía».
Aquí sigue el poema que he citado, y a continuación hay otro, con la explicación de que Myôe lo compuso cuando entró en el Pabellón para meditar después de ver que la luna se ocultaba tras la montaña:
Iré al otro lado de la montaña,
¡Ve allí también, oh luna!
Noche tras noche
nos haremos compañía.
Esto da motivo para otro poema. Posiblemente, Myôe pasó el resto de la noche meditando en el Pabellón; o quizás haya regresado allí antes del amanecer: «Al abrir mis ojos en el transcurso de mis meditaciones, vi la luna del amanecer iluminando la ventana. Vi el fulgor de los rayos de luz de la luna que entraba en el oscuro lugar en que me hallaba, y sentí que mi corazón purificado irradiaba la luz de la luna misma»:
Si mi corazón puro brilla,
la luna piensa
que esa luz le pertenece.
Así como a Saigyô se lo considera el poeta de los cerezos en flor, Myôe ha sido llamado el poeta de la luna. A este último pertenece un canto que consiste en reiterar exclamaciones provocadas por una profunda emoción:
Oh brillante, brillante,
oh brillante, brillante, brillante,
oh brillante, brillante.
Brillante, oh brillante, brillante,
brillante, oh brillante luna.
En sus tres poemas sobre la luna de invierno, desde el comienzo de la noche hasta el amanecer, Myôe sigue puntualmente la tendencia de Saigyô, otro monje-poeta que vivió de 1118 a 1190: «Aunque escribo poesías, no me considero un poeta». Las treinta y una sílabas de cada poema, inocentes y sinceras, se dirigen a la luna, más que como compañera, como amiga, como confidente. Viendo a la luna, el poeta se convierte en la luna; la luna, vista por el poeta, llega a ser el poeta. Al sumergirse en la naturaleza, forma un todo con ella. Así, la luz del corazón puro del monje, mientras medita en el Pabellón durante la oscuridad que precede al amanecer, se transforma para la luna del amanecer en su propia luz.
Como hemos visto en la extensa introducción al primero de los poemas de Myôe, la luna de invierno se convierte en compañera; el corazón del monje, sumido en meditación sobre religión y filosofía, allá en el Pabellón de la montaña, está ligado con una sutil correspondencia e interacción con la luna; y a esto le canta el poeta.
Elijo ese primer poema, cuando me piden ejemplos de mi propia caligrafía, por su notable calidez y comunicación. Luna de invierno, que sales y entras de las nubes, haciendo brillantes mis pasos al ir y venir del Pabellón para meditar, y que haces que no tema el aullido del lobo, ¿no sientes que el viento te penetra, no te da frío la nieve? Elijo ese poema porque habla del espíritu profundamente apacible y afectuoso del pueblo japonés; es un canto, de honda y cálida devoción, al hombre y a la naturaleza.
El doctor Yukio Yashiro —internacionalmente conocido como estudioso de la obra de Botticelli; hombre de gran erudición acerca del arte del pasado y del presente, de Oriente y de Occidente— ha dicho que una de las características distintivas del arte japonés se puede resumir en una simple frase poética: «La época de la nieve, de la luna, de los cerezos en flor: entonces, más que nunca, pensamos en quienes amamos». Al contemplar la belleza de la nieve, de la luna llena, de los cerezos en flor, es decir, cuando despertamos ante las bellezas de las cuatro estaciones y entramos en contacto con ellas, cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza, es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad. La emoción ante lo bello despierta fuertes anhelos de amistad y compañerismo, de modo que la expresión «ser querido» puede ser tomada como equivalente a «ser humano». La nieve, la luna, las flores de cerezo, palabras que representan la belleza de cada una de las estaciones que se suceden una tras otra, abarcan en la tradición japonesa toda la belleza de las montañas y los ríos y las hierbas y los árboles, todas las múltiples manifestaciones tanto de la naturaleza como de los sentimientos humanos.