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Natalie Haynes - Una guía de la Antigüedad para la vida moderna

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Natalie Haynes Una guía de la Antigüedad para la vida moderna
  • Libro:
    Una guía de la Antigüedad para la vida moderna
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    Crítica
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  • Año:
    2011
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Una guía de la Antigüedad para la vida moderna: resumen, descripción y anotación

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Para Dan

tecum vivere amem, tecum obeam lubens

Horacio, Odas 3.9

I NTRODUCCIÓN
S iento obsesión por el mundo antiguo desde que tenía once años cuando en la - photo 2

S iento obsesión por el mundo antiguo desde que tenía once años, cuando, en la escuela, empecé a saber cómo vivían los romanos. Leímos textos sobre Julio César, miramos fotografías del Muro de Adriano e hicimos maquetas de templos con cajas de cartón (incluido el sacrificio de una oveja de algodón, que sangraba pintaúñas rojo por encima de una esquina de la caja). Cumplí los doce y la vida romana dio paso al estudio del latín, que aprendíamos con los manuales del curso de Cambridge. Estos libros de vivos colores presentaron a toda una nueva generación de estudiosos del mundo clásico los personajes de Caecilius y su esposa Metella. Vivían en Pompeya y, por lo tanto, sobre ellos pendía una condena a muerte ya desde el libro primero. «Caecilius est in horto», solíamos repetir antes de comentar con pesar que el jardín, por muy agradable que fuera su triclinium, no les salvaría de morir por la erupción inminente. También había dos mellizos llamados Loquax y Antiloquax, de los que no logro recordar nada más que el nombre, aunque en algún rincón de mi cerebro queda la sospecha residual de que se trataba de gemelos idénticos.

Cuando tocó elegir los temas de los que me examinaría en mi Certificado General de Enseñanza Secundaria, yo tenía muy claro que el latín sería uno de ellos; ya puestos, si hacía latín, bien podía presentarme igualmente a griego. Por fortuna, mis padres no vieron la necesidad de que me examinara de ninguna otra lengua viva, con la salvedad del francés. De este modo, me ahorré la posibilidad de que un huraño estudiante de intercambio alemán se presentara en la casa familiar para refunfuñar por todas y cada una de sus características (lo que nos había ocurrido con el que trajo mi hermano un año antes; mi hermano le dio cumplida respuesta, según creo, negándose a probar ni una sola clase de wurst durante toda su estancia en Alemania). Si me lo hubiera pensado bien, claro está, le habría pedido a la chica italiana que iba un curso por encima de mí que se vistiera con una sábana para presentarse como mi intercambio romano; pero en esos días no solo tenía poca imaginación, sino que se me escapaba la risa con demasiada frecuencia como para hacer colar la historia con un mínimo de verosimilitud.

Mi futuro como estudiante de Clásicas lo determinaron, probablemente, los textos que me tocó estudiar para el Certificado. Como ejemplo de verso latino me correspondió el libro segundo de la Eneida, de Virgilio; se ocupa de la caída de Troya, un asunto que todos pensábamos conocer por los libros de mitos griegos que habíamos leído de niños. Pero el libro segundo explica justo la parte del Caballo de Troya que antes siempre había carecido de lógica: a ver, tenías a los griegos sitiando la ciudad durante diez años, y de repente se largan y dejan en su lugar un caballo de madera del tamaño de un ejército griego; tú te lo metes dentro de la ciudad y vas y te sorprendes cuando resulta que está lleno de soldados con una determinación anímica letal. No era tan extraño que los troyanos perdieran la guerra, si eran así de idiotas... Lo de «temo a los griegos aun si portan regalos» no bastaba para explicarlo; habría sido más propio decir: «Temo a los troyanos porque su imbecilidad les costará la vida». ¿Cómo habían sobrevivido los primeros diez años de guerra sin atravesarse el ojo accidentalmente con sus propias lanzas?

Sin embargo, cuando lees el libro segundo de la Eneida, averiguas que los troyanos no eran idiotas, sino que dudaron del regalo de los griegos. Su sacerdote Laocoonte la tomó con el Caballo desde el primer momento; es él quien pronuncia las palabras sobre los griegos portadores de presentes. Afirma que la figura estará repleta de soldados griegos o, si no, se tratará de alguna clase de máquina de guerra infernal, concebida para arrasar su ciudad de un modo u otro. Adivina incluso quién habrá tenido la idea del caballo: Ulises (u Odiseo, como lo llamaban los griegos). Laocoonte arroja su lanza contra el flanco del animal y ésta vibra al impactar. El lector imagina cómo los griegos ocultos en el interior aguantan la respiración con el temor de que los hayan descubierto. Pero entonces se produce la jugada magistral de los griegos: Sinón. Sinón es un griego al que sus paisanos dejaron atrás cuando levaron anclas. Es un hombre de apariencia sencilla y poco cuidada, que engaña por completo a los troyanos. Se presenta como una víctima de las maquinaciones de Ulises, quien habría odiado a su familia desde hacía años. Y entonces se niega a decir nada más. ¿Por qué los troyanos no se limitan a matarle?, dice. Eso complacería a los caudillos griegos: a Menelao, Agamenón, Ulises. Los troyanos muerden el anzuelo. ¿Por qué su muerte complacería a los griegos? ¿Qué ha ocurrido? Eneas, que narra la historia, recuerda a su público que los troyanos no estaban habituados a los griegos y sus mentiras, con lo cual, lógicamente, cayeron en la trampa. Sinón, con fingida reticencia, continúa narrando su pesaroso relato. Los griegos habían sacrificado a la hija de Agamenón, Ifigenia, para apaciguar a los dioses antes de partir hacia Troya; este sacrificio había garantizado que la travesía marítima fuera segura. Ahora que abandonaban la empresa y volvían a casa, necesitaban matar a alguien más para que la travesía de regreso también les fuera favorable. Su sacerdote, Calcante, debía decidir a quién deseaba Apolo como víctima. A la postre, acosado por Ulises, eligió a Sinón. Nadie protestó: ¡mejor Sinón que ellos! Se vistió a Sinón con los ropajes y adornos característicos de la víctima animal de un sacrificio. La escena que nos describe resulta horripilante. Pero Sinón halló un modo de huir y se ocultó. Se le escapan las lágrimas mientras cuenta su historia.

Los amables troyanos no pueden sufrir su infelicidad. El rey Príamo ordena que lo liberen de sus cadenas. Olvídate de los griegos, le dice; ahora eres uno de nosotros. De paso, cuéntanos: ¿qué es este gran caballo de madera que han dejado tras de sí? Sinón apela a los dioses: que el caballo mantenga a Troya sana y salva, ahora que sus habitantes le han mostrado tal bondad. La figura es un artefacto religioso creado por los dioses para apaciguar a la diosa Palas Atenea y se ha creado con tales dimensiones para que los troyanos no puedan introducirlo en su ciudad; pues si lo hicieran así, la ofrenda les beneficiaría a ellos, antes que a los griegos. Por el contrario, si causan alguna clase de daño al caballo, lloverá la destrucción sobre Príamo y los troyanos.

La representación de Sinón es digna de premio. Aun así, los troyanos no lo ven del todo claro. Quizá deban dar crédito a Sinón, quizá no. Pero entonces intervienen los dioses y dos inmensas serpientes marinas aparecen cerca de la costa. Se dirigen directamente hacia Laocoonte y agarran a sus dos hijos pequeños. Laocoonte intenta rescatarlos, pero las serpientes lo atrapan también a él. Las apuñala con su espada y pronto queda cubierto de ponzoña y sangre. Las serpientes huyen y se ocultan en el templo de Atenea: sin duda, es un signo de que las ha enviado la diosa. Los troyanos se deciden: las serpientes han atacado a Laocoonte porque éste había afrentado al caballo de madera al arrojarle la lanza. Deben cuidar del caballo, al que empujan al interior de la ciudad para que esté más protegido; también elevan sus plegarias a los dioses para compensar el incidente de la lanza. Así pues, no es que los troyanos sean idiotas, sino que los han superado por el flanco: la persuasión conjunta de una persona taimada y unos monstruos sobrenaturales son demasiado para ellos, eso es todo.

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