CONTRAPORTADA
En la tarde del jueves 23 de marzo de 1944, un grupo de partisanos atacó una columna del Regimiento 156 de las SS en Via Rasella, en el centro de la Roma ocupada por los alemanes. Inmediatamente después de recibir las primeras noticias, Hitler ordenó que, en el plazo de 24 horas, diez italianos fuesen ejecutados por cada alemán muerto. Por su parte, Himmler dio instrucciones para la inmediata deportación de todos los varones adultos de la ciudad.
Hasta ahora, no se había revelado la totalidad de esta enrevesada y terrible historia. El relato está construido minuto a minuto, como si se tratase de una película. Contemplamos la conspiración organizada por un grupo de partisanos liderados por comunistas, que concibieron la idea misma del atentado, su posterior ejecución, y las rutas de escape de los responsables. Con una prisa fanática, la Gestapo se puso manos a la obra para cumplir las órdenes del Führer. Al mismo tiempo, algunos dirigentes alemanes de la ciudad, por motivos personales, trabajaron contra reloj para frenar a Hitler, reclamando para ello la ayuda de las más altas instancias del Vaticano, mientras otros trataban de bloquear los planes de deportación masiva ideados por Himmler para la Ciudad Eterna. Entretanto, las futuras víctimas del baño de sangre que se estaba gestando eran arrestadas indiscriminadamente; procedían de todos los estratos sociales: trabajadores, artistas, diplomáticos, abogados, maestros, oficinistas, vendedores ambulantes, físicos, comerciantes, niños, judíos e incluso un sacerdote. Se les ató las manos a la espalda, se les amontonó en camiones para transporte de comida y se les condujo hasta la Via Ardeatina, a las afueras de Roma; aquí fueron obligados a arrodillarse y a inclinar la cabeza, para, seguidamente, ser tiroteados en tandas, siendo después sus cadáveres apilados en montones.
Una historia trágica y violenta que –junto con sus ramificaciones políticas— ha sido objeto de numerosos estudios, y que ha dado lugar a que por doquier hayan aparecido versiones muy distintas –la mayor parte erróneas, en ocasiones mutiladas y siempre incompletas—. He aquí un documento de indudable valor histórico que se lee como una novela de intriga. Un aspecto sorprendente, perfectamente documentado por el autor, es que el Papa Pío XII conocía por adelantado los planes de la represalia alemana, y pese a ello optó por quedarse al margen. Las fuentes consultadas por el autor incluyen testimonios inéditos, no publicados o no traducidos. Él ha podido examinar las actas de los juicios, documentos oficiales incautados, escritos de particulares que se vieron involucrados en los hechos, ha entrevistado a los líderes de la Resistencia y a los mandos de las SS en Roma, además de haber tenido el privilegio de poder utilizar documentos que habían sido clasificados como secretos por el Gobierno italiano. Asimismo, se ha servido de correspondencia que mantuvo con multitud de personas que se vieron envueltas en estos hechos, incluidas numerosas personalidades de rango internacional.
METADATOS
Título original: Death in Rome
Robert Katz, 1967
The MacMillan Company, New York
Collier-MacMillan Ltd., London
Traducción: Strangelove & JGH & Barbarossa
DEDICATORIA
Este libro está dedicado a los habitantes de Roma que no se sometieron
PREFACIO
En la tarde del jueves 23 de marzo de 1944, una columna fuertemente armada del Regimiento de policía número 156 de las SS fue atacada por dieciséis partisanos en la Roma ocupada por los alemanes. El enfrentamiento tuvo lugar en Via Rasella, una estrecha y empinada calle en el centro de la ciudad. Los partisanos, tras causar numerosas bajas entre los alemanes, se dieron a la fuga incólumes y sin ser vistos, para después ocultarse entre la red clandestina de la Resistencia romana.
Pocos minutos después de recibir las primeras noticias del atentado, Hitler, desde su cuartel general de Rastenburg en Prusia oriental, y Himmler, desde Berlín, decidieron castigar a toda la ciudad de Roma. Tanto uno como otro exigieron muerte y destrucción.
Al día siguiente, las SS apresaron a centenares de ciudadanos romanos. Con sus manos atadas a la espalda, y amarrados por parejas en pequeños grupos, los prisioneros fueron cargados en camiones para transporte de alimentos, y conducidos a las afueras de la ciudad, junto a las antiguas murallas. Ahí, en Via Ardeatina, los camiones se detuvieron junto al laberinto de túneles construidos entre las catacumbas de los antiguos cristianos de la Via Apia.
En el interior de estas cuevas artificiales, los alemanes encendieron antorchas y obligaron a los italianos a arrodillarse y agachar la cabeza. A continuación, procedieron meticulosa y sistemáticamente a matarlos uno por uno, disparándoles en la base del cuello, de forma que la bala de 9 mm. siguiese una trayectoria que atravesaba el cerebro en dirección a la parte superior del cráneo.
En las últimas horas de esa jornada, un total de sesenta y siete pelotones de las SS se afanaron en cumplir con su misión hasta que el trabajo quedó terminado. A continuación, ingenieros alemanes volaron la entrada a las cuevas con la esperanza de sellar para siempre su contenido.
Pero el secreto de las fosas ardeatinas no podía permanecer oculto durante mucho tiempo. Nunca, en los 2.700 años de historia de Roma, se había cometido un crimen de tal magnitud, y éste además se había perpetrado en un lugar de especial significación para los cristianos.
A medida que transcurrían las horas, rumores terroríficos empezaron a circular entre los romanos. El jueves siguiente, unos niños, mientras husmeaban entre los restos, siguieron el rastro de unos cables eléctricos y de los enjambres de moscas hasta la boca de una de las cuevas dinamitadas por los alemanes. Inmediatamente después corrieron en busca de un sacerdote.
Tras la liberación de Roma por los Aliados el 4 de junio de 1944, los romanos abrieron la entrada de las cuevas. Allí encontraron, apilados en dos montones de cadáveres, los restos de 335 varones procedentes de todas las capas sociales: trabajadores y artistas, diplomáticos y chóferes, abogados y ferroviarios, funcionarios municipales y vendedores ambulantes, físicos y mecánicos, maestros y estudiantes, músicos y tenderos, oficiales, camareros, empleados de banca, industriales, zapateros, boticarios, marineros, agricultores, carniceros, terratenientes, carteros, niños, judíos y un cura católico.
Romanos e italianos de toda procedencia querían saber el por qué de este crimen. Todos se preguntaban: ¿quién dio la orden?, ¿quién apretó el gatillo?, ¿se pudo haber evitado?, ¿dónde estaba el Rey?, ¿dónde estaban los Aliados?, ¿dónde estaban los hombres que se erigieron en representantes del pueblo?, ¿dónde estaba el Papa?
Desde finales de la década de los 40 y durante los años 50, tuvieron lugar en Italia una serie de juicios. Las pasiones desatadas encendieron los ánimos, dividieron a la nación y sacudieron los cimientos de la naciente república de la posguerra.
Algunos dijeron que la masacre había sido legítima. Otros culparon del crimen a la Resistencia romana, alegando que el previo atentado partisano había sido una provocación absurda. Hubo quien sugirió que se trataba de un complot comunista. Por su parte, los alemanes afirmaron en todo momento ser inocentes.
Muchos hombres fueron juzgados por tribunales tanto italianos como Aliados, además de ser también todos ellos juzgados en libros y periódicos; incluso se dio el caso de un hombre que, pese a ser inocente, terminó siendo “juzgado” por la turba enfurecida. Los detalles del crimen fueron revelándose poco a poco. La mayor parte de los responsables, tanto de la planificación como de la ejecución, terminaron siendo identificados. Algunos acusados fueron absueltos, otros fueron condenados. Algunos fueron sentenciados a penas de cárcel; unas pocas de estas condenas llegaron a ejecutarse. Los partisanos de