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Gonzalo Maier - Hay un mundo en otra parte

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Gonzalo Maier Hay un mundo en otra parte
  • Libro:
    Hay un mundo en otra parte
  • Autor:
  • Editor:
    2018
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  • Año:
    2018
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Hay un mundo en otra parte: resumen, descripción y anotación

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Los primeros cuentos de Gonzalo Maier hacen de la disgresión un arte nuevo


Gonzalo Maier ha construido con apenas tres libros breves una voz muy especial y entrañable dentro de la narrativa chilena contemporánea. Y en este, su primer libro de cuentos, no hace sino confirmar y ampliar el alcance de esa voz.

Hay un mundo en otra parte consta de siete relatos breves hechos con toques de humor y reflexión que proyectan una mirada muy singular sobre los detalles de la vida contemporánea.

Desde un tipo que se obsesiona con el gallinero que hay en una casa vecina a su edificio hasta el hombre que carga su pequeño auto hasta el desplome para irse de vacaciones al sur, pasando por la inolvidable historia de La Lanzadora, una estudiante que lanza bombas molotov con particular gracia y de la cual se enamora un profesor viejo y ex revolucionario; de eso tratan estos cuentos tan divertidos como desconcertantes.

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Índice

Decidió cambiar de vida, aprovechar las horas de la mañana. Se levantó a las seis, se duchó, se afeitó, se vistió, tomó desayuno, fumó un par de cigarrillos, se sentó a la mesa de trabajo y despertó al mediodía.

E ENNIO F LAIANO

U N AÑO MÁS O MENOS LARGO

Me enteré de las gallinas al día siguiente, muy temprano por la mañana.

Fue de golpe, no las esperaba, aunque lo cierto es que no esperaba nada. Estaba agotado después de una mudanza e incluso algo confundido tras volver de improviso a Santiago. Hasta hace unos días vivía afuera, y me había acostumbrado a estar muy lejos, pero de pronto había vuelto y estaba demasiado cerca. No sabría explicarlo de otro modo. Entonces, las oí cacarear.

Eran casi las cinco de la mañana y gritaban fascinadas, supongo, porque otro día acababa de comenzar. Afuera ni siquiera había salido el sol y adentro del departamento literalmente no había nada —el contenedor con nuestras cosas iba en la cubierta del Bodo Schulte, a quince nudos por hora, según una página de internet que la empresa de mudanzas recomendó consultar— y yo no tenía una cafetera o libros como para hacer algo a esas horas de la mañana —ni siquiera tenía por qué estar despierto, pero una vez que abro los ojos no puedo volver a cerrarlos—, así que me levanté de la cama inflable y en calzoncillos miré por la ventana hacia la casa de la vecina para descubrir que en su patio trasero no tenía un par de gallinas sino un gallinero en toda regla.

Era verano en Ñuñoa y a pocos metros estaba la avenida Irarrázaval, que en un par de horas estaría llena de micros y de señoras vendiendo humitas o bolsas con ensaladas de apio. Esa calle, supuestamente trazada hace un montón de años por los incas, cuando el barrio todavía se llamaba Ñuñohue y era parte del Tahuantinsuyu, es una línea recta llena de tiendas, que sube hasta perderse en los faldeos de la cordillera y que de seguro no tuvo ni tendrá tiempos mejores. En cualquier caso, y pese al exceso de cemento, a una o dos cuadras estaban las gallinas haciendo caso omiso de la vida urbana y de las buenas costumbres que uno exigiría a esas horas de la mañana.

Cuando arrendé el departamento no me di cuenta. En realidad, solo escuché que el dueño no pedía la montaña habitual de papeles —que yo no tenía ni pensaba tener— y asentí como un niño ansioso y dispuesto a recibir lo que sea. Unos minutos más tarde, ya solo en medio de esos noventa metros cuadrados, caminé por el departamento vacío con el contrato de arriendo en la mano y en ese momento descubrí que la pieza más chica de todas miraba hacia la cordillera de los Andes, sin edificios entremedio, con una vista vertical y hermosa. Adentro las paredes estaban —y están— mal pintadas, con una capa lánguida de pintura blanca que intentaba sin mucha suerte esconder un viejo papel mural y la alfombra parecía —y parece— agotada después de décadas de uso, sin embargo, la vista en un día despejado como ese resultaba insuperable: la cordillera, el cerro Provincia, tres nubes blancas decorando el cielo, la promesa de un invierno con cimas nevadas. En otras palabras, la puerta de entrada al fin del mundo.

Así fue como llegué a esa madrugada inaugural en que me quedé con las manos en la cintura, frente a la ventana, intentando contarlas, individualizarlas, pero se movían como los soldados de una guerrilla vietnamita. Era imposible saber si la vecina tenía quince, veinte o treinta gallinas. De cualquier forma, yo era un espectador aturdido y somnoliento que las miraba como un turista resignado frente a un temporal en pleno verano: había vuelto a Santiago deseoso de ruido, de antiguos amigos, de un par de librerías, de una ciudad llena de cemento, de edificios altos, de tacos, de polvo, de esa luz amarilla medio difuminada que algunas mañanas lo tiñe todo de un dorado que solo he visto en esta ciudad, pero del otro lado de la ventana tenía a un gallo con una cresta rojísima que estiraba las alas, cacareaba con furia y seguía su carrera hacia ninguna parte.

Más cerca de treinta que de veinte.

Hay una bandada de loros que vive en la misma cuadra, pero ninguno se atreve a robarle la comida a las gallinas. Las palomas, en cambio, no lo piensan dos veces y conviven con ellas en minoría, tal como el perro, el gato y la señora que las alimenta.

De un momento a otro, y sin ningún motivo, vuelven corriendo al gallinero.

15.30: la señora abre la puerta de la cocina y de repente, sin aviso, sus huéspedes —gallinas, pollos, gallos— aparecen de la nada y corren desesperados hacia ella. El mejor —acaso el gran y único artista— es el gallo grande, que de un salto y ayudado por un aleteo flojo llega a comer desde el estacionamiento de nuestro edificio. Cuando termina, se encarama de nuevo en el esqueleto de un parrón a medio morir y, con otro aleteo flojo, se aleja de la casa.

Semanas más tarde, cuando se fue el camión de la mudanza y las cajas quedaron desparramadas en el comedor, el panorama parecía dislocado. Ahí estaban las sábanas, el reproductor de películas frente al que había pasado tantas horas, un montón de bolsas con ropa y el reloj rosado que alguna vez mi antiguo vecino dio por inútil. Cada cosa era perfectamente reconocible, pero estaba fuera de lugar, algo así como esos perros abandonados que atraviesan miles de kilómetros hasta encontrar a sus antiguos dueños.

Armar el departamento me tomó tan poco tiempo como el escritorio que instalé frente a esa ventana que mira a los Andes. Luego puse una sillita y enchufé el computador: era una oficina humilde y respetable, muy acorde a mis ganas de escribir un libro sobre terremotos y tal vez un par de ensayos sobre esta ciudad triste y ruidosa. Sin embargo, si estiraba un poco el cuello —así, sin ningún esfuerzo— y miraba hacia abajo, las veía cacareando a los pies de un limonero grande y frondoso. Estaban en el patio trasero de una casa de dos pisos, de ladrillos y tejas rojas. En realidad, era muy parecida a cualquier otra casa de Ñuñoa. Por fuera quizás se la podría reconocer por una buganvilia grande y florida, que debe llevar décadas ahí mismo, más alta incluso que la propia casa.Trepaba por un enrejado lateral de tablas blancas y —al menos mientras las miraba esa tarde— sus flores eran de un lila apagado. Será el otoño que se acerca, pensé.

Así, casi sin querer, mis días santiaguinos comenzaron a tomar un ritmo extraño y algo campestre, que nada tenía que ver con mis planes. Me levantaba casi de madrugada a trabajar frente al computador hasta que por la tarde, cuando ya no cacareaba ninguna, lo apagaba. A partir de ese momento indefinido, que casi todos los días variaba según la posición del planeta respecto al sol, ya no podía seguir frente a la pantalla porque era muy parecido a trabajar en una oficina cuando todos se han ido y solo queda la luz blanca del pasillo, y muy al fondo, como en una película de terror, esa máquina para purificar el agua con una perilla azul y otra roja.

Sin duda son más de quince y menos de treinta.

Por las tardes, y bajo los rayos de sol, el gato rubio duerme la siesta sobre el techo del gallinero.

A dos cuadras del departamento, en Simón Bolívar con Chile España, compro huevos de campo en un local vegetariano. Con una esperanza un poco ridícula, y mientras la muchacha de dreadlocks los envuelve uno a uno en papel de diario, le pregunto de dónde vienen. ¿Qué cosa? Los huevos. De Talagante, dice.

«El huevo es pollo en potencia, pero es huevo en acto. El huevo en acto es muy superior al desafortunado pollo en acto. Por otra parte, si metafísicamente es preciso admitir la anterioridad del acto sobre la potencia, no será así estéticamente: es indiscutible la superioridad de la pureza y la sencillez del huevo sobre la confusión, exceso y arbitrariedad de la gallina», leo en un libro de Hugo Hiriart.

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